Por Axayácatl Tavera Rosales, corrector de Zompantle.
Me levanté de buen humor y, después de mucho tiempo, con ganas de escribir algo. Una taza de café y un lobo aullando blues en vinilo. Esto es todo, no necesito más.
Estos últimos meses han sido un poco difíciles, lidiaba con la presión nacida del desempleo y la creciente incertidumbre ante la inminente llegada de mis treinta. Además, está el detalle de mi no tan sano compromiso, u obsesión, con ciertas ideas que me llevan a “apegarme” a algunos proyectos y quedarme ahí, hundiéndome con el barco mucho después de que las ratas han escapado, me quedo hasta que no hay más que cenizas y solo entonces paso a algo nuevo que con el tiempo también se derrumbará. Ahora que lo pienso, la situación es extrañamente similar a Mother!, pero bah, da igual, ese no es el punto.
Hace unos días, por curiosidad, me puse a googlear a algunas de las personas que conocí durante la universidad. Sentí cierto tipo de celos al darme cuenta que algunas de ellas, la mayoría, han sabido lidiar con la vida, tienen empleos regulares, están “saliendo adelante” con una proyección al mundo que ciertamente mi persona es incapaz de lograr. Claro que también están los parias, es decir, mis amigos, cuya situación es más o menos similar a la mía. Me parece no haber logrado gran cosa desde que terminé la carrera, menos aún después de la maestría; en su lugar, he adquirido una colección importante de rechazos como el de la beca de la FLM, el FONCA, el concurso de cuentos de Tierra Adentro, un puñado de “nosotros le llamamos” de varias preparatorias para dar clase (algo que le atribuyo a tener en mi curriculúm un cuento que en su título tiene las palabras “encanto” y “pornográfico”, aunque, en realidad, el texto no tenga nada que ver con la pornografía), y, más recientemente, un silencioso desprecio por parte de un doctorado de UAM, pero ¿qué se le va a hacer?
Pareciera obvio que en esto de “el arte” el reconocimiento del trabajo que uno hace depende del grado de exposición que uno tiene; no es lo mismo estar todo el día escribiendo hojas y hojas de una novela que puede ser brillante pero nadie leerá, a estar publicando constantemente cuentos o artículos en alguna revista, ¿es lo mismo publicar en, no sé, Nexos, por ejemplo, que aquí con nosotros en Zompantle? De primeras, pensaría que no importa porque creo que quien se dedica a algún arte no lo hace por la fama o inflar su nombre, pero también es verdad que el mero hecho de ver tu obra colgada en la red te da cierto grado de reconocimiento, principalmente propio. El saber que alguien te leyó, le gustó y dijo “esto vale la pena, todos deberían leerlo”, te alienta a seguir por ese camino, a seguir escribiendo. Pero, volviendo al punto inicial, parecería que el propósito del creador es ser visto y, aún más, ser validado por una comunidad.
Antes del internet, publicar un texto, colgar una pintura, grabar una canción, era similar a dejar libre un animal salvaje que corría desbocado por un campo y luego de varios días, meses o años, volvía de tierras lejanas con cartas de aquellos en quienes había dejado la marca de sus fauces. Parecería que era más fácil determinar el alcance de una obra, pero también la percepción de ello era más incierta para el artista. Hoy, en cambio, la respuesta es más inmediata, todo depende del follow, los retweets, los likes y las veces compartidas; hay una sobreestimulación en el medio digital que, cuando dejas suelto a tu animal y él nunca vuelve, la sensación de haber perdido una parte de ti puede ser devastadora.
Dicho en concreto, el reconocimiento sí es importante para el artista, todos los años de trabajo en tu novela solo valdrán la pena si Anagrama te edita, si tu corto participa en el festival de Morelia o si al googlearte aparecen cincuenta páginas de resultados. Desde esa perspectiva, el ser y hacer están ligados de tal modo que uno solo vale si su trabajo vale, lo que probablemente no sería tan terrible si el suelo fuera parejo y todas las personas tuvieran las mismas oportunidades, pero es obvio que no. Este hecho tiene como consecuencia la cultura de la competitividad, el premio al esfuerzo, algo que podría parecer benéfico, excepto por el enorme detalle de que solo funciona para los que “vencen” mientras que el resto somos devorados por el estigma de la mediocridad. Con esto no quiero decir que los que triunfan no merezcan tal reconocimiento, salvando los casos en los que hay una clara ventaja socioeconómica, pero ese es tema aparte; claro que quien tiene éxito merece nuestro reconocimiento, pero ese mérito personal no tendría que aplastar al resto de la población, algo que los ideales del emprendimiento ejercen de manera sistemática y constante.
Recuerdo el caso de la hermana de una amiga. Ella, la hermana, tiene estudios de posgrados y da clases en un CCH, creo. Mi amiga la admira porque logró estudios universitarios pese a las dificultades personales y familiares. Me parece que fue la primera de su familia con estudios superiores y seguramente, si hubiera seguido por ese camino, habría logrado estadías en el extranjero, becas, publicación de libros, todos esos galardones y reconocimientos propios de la academia, pero ella optó por otro camino; regresar a su tierra, tener dos hijos y ser feliz. Visto desde la mirada del éxito, ella está en la misma bolsa que yo, porque en lugar de viajar y “crecer” profesionalmente decidió conservar un empleo que tal vez no le dé un renombre e iniciar una familia, pero si eso era lo que ella quería, si eso es lo que la hace feliz, ¿qué rayos importa si es “exitosa” o no?
Habrá quien esté de acuerdo o no con Aristóteles pero, en lo personal, no veo cómo rechazar la idea de que el sentido último de nuestra existencia debe ser la felicidad. Yo voto por el eudemonismo. En realidad, sostengo la idea de que la vida no tiene un propósito y es vacía, lo que nos posibilita llenarla con lo que se nos dé la gana, y lo más sensato es hacerlo con lo que nos dé felicidad.
Desde hace algún tiempo he intentado actuar sin seguir un propósito específico; caminar sin rumbo, caminar para perderse y no buscar, eliminar todo tipo de pretensiones tras los actos y actuar sin esperar algo. Idealmente tendría que llegar a un punto de desapego hacia todo, sobre todo al yo, pero de momento me conformo con no tener expectativas en el ser y el hacer. Tampoco sé si lo he logrado, seguramente no, resulta paradójico el esforzarse para negar el esfuerzo, en intentar no intentar ser algo, pero, siguiendo esa lógica, en realidad, tampoco importa mucho. Por ejemplo, llegué a Zompantle básicamente por casualidad y aunque, es cierto que tengo un compromiso con la revista, es algo que hago con sin peso del “trabajo” porque, bueno, no es un empleo, es algo que hago de manera voluntaria. Me gusta leer los textos que llegan porque, en la mayoría, son palabras que alguien escribió sin esperar algo a cambio, nuestro correo es una jauría inmensa de fieras salvajes que solo quieren dejar su marca en alguien. Adoro esa sinceridad y me gusta este trabajo porque no espero nada más allá de lo que me da.
Al final, creo que para el bien-estar es necesario eliminar las expectativas de lo que uno debe ser en la vida, en un empleo o como pareja, hacer las cosas sin una razón más allá del “porque quiero hacerlo”, siempre que ello no implique evadir responsabilidades ni primar por el egoísmo, mucho menos dosificar el afecto que uno pudiera sentir por alguien, hay una línea muy delgada entre hacer lo que se quiera y ser idiota. De momento, en mi caso particular, lo que quiero es poder perder mi tiempo entretenido entre libros, películas y música, estar aquí, lejos de cualquier pretensión y quitarle la correa a mi animal para que se pierda sin esperar su regreso.
Categories: Axioma en movimiento, Contenido, Destacado, Ensayos