Por Ivan De Jesús Valdés Bautista
Mis zapatos resonaban con fuerza en aquella escalera de mármol. Subía sintiendo apenas mis pasos, el latir en mi pecho y mi aliento deslizándose por el aire húmedo. Afuera parecía estar lloviendo a cántaros. Seguí subiendo hasta que divisé aquella habitación; teñida de un azaroso blanco que me obligó a entrecerrar mis párpados, y al fondo el único contenido era un retrato.
Un niño de ojos avispados me miraba con un aire tierno e inocente. Avancé un poco más sin despegar la mirada del pequeño hasta que, casi como una orden militar, me detuve a un par de pasos de la pared. Descansé mis hombros y comencé a contemplar el cuadro. De vez en cuando ladeaba mi cabeza, deleitándome con cada ínfimo centímetro de la faz del niño.
—Parece que deseas algo.
Como si fuera un relámpago, una voz me sustrajo de mi concentración. De un tirón di media vuelta, entonces me encontré con una muchacha: portando un blanco vestido, de ojos soñolientos, como si se acabase de levantar de una noche agotadora, de piel como la leche, casi camuflándose con la habitación y descalza. Era digna candidata para ninfa de algún bosque.
—¿Qué te pasa? Te pregunté si deseas algo.
Tallaba sus párpados para observarme mejor.
—solo estaba viendo el cuadro— respondí por fin.
Frunciendo el ceño, me observó unos segundos y luego agregó:
—¿Y por qué estás de traje?
Dudé un poco de aquel comentario, hasta que posé una mano en mi pecho. Efectivamente, no había notado el fino traje que traía puesto, con corbata negra, tan limpio y cómodo que fue necesario que alguien más me lo hiciera evidente.
—No sé de dónde lo saqué— añadí retornando mi vista a la joven.
— ¿Y tú de dónde saliste?— preguntó mientras recargaba una mano en su cintura.
—Subí la escalera—dije señalando a sus espaldas, en un intento porque notara mi procedencia. Sin embargo…
— ¿Cuál escalera?— exclamó confundida.
—…Esa escalera— musité apuntando con mi dedo como sortéandola, solo para descubrir lo ilógico—. ¿A dónde se fue?
Lo que había sido una habitación con una puerta ahora no era más que un cubo donde estaba atrapado con una muchacha que me miraba inquieta y el retrato de un niño de rostro radiante.
—Tengo mucho sueño— replicó la chica —¿Te vas a quedar aquí un rato?
—¿De dónde saliste tú?
—Estaba dormida en mi cuarto pero oí unos pasos muy fuertes y me desperté.
—Pero, ¿tú quién eres?— pregunté mientras comenzaba a ahogarme en la incoherencia.
—Tú eres muy raro. Pero seguro no eres un ladrón o algo peor, entonces mejor me voy a dormir.
La chica se despidió con una pequeña mueca y daba media vuelta cuando de pronto noté por la forma que tomaron sus hombros que ahora era ella la que descubría lo absurdo de este sitio.
—¿Dónde quedó el pasillo?— exclamó haciendo un ademán veloz con sus manos.
—Quisiera saber dónde quedó la escalera.
La muchacha comenzó a palpar la pared, primero de arriba abajo y luego de izquierda a derecha, pero no había más que una pulcra superficie blanca. Yo me recargué a un lado del retrato y comencé a frotarme el cabello, susurrando mis recuerdos; pero solo me venía a la cabeza la escalera de mármol. Luego perpetué el haber escuchado la lluvia al subir, agucé mis oídos; ni un ligero eco de gotas cayendo. Llegaban solamente los murmullos de la chica, que parecía estarle tomando medidas al cuarto. Pensé después en el último elemento en mi conciencia: aquel retrato del pequeño sonriente. Me paré de frente al cuadro y nuevamente me quedé cautivado por ese rostro infantil, como si tuviera la necesidad de verlo, como si al observarlo por un momento desapareciera mi confusión y mi angustia.
Constaté que el marco estaba un tanto deteriorado, difería con la perfecta película de pintura blanca que tapizaba la habitación.
—Es un niño muy simpático, ¿no crees?
Y como había ocurrido hacía unos instantes, una nueva voz, distinta a la de la chica me sorprendió. Está vez tomé mis segundos para voltearme
—¿Y la muchacha?— cuestioné sin reparos.
Un hombre portando un bastón y unos lentes negros era el visitante está ocasión.
— ¿Quién eres tú?—exclamé sin una sola pausa. No soportaría más incertidumbre.
El anciano parecía más dirigir su curiosidad al retrato que a mí, sin responder a mi cuestión. solo comenzó a dibujarse en sus labios una sonrisa, apenas perceptible por la cantidad de barba que le florecía en el rostro. Desde la nariz hasta un poco después del estómago caían cientos de vellos blancos.
Fue entonces que apretó su bastón y comenzó a dar descompasados pasos hacía mí.
—Aquí nadie viene muy seguido, sin embargo, aún recuerdo la sonrisa del niño, es un verdadero placer— comentó con un aire melancólico, pausando cada palabra. Como cualquier otro hombre que entrado en años aprecia el ritmo de sus pensamientos.
—¿Sabes algo de éste lugar?— pregunté un poco más tranquilo, quizá resignado a que nada en este sitio tenía sentido y preguntar cualquier cosa mantendría mi cordura presente.
—No sabría decirte dónde estamos… —exclamó el viejo.
— ¡Oh! ¡Qué dicha, cabrón! —comenté sin guardarme un ápice de mi sarcasmo.
—Pero si podría decirte que tú andas perdido.
—¡Eso ya lo sé! —repliqué antes que siguiera su cadena de aportes inútiles —. ¿Cómo llegaste aquí? ¿Cómo se puede salir si no hay ninguna puerta? —sentencié ya con un tono punzante.
—Tranquilo, muchacho. Yo entiendo —dijo el viejo, luego me estrechó la mano—. Ven, te llevaré afuera.
—Dime primero lo que sepas de este sitio —comenté mientras él permanecía con su mano extendida.
—Ya te dije que no sé dónde estamos. Yo vengo seguido porque aunque mis ojos ya no sean los mismos, me acuerdo de este retrato. No sé de qué muchacha hablas y menos voy a saber de dónde saliste tú —sentenció y tras una corta espera, aseveró —. ¿Entonces, quieres salir?
Mi paciencia llegó a su tope ¿Qué hacía yo en un lugar así? Un hombre sano de entendimiento quizá seguido al viejo, salir a toda costa de aquel sueño irreverente. Sin embargo, yo medité. Le miré de nuevo ese aspecto de abuelo, de samaritano ocupado en sus propias cavilaciones, pero dispuesto a domar mi ira con una simple acción, llevarme fuera…
Entonces entendí que deseaba permanecer.
Suspiré profundamente y me llevé las manos al rostro. ¿Había decidido quedarme? En efecto, el viejo se había ido y nuevamente sin saber yo por dónde. Estaba sentado en una esquina del cuarto, como un niño castigado y otra vez solo éramos mi existencia y la del cuadro.
“Es un sueño” grité en mi mente, “pronto despertaré”. Y ya no existía en mí la duda, mi memoria era simple: una escalera de mármol, una habitación blanca, un retrato, una chica con vestido blanco y a un viejo ciego. Como si hubiera nacido ese mismo instante, no tenía más cabida en mi cabeza.
Tragué saliva y acomodé mi aliento varias veces; a veces se me escapaba sin que pudiera detenerlo, otras más se contenía, se escondía en mis pulmones. Después observé mis manos, ya me había arrancado unos cuantos cabellos a causa de la ansiedad. Y así como había sido sorprendido por dos personas distintas, ahora me sorprendió cómo me levanté de un brinco y me estrellé con todo mi peso contra la pared que alguna vez contuvo una puerta, que alguna vez dirigió a una escalera y quizá también a un pasillo, ya no lo sé más.
Lancé un alarido tan agudo que retumbó en mis propios tímpanos y clavé mis uñas, arañando la pared tan perfecta que comenzaba a darme asco. Y cuando mis impulsos desistieron, caí nuevamente rendido, de rodillas y cabizbajo. Pensé en el retrato, pero esta vez no volteé hacia aquella dirección. Tenía miedo, estaba nervioso de que apareciera alguien más a mis espaldas y se desvaneciera sin dejar más que ésta maldita pared blanca. Me contuve y sin darme cuenta mis mejillas ya se cubrían de lágrimas.
El fino traje de corbata y camisa estaba ahora todo arrugado y ensuciado. Me sentía desquiciadamente feliz de contrastar con ésta pureza. Tomé la corbata y de un fuerte jalón la arranqué de mi cuello, luego hice lo mismo con el saco, camisa y pantalón; anhelaba dejar de combinar con aquella pesadilla.
Pasó quizás una hora antes que inconscientemente volteara hacia el retrato. No lo calculé y un escalofrío me recorrió el cuerpo de tan solo pensar que alguien más se apareciera frente a mis ojos, habláramos y, acto seguido, se esfumara. No obstante, no hubo perturbación, solo estaba este hombre semidesnudo viendo el retrato de un niño que ya no provocaba ternura ni mucho menos inocencia, solo temor y repulsión. Mis manos se tensaron y cerré mis ojos…
Fue entonces que oí la lluvia.
El sonido suave de las gotas me obligó a separar lentamente mis párpados. Quise recargarme de nuevo en la pared, pero mi espalda no encontró resistencia y caí al piso. Volteé y me encontré con una escalera de mármol. Quedé inmóvil, ¿había quizás acabado esta broma mortuoria?
Me incorporé y traté de abotonarme la camisa, lo único que aún podía usarse, el resto estaba arruinado. Quise dar un paso pero entonces quedé paralizado ¿Acaso no quería abandonar por fin esta prisión blanca? Mis pies estaban congelados. Mis manos frías y entumecidas.
— ¿Nos está viendo?
—Sí, aunque en este momento no distingue nada, es el efecto de la inyección.
—Algo del otro lado del cuarto lo ha tenido muy entretenido.
—La pantalla atrae mucho a los que llevan poco aquí.
—¿Cuántas pruebas más desea hacer el doctor?
—No lo sé. Tal vez quiera usar de nuevo el maniquí de la muchacha.
Aún no han vuelto mis recuerdos. He aceptado que no quiero bajar por la escalera. Prefiero estar aquí que encontrarme con otra realidad. De vez en cuando vuelven los mismos visitantes, las mismas voces. Pero ya me he acostumbrado a mirar aquel retrato sobre la pared y a escuchar la lluvia.
Todo está bien, sin sorpresas.
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