Por Sebastián Martiarena Vaqueiro
Había un señor que podría haber salido de una banda gótica de los ochenta y jugaba ajedrez en el kiosko del parque. Hablaba un español masticado apenas comprensible. Nos comunicábamos en inglés, intercalando algunas palabras españolas y otras rusas que no entendía. Le decían Pablo pero se llamaba Pavel.
Un buen día, lo invité a comer. Me dijo que no, que mejor jugáramos una partida. No sabía jugar y se lo dije, le dije que sabía mover las piezas y me dijo que eso era saber jugar, que entender el juego era otra cosa.
Le hice la pregunta estúpida, oye, Pablo, ¿tú entiendes el juego? Me dijo que sí, Entiendo muy bien el juego, solo el juego; los ajedrecistas y las federaciones se me escapan de la razón. Jugamos un par de partidas que terminaron en jaque mate en poquísimas jugadas.
Te voy a explicar de aperturas, me dijo y soltó que las piezas tenían que estar en el centro, puso gentilicios en los peones y los alfiles, pero no entendí nada. Le dije que jugáramos otra partida y perdí, con todo y que había usado su apertura italiana. Luego me contó de la apertura Londres y fue más fácil aprendérmela porque la piezas hacían una hache. Igual me masacró. Después de otras tantas derrotas, me dijo que le había caído bien en su español estentóreo. No sé qué tanto pude haber dicho para caerle bien. Dijo que era tarde y que sabía dónde encontrarlo. Búscame, dijo al final y se fue con sus greñas como estalactitas y sus gafas de sol.
Nos vimos varias veces más, mezclando idiomas y hablando de mí. Le llegué a decir que quería saber más de él, de su vida, Pavel, cuéntame de ti, le decía. No, no, contestaba, soy un anciano raído y prematuro. Tenía cuarenta años, pelos blondos alebrestados y una galaxia espiral de alopecia en la parte posterior de su cabeza, una barba de indescifrable plata u oro.
Me enseñó aperturas, tácticas, celadas y algunas trampas, aunque nunca le gané, ni cuando decía que iba a jugar como profesor. La verdad es que tampoco me interesaba mucho jugar al ajedrez, solo lo hacía porque me gustaba estar con él; había un aura de misterio que me hacía sentir en una película a blanco y negro.
Jugué bastante después de esas sesiones. Nunca fui bueno, aunque me sabía ciertas posiciones, algunas aperturas y les ganaba a mis sobrinos y a muchos que se las daban de jugadores experimentados. A los jugadores que realmente tenían experiencia nunca les gané.
Una buena tarde, terminando los deberes, dispuesto a invitarlo a comer, no lo vi. Pasaron los días y nunca volvió.
No me sabía su apellido, puede que no me lo hubiera dicho o que solo no me acordara; no fue difícil buscar “Pavel ajedrecista” o “Pavel chess” en el buscador. Apareció una foto de Pavel sin barba y con una cabellera de deidad nórdica. Me metí a la Wikipedia y leí el artículo que me trajo a estas páginas. Cuenta que era un jugador creativo, que gozaba de los experimentos y que destacaba en juegos rápidos, aunque no era malo en formato clásico. Fue campeón del mundo en ajedrez rápido antes del auge de Dídac Faura. De haber sabido el devenir, no se habría amistado con él.
Después del imperio ruso en las sesenta y cuatro casillas, Mo Bo le arrebató la corona a Porfiri Boyko, el nuevo régimen ruso se puso en marcha para preparar a sus ajedrecistas y recuperar el trono. Bo defendió el título contra Boyko, contra Piotr Magomédov y contra Thomas Hennig, hasta que Dídac Faura puso un final.
Rescato las palabras de los contrincantes de Faura: “Sus juegos son asfixiantes, sus finales parecen de ordenador”. Vi un video de Faura en rueda de prensa y también tenía un humor seco. Decía que nadie podría contra él, que su ajedrecista favorito era él en su pico.
En su primera defensa del título, se enfrentó a Bo, con un resultado a favor de 6 ½ a 4 ½. Para el siguiente campeonato, luchó contra el temible Lukács, definido en partidas rápidas tras un intenso empate en el clásico. Siguió Alfred Hartwell, con un reñido juego definido, de nuevo, en partidas rápidas.
Después de quince años de sequía rusa, el prometedor Danya Petrenko, con un apabullante 2824 de Elo, ganó el torneo de candidatos. Faura contaba con 2885, era el puntaje más alto al que un humano había llegado. La tensión era sólida, implacable.
Se generó una expectativa global, todos apuntaban a que Petrenko tenía todo para destronar a Faura: se remitían a partidas insignificantes de juegos rápidos y blitz en los que Danya había vencido. Se hablaba mucho del equipo del ruso, se rumoreaban nombres de campeones del pasado, de prospectos juveniles, subcampeones, retadores y las computadoras más potentes. Sin embargo, los resultados de Petrenko fueron fatales. Hubo partidas que duraron hasta doce horas en las que se veía cansancio emocional en los ojos verdes de Petrenko. Faura ganó seis partidas, cuatro con blancas y dos con negras; Petrenko solo logró empates.
En los agradecimientos al equipo de preparación, Petrenko incluyó a Lukács, a Svidrigáilov, a Boyko, a Magomédov y a Mazhulin; Faura presentó a Kershenbaum, a Giroud, a Malam, a Ekström y a “un enfermo de variantes divertidas que permanecería anónimo”.
En ese momento entendí todo. Encontré una nota en la que exponían la supuesta traición, la palabrería obscena de Magomédov contra “otro desertor entre tantos desertores históricos”. Al poco tiempo, Danya se retiró del ajedrez. Su vida descendió a las tristezas más extrañas y se suicidó en su dacha de Peredélkino sin dejar explicación.
El resto de los ajedrecistas rusos se unió a la causa de Magomédov, algunos incluso recordaron la muerte de Alekhine como amenaza. Antes de desaparecer del medio ajedrecístico, Pavel dio una conferencia de prensa en la que en la que, con lágrimas en los ojos, dijo que lo que había hecho no lo hizo por las patrias ni por las personas: “lo he hecho por amor a las sesenta y cuatro casillas, lo he hecho por el alma del juego.
Se autoexilió aquí. No había muertes sospechosas desde Alekhine, tampoco persecuciones políticas graves: Korchnói vivió muchos años aun habiendo renegado de su patria en la época dorada de la URSS, jugando bajo la bandera suiza. Bien pudo haber seguido jugando, hubiera encontrado una bandera que lo cobijara y lo protegiera.
Puede ser que no hubiera aguantado los reproches ni la politiquería, que hubiera buscado paz en la desaparición; tal vez no pudo con la muerte de Petrenko y el destierro fue su forma de suicidio; puede ser que hubiera cumplido su deber con el juego. “El Gran Maestro Pavel Olégovich Mazhulin lleva quince años desaparecido”, se lee en un artículo. Ahora será una eternidad.
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