two plush toys on bedContenido

Cuento | No estás realmente aquí

Por Eiden Guerrero Zaragoza

La corriente lo arrastró hasta la orilla, el agua entró a su boca en grandes bocanadas, subió por la nariz, por donde escapó un poco en una mezcla de agua, sangre y mocos, otro poco entró por la garganta hasta pesarle la panza. No era la primera vez que ocurría, y detestaba que por más experiencia que acumulara no lograra familiarizarse con el ardor que la sal le dejaba, causando una fusión corporal entre el interior de la nariz con el fondo de la boca. 

Sus zapatos de charol estaban arruinados, sintió temor al imaginarse la tunda que le esperaría al llegar a casa. Caminó cuesta arriba por la colina, la arena le engullía los piecitos con cada paso; se topó con una concha enorme, casi del tamaño de su mano, rayas cobre decorando el lomo, la guardó en la bolsita del pecho de su overol y continuó caminando. Las luces de la cerca estaban encendidas, su padre las habría dejado para él. A lo lejos observó a su madre en la cocina de pie frente al ventanal, cigarro en una mano y en la otra una granada cuyo jugo le escurría por todo el largo de su antebrazo. Miraba al horizonte como esperando por alguien. Bien sabía, que sin importar cuánto lo deseara, ella no esperaba por él.

Justo al pie de la cerca, Gus se examinó: sus rodillas estaban raspadas, también los codos, se encontraba empapado de pies a cabeza y la cara le ardía, aunque no podía distinguir en qué parte exactamente. Inhaló y exhaló metódicamente, justo como su tío le había enseñado cada que jugaban. Tienes que llenar los pulmones e inflar la barriga, le dijo, lo retienes tres segundos y lo sacas en cinco, te sentirás mejor después. Abrió la reja de entrada y de golpe todo se detuvo, súbitamente, cayó por un túnel oscuro y húmedo, gritó por sus padres, pero nadie lo halló fuera. Mientras caía las paredes se cerraban lentamente hasta por fin atraparlo, colgaba boca abajo cuando la presión le hizo devolver el agua. Gritó una vez más por ayuda, nadie acudió. Las paredes se dilataron de golpe, así continuó su trayecto en picada. Al final: el agua, las olas y las gaviotas, después el impacto. 

Despertó con un resuello, la lámpara de su cómoda aún giraba las siluetas espaciales por todo el cuarto, astros y cohetes fundiéndose con el papel tapiz cerúleo. Con vergüenza retiró las sábanas para confirmar su sospecha, sus piernas y el colchón estaban empapados, apretó los labios secos para contener las lágrimas, técnica infalible ante cualquier situación. Tomó a su beluga de peluche, la apretujó contra su pecho y con susurros le pidió que le diera fuerza, también un poco de valentía; debería soportar los regaños, después de todo solo los bebés llorones mojan la cama. 

Dio brinquitos descalzo hasta la puerta, pegó la oreja contra la madera pero no escuchó nada, sus padres ya deberían estar dormidos; tramó astutamente su misión: si era lo suficientemente callado podría escabullirse hasta el armario, hurtaría la muda limpia de cama y por la mañana lavaría la sucia en la ducha, o en el lavadero si despertaba antes de que la alarma sonara. Pidió confirmación a Bel, quien le dio luz verde, sus ojos de botones alentadores. 

Gus giró cuidadosamente el picaporte, abrió poquito a poquito, los pasadores de la puerta chillaron dolidos en el eco del pasillo, Gus se detuvo aferrado a la madera, se quedó muy quieto a la espera de cualquier alerta de movimiento. Nada. De puntitas avanzó por el pasillo sintiéndose poderoso con cada tramo recorrido, el perfecto espía. 

Como era de costumbre la puerta de sus padres estaba abierta por lo que tuvo que ser aun más cauteloso considerando que no llevaba calcetines. Del marco de la puerta se asomó la esquina de la cama seguida por los pies chuecos de su padre, entonces se sobresaltó al notar una sombra, no, una figura al pie de la cama. La luz entrando por la ventana le iluminó pálido como una mancha en el espacio que levantaba las solapas de su centro, una chamarra, para guardarse algo en el pecho. 

La figura, un hombre, giró la cabeza al golpe del látigo, para toparse torpemente con la mirada del niño en pijama bajo el umbral de la puerta. Claramente impresionados mantuvieron el silencio hasta recobrar la presencia. 

––¿Y tú quién eres? ––preguntó el hombre mientras revelaba su rostro triangular al despojarse de la capucha. 

––¿Mamá? ––llamó Gus mientras extendía el cuello para ver mejor. El señor miró por sobre su hombro e inmediatamente se dirigió a Gus, lo tomó suavemente por los brazos para llevarlo fuera y cerrar la puerta detrás de ellos. Se acuclilló frente a él y lo inspeccionó hasta notar la humedad en su pijama.                  

––¿Necesitas ayuda con eso? ––. Gus asintió apenado, trayendo a Bel hasta su boca. El señor recorrió con la mirada el pasillo, como si buscase algo; Gus notó lo calientes y mojadas que estaban sus manos, la frente amplia y brillante, los ojos de gato aparrado. 

––¿Tu cama necesita ropa nueva? ––. Gus asintió––. ¿Están aquí dentro? ––. Asintió. 

––Ok, quédate aquí ––. El señor entró nuevamente a la habitación, sin olvidarse de girar el pestillo para asegurarse que el niño sorpresa se quedara afuera. Después de los que no pudieron ser más de cinco minutos, una eternidad para Gus, emergió del cuarto con la muda de cama en brazos.

Por más que se estiró sobre las puntas de los pies Gus no pudo ver a sus padres. Deben estar muy dormidos, pensó, mamá toma esas pastillas azules que le ayudan a conciliar el sueño, aunque en realidad no sirven para disimular lo cansada que luce. Probablemente papá también haya tomado una dosis; recuerda aquella vez que papá tuvo que salir a las calles en busca de ellas cuando mamá parecía tener integrada una chimenea; aprovechando que Gus tampoco podía dormir gracias a las pesadillas, se subió a la parte trasera de la camioneta y emprendió un cansado viaje hasta el otro lado de la ciudad para comprar la marca adecuada; esa noche papá tomó dos tabletas de camino a casa.  

Gus regresó a su habitación, profundizando en si debía confiar en que ese señor lo acompañara, pero se reconfortó al recordar que ni papá o mamá se enfurecían cuando un extraño lo llevaba a la cama.

Estiró su brazo más allá de la cabeza para encender la luz y enseguida se apartó para dejarlo entrar. El señor carraspeó una, dos veces antes de darse a la tarea de reemplazar las sábanas, doblándolas una sobre la otra; en ningún momento hizo muecas de disgusto o lo miró con desaprobación. Gus concluyó que eso le agradaba.                                                           

De vez en cuando lanzaba miraditas furtivas a la puerta, ¿debería despertarlos? No, mamá se enojaría, concluyó.

Una vez terminado, el señor buscó en los cajones de la cómoda, hasta hallar el pijama de repuesto, que era un par de pantalones con estampado de estrellas y una blusa de manga larga. Con un movimiento de cabeza le indicó que se acercara. Gus obedeció, a veces se le daba bien hacerlo.

––Hola. Soy Val ––. El señor sonrió amigablemente. 

––Hola ––respondió cautelosamente. Miró a Bel buscando una guía. Creo que es seguro, ¿no es así? le preguntó, Bel afirmó con su característica mirada de botones chuecos. 

–– Soy Gustavo, pero todos me dicen Gus, y esta es mi amiga Bel. 

El señor (Val) rió sutilmente, no como esas risas condescendientes o burlonas que los adultos suelen reservar para los niños, era una agradable risa.

 ––Encantado de conocerlos. Ahora Gus, tenemos que cambiarte el pijama, está sucia ¿Estás de acuerdo? ––. El niño accedió. Satisfecho, el hombre dejó el montón de ropa sobre el suelo. Gus colocó el peluche sobre la cama y levantó los brazos esperando ser desvestido. Una vez en calzoncillos, temblando por el ambiente frío, se apartó de un salto antes de que le calzara la blusa limpia, Val se congeló. 

––¡No! Estoy cochino, debo darme un baño. 

Con extrema paciencia Val asintió y salió del cuarto, Gus escuchó que entraba por la puerta contigua, al baño: corrió la cortina, abrió el grifo de la bañera y a los pocos minutos regresó con la batita azul de Gus colgada al hombro.  

El agua estaba perfecta, ni demasiado caliente como mamá la preparaba o tibia como papá; Gus le agradeció mientras alcanzaba el barquito de hule encallado en una esquina de la bañera. 

––Debo hacer algo, ¿estarás bien si te dejo unos minutos? ––. Gus asintió casi ofendido, claro que podía estar solo, ya no era más un bebé. Al cabo de unos minutos se escucharon fuertes golpes fuera, uno, silencio, dos, silencio. Incapaz de aguantar la curiosidad, Gus salió de la bañera procurando no hacer mucho ruido, corrió hasta la puerta y ojeó por la rendija. Estaba oscuro, pero distinguió a Val arrastrando algo por el piso, algo pesado. Sorpresivamente inquieto regresó a la bañera, debía quedar muy limpio o lo regañarían. 

Después de un tiempo Val regresó, tomó la bata y la estiró para Gus. Con movimientos delicados secó su cuerpecito y cabello, después le ayudó a ponerse una camiseta de tirantes y un par de boxers blancos. El hombre apartó las botellas de plástico del mueble del lavamanos, pasó la toalla del perchero por la superficie y sentó a Gus en una esquina. Entonces notó que Val sacaba una botellita de agua oxigenada, algodón y una caja de curitas del botiquín que su madre guardaba a un costado de las escaleras. 

––¿Cómo te hiciste eso? ––. Sus piernas tenían varios raspones colorados, pero no le molestaba, esos siempre estaban ahí. 

––Me caí ––Gus respondió como si fuera lo más normal del mundo tener las piernas en ese estado, y peor aun ser mandado a la cama sin ser atendido. Advirtiéndole del dolor, Val desinfectó meticulosamente las heridas, cuidando todo el tiempo las reacciones del niño, una vez terminado lo felicitó por ser tan valiente, Gus infló el pecho orgulloso, exclamando que apenas percibió un leve ardor. 

Val desaguó la bañera, juntó los juguetes de nuevo en la esquina de la bañera y espero a que se pusiera el pijama. 

––¿Por qué no te quitaste también la ropa? 

––¿Cómo? ––. El hombre se secaba las manos cuando lo miró con expresión confundida, perpleja. 

––¿Por qué no te quitaste también la ropa?

Las palabras se le atoraron en la garganta, tuvo que carraspear dos voces para echar a andar las cuerdas vocales 

––¿Por qué me quitaría la ropa?

Gus se encogió de hombros.

––Alán lo hace. Le gusta jugar así conmigo. 

Val se acuclilló frente a él, lo miró de pies a cabeza, como su madre lo hacía cada que regresaba a casa, y le tocó tiernamente la cara, su mano seguía caliente pero no húmeda. Gus no lo comprendió. 

–– ¿Quién es Alán? 

––Mi tío.

––¿Juega mucho contigo? ––. Gus asintió, de pronto inseguro, quizá dijo algo que no debería, pensó. Val tomó su mano y lo llevó de vuelta a su habitación; esta vez la puerta de sus padres estaba abierta. 

Tomó a Bel contra su pecho y se sentó sobre la cama, sus pies rozaban la alfombra. Val se quedó en la silla del escritorio encarándolo, con el ceño fruncido y el dedo índice frotando sus labios. Parecía esa famosa escultura del tipo pensador a la que le habían llevado a ver hace tiempo.   

Gus miró por la ventana y encantado notó como el cielo comenzaba a esclarecer, se alivió al recordar que hoy no había escuela, podría dormir hasta después de la alarma. Contempló nervioso la idea de pedirle a Val que lo arropara, de lo contrario no podría concebir el sueño. Val se movió rápido, posiblemente demasiado, hasta arrodillarse frente a él. Sorprendido dejó que lo halara en un abrazo. Le gustaban los abrazos, pocas personas le daban uno, aunque el más especial era el de su padre, a pesar de ser escasos, lo hacían sentir calientito y querido. Olía a sudor y cigarro, pero que va, Gus no se apartaría mientras se sintiese seguro. Val lo oprimió contra su pecho por un largo rato, mientras dibujaba pequeños círculos en su espalda con sus pulgares, entonces se apartó con un quejido ofuscado, temblaba y lloraba, su expresión serena se calzaba con una máscara de total agonía. Gus no supo qué hacer ante el caudal que borboteaba a la par de los estridentes quejidos; se halló confuso al enfrentarse con la ferviente certeza de que los adultos no lloraban, no así, como expulsándose en sollozos por la boca, eso era cosa de niños. Se negó a reaccionar como lo harían con él, no se mofaría, no se avergonzaría, no lo reprimiría, en cambio limpió con la maga de su pijama el salobre recorrido de las lágrimas. 

–––El mar ––dijo Val con voz entrecortada––, hay mar dentro de ti ––. Acongojado Gus asintió, después de todo el escozor en su garganta jamás desaparecía. ––No estás realmente aquí –– susurró. 

A la distancia el mar rugía indecoroso, gotitas caían desde el cielo mojando la tierra. Expuestos ante la fría mañana, niño y hombre se miraron, de pronto familiarizados, como si reconocieran el abismo en los ojos caídos del otro.

Val tomó píe, miró a cada extremo de la habitación hasta que su mirada regresó al niño en la cama. 

––Vendrás conmigo ––. Gus balanceó sus pies nerviosamente, ignorando la mano frente a él––. Te prometo que nadie más te va a lastimar–– la voz cargada de cobijo le hizo sonreír, un diminuto hoyuelo se asomó por su regordete cachete, y tiritando, aceptó el agarre cálido y húmedo de Val. 

Bajaron por la escalera, está vez Gus no miró a la habitación de sus padres. Val lo envolvió con la chamarrita azul que tanto le gustaba y le calzó las botas de hule descansando a un costado de las escaleras. Sin soltarse de la mano, salieron por la puerta delantera y caminaron colina abajo, con la mirada pegada al amplio cuerpo azul al frente. 

El mar los recibía con oleaje violento retumbando contra las rocas, el viento soplaba plácidamente, la lluvia les mojó la coronilla, las olas se tragaron sus pies y las gaviotas graznaron al amanecer. No más caídas, no más temores, no más agua en los pulmones.

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