Por Víctor M. Campos
Le rompí la nariz.
Di toda la vuelta buscándolo y cuando lo tuve enfrente, lo hice. ¿Cómo puede venir al partido y ponerse en ese plan? ¿Qué ejemplo quiere darle a los niños? Me avisaron por el radio: calvo, chamarra azul, cigarro extra largo. ¡Extra largo!
En cada partido los papás vienen con todo preparado: cornetas y matracas, botellas de agua, sángüiches y porras ensayadas. No pierden de vista el balón; celebran cada jugada; se desgañitan con los goles a favor. Los papás que cualquiera querría tener. Y no como los míos. Bueno, solo ella. Él, que en paz descanse, estaba hecho de buena madera.
¡Hola, Arturo!, me saludan los papás. Si son los partidos de fútbol, Hola, Arturo; que si el campamento los fines de semana, también; Hola, Arturo, los días de catecismo o de lunes a viernes; Hola, el día de la feria o el de la kermés. Para ellos hace mucho dejé de ser el poli. Hola, poli. Adiós, poli. Eso quedó atrás. Ahora, además del tolete y el radio, la gorra o las botas de casquillo, tengo algo que me distingue; algo que entre ellos me gané: un nombre propio. Y con él, llegaron otros nombres: Artur, el favorito de la directora Fitz, Arturín o Arturito, como los chavos me llaman, o Macartur, como le gusta decirme el maestro de historia. Este nombre, dice, lo llevó en vida un personaje muy célebre. No lo conozco, pero si el tícher lo dice, seguro es cierto.
Ellos me aprecian. A pesar de que son gente muy importante y ocupada se dieron cuenta de que existo. Eso me gusta. Y sé que me aprecian aunque no vengan a buscarme todavía; a sacarme de aquí. Tardan porque tienen un mundo de cosas por hacer. Como ya dije: son gente importante y muy ocupada.
Bonitas familias las que ellos tienen: casi puros güeritos. No como la mía: prietos todos. Aunque viéndolo bien, yo no tanto. Estoy seguro de que Dios no me quería hacer tan prieto, pero ese día seguro se le cruzaron los cables: a todos nos pasa. Dios no es malo, dicen los jueves de catecismo, y yo les creo.
Dios no es malo:
Tal vez cometerá algún error de vez en cuando, como el de llevarse a mi papá y no a mi madre. A todos nos pasa. Una mujer muy especial, y cuando digo eso me refiero a una mujer gorda con el cabello teñido de güero y los ojos de sapo. Mi madre. La boca chueca en la que siempre trae su cigarro. Ella fumaba y fumaba, pero fue a papá al que le dio cáncer y murió.
Recuerdo una escena típica de cuando era niño: ahí estamos en la sala viendo la telenovela de mi madre. Papá y yo sentados en el mismo sillón, por un lado, con el cuello torcido para poder ver. Mi madre en el sillón individual, de frente a la tele: las piernas cruzadas, el codo izquierdo en el brazo del sillón, el control remoto en la mano y en la otra el cigarro. Papá tose hasta escupir sangre en el pañuelo que ya siempre trae en la bolsa del pantalón. Mamá tuerce aun más la boca y le sube el volumen. La ceniza le ha caído sobre la blusa; se sacude mientras maldice.
Me pregunto por qué tardarán tanto.
Ya casi es de noche. Lo sé porque veo el cielo a través de la ventana. Gud nai, les diré en cuanto lleguen. La directora Fitz me enseñó. Gud mornin por la mañana, gud afternún por la tarde cuando no es tan tarde, gud ívinin y gud nai como ahorita que es de noche. Gud nai, Artur, me van a decir.
Le di toda la vuelta al campo de fútbol hasta que lo vi:
La directora Fitz me hizo una seña desde lejos. Era él. Muy quitado de la pena, calvo, chamarra azul, cigarro extra largo. Me acerqué y lo saludé amablemente pero ni siquiera volteó a verme. Por lo visto el calvo no sabía quién era yo. Alcé la voz: señor, aquí no puede fumar. El calvo giró muy lento la cabeza hacia mí, me miró de pies a cabeza y sonrió burlonamente. Luego volvió la vista hacia el partido de fútbol. Confieso que me hizo enojar. Sentí cómo me puse rojo de coraje. Señor, empecé otra vez, pero el calvo volteó a verme y me gritó, con muchos güevos, que lo dejara en paz. En seguida dio dos pasos de lado, alejándose, y me preguntó que si ahí sí podía fumar; o bien, dijo, dando otros dos pasitos hacia delante, ¿aquí? Ni lo pensé. Me le acerqué y le di un cabezazo. El calvo se fue hacia atrás y cayó. La sangre empezó a salirle a borbotones. Yo me sorprendí porque no creía haberle dado tan duro.
La honradez, la puntualidad y el trabajo son tus mejores armas, me dijo siempre mi papá. Con dinero propio en la bolsa nadie puede humillarte. Nunca se me ocurrió preguntarle qué pasaría si yo llegaba a tener las bolsas vacías. Ahora mis bolsas lo están. Mis botas de casquillo no tienen agujetas, no traigo cinturón, me han quitado la chamarra y la gorra. Pero no me agüito. Me asomo entre las rejas buscándolos. Pienso en la directora Fitz y en la caja de galletas que desde hace diez años me regala cada Navidad.
En cualquier momento vendrán a sacarme.
Soy Artur, Arturín; soy Macartur: no van a dejarme aquí.
A lo mejor mañana, pero sé que ellos vendrán.
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