Por Neftalí Nava
Cuando era niña, contemplaba con estupor el inmenso árbol de naranjo que coronaba el patio trasero de mi casa. A mi parecer pueril, aquel naranjo era tumultuoso y bello. Tan alto como la casa misma y tan inefable como las jacarandas en cuaresma. Aún rememoro con alborozo aquellas amenas mañanas, cuando mi madre nos levantaba a mis hermanos y a mí para contemplar el alba rojiza quebrada entre las hojas del árbol. Con el propósito de tomar con la boca esas estelas de luz, difuminadas por la sombra del hálito de la naranja dulce. A mediodía, después de las clases de pianola, mis hermanos y yo salíamos a jugar al bebeleche que mi madre trazaba a un costado del naranjo con gises de todos los colores. En los atardeceres sosiegos, mi padre acostumbraba a podar aquellas ramas y hojas que brotaban neófitas y huérfanas de la copa… con el propósito, según él, de que no estorbaran a sus hermanas más altivas. Recuerdo que eso me ponía muy triste… No quería que mi padre podara esas hojitas verdes y perfumadas porque al hacerlo se iban volando. Y como vuelan las hojas de las arboledas. Y como caen, llorando.
Desde niña notaba el lagrimar de los árboles y sus susurros silbados. Todo gracias a mi abuelita Luz. Una mujer tan preciosa como las buganvilias y tan blanca como las nubes. Blanca como esas nubes que flotan brumosas y extraviadas en el firmamento del desinterés lluvioso. Esa mujer, tan rosa mexicano, fue quien me enseñó el nombre de los árboles, sus hojas, sus frutos, su aroma, su llorar y su rumor. Agarradas de la mano, entre el amanecer fresco del páramo, recorríamos las banquetas atiborradas de árboles para hablarles por su nombre y escuchar ese canto que se da en sus copas; para vislumbrar ese aleteo que antecede al desprendimiento de las hojas; y para atisbar la hojarasca levantada por el soplo del viento, que la esparce por toda la ciudad. Vaya que caía la hojarasca, como si fueran lágrimas de jade, entre las veredas y las casas.
Cuando tuve a mi primer novio, quien se llamaba Almendro, lo primero que hice fue llevarlo al patio de mi casa, para que conociera ese majestuoso árbol. Yo recogí una naranja caída para dársela a olfatear. Y, emocionada, me encontré con una florecilla blanca, tirada en la tierra. Se la di de igual manera a oler, y posteriormente me la coloqué a un costado de la oreja. Almendro ni siquiera se inmutó por la fragancia y el sabor líquido de la naranja… Y eso me decepcionó profundamente. Pero el acabose sucedió cuando él viró sus dos ojos avellanos hacia mis luceros ennegrecidos, para hacerme notar que el árbol no era tan etéreo y colosal como yo lo percibía. Miré mi naranjo y efectivamente… no era tan gigantesco y bello como antes.
Mi madre solía recoger las hojas desprendidas del árbol con una escoba. Las ponía en una bolsa de tela con el fin de usarlas como composta para sus rosales y sus petunias. A mí me gustaba recoger la hojarasca durante el hastío del ocaso infinito: en ese tedio en donde el aburrimiento mancilla la imaginación. Entonces, para librarme, una por una recolectaba aquellas hojas. Hojas que, al levantarlas, elevaban un vaho cítrico en toda la casa. Y cuando terminaba, contemplaba absorta los últimos rayos del morir de la tarde, entre las rendijas de las ramas de mi árbol. Hasta que nacía la luna e iluminaba mi cabello rubio y finito.
Nunca me casé, quizás porque nunca conocí a un verdadero Almendro, o un Olivo, o un Jacarando… Nunca conocí a nadie que leyera mis hojas o siquiera las oliera. No conocí a aquella persona que trepara las ramas hacia mis copas y se perdiera en mi enredadera cabellera. Nunca encontré la tierra decidida, en la cual pudiera enraizarme por siempre, hasta mi inminente caída.
Y aquí estoy ahora, anciana, parada frente a mi árbol compañero. Ese naranjo que me vio crecer, que sí escalé y que sí me extravié en su bálsamo. Ese árbol que después de todo no era tan enorme, pero que sigue siendo hermoso. Aunque ya envejecido por el rumor de la vida, mi árbol sigue cantando. Y de sus ramas bifurcadas siguen emergiendo esas hojas de otrora, que se desprenden llorando.
Hojas ya opacas como mi piel. Hojas con manchas como los lunares capuchinos en mi rostro y en mis manos. Su marrón del tronco se ha ido desvaneciendo, como el marrón ennegrecido de mis ojos. Mis iris que se han desdibujado para volverse en un color azul, similares a lo azulado del mundo y tan azules como los que alguna vez divisé en mi madre.
De mi naranjo se desprenden enredaderas cenicientas, así como sus hojas envejecidas. Hojas muertas que son arrastradas y que se lleva volando por la tierra triste el viento conturbado del tiempo. Pero, aun así, sigo respirando y probando la esencia de la naranja y la sigo disfrutando como cuando era niña. Oteo el flote de sus papeles jade en el aire de la remembranza: esas hojas expertas y filiales que se esparcen y caen a mis pies, como una lluvia del ayer. Y aquí yazco, solitaria, entre las hojas muertas del recuerdo, con la esperanza de quizás, algún día, volver a vivirlas.
Categories: Contenido, Cuentos, Destacado, Otros cuentos
Hermosa Historia, muy poética y profunda
Bellísimo cuento. Felicidades!