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Cuento | Perros de la calle

Por Alejo Tomás Ambrini

Para Mariana y Paula

Los mejores días habían sido los que acababan de pasar. Para ser exacto trescientos cincuenta y nueve días, ni uno más, ni uno menos. Los que quedaban eran un suplicio ingobernable, innecesario y dramático. Pasada la medianoche o quizás más bien un poco antes, se les había tomado costumbre, desde hacía ya varios años, que los festejos fueran más temprano. No sé si por ansiedad, aburrimiento, para molestar o por el simple hecho que uno no piensa en los otros para tomar decisiones. 

Esta historia la escuché unas cuantas veces. Cuando me da la gana, la cuento en reuniones familiares en el apogeo del fin de la fiesta, ese que comienza cuando ya uno está cansado de mirarse la cara y se aferra a conversaciones triviales para matar el tiempo que no avanza más. Desconozco dónde ocurrió, pero sé con certeza que fue en un pueblo. Esos pueblos chicos, donde los chismes, rumores y envidias viajan más rápido que un tren bala donde los bulevares son anchos, de césped prolijo y las luces alumbran poco por la noche, donde las personas andan en bicicleta hay pocos autos y muchos pozos, donde los caminos no van a ningún lado, donde en invierno los fríos son insoportables y en verano los calores agobiantes, donde hay una sola plaza para todos los habitantes, pero igual no importa porque entran todos. 

Muchos me han dicho que aquella plaza, la de ese pueblo, tiene una estatua en el medio, que hay pocos juegos y que están vandalizados, que hay varios árboles secos apoyados sobre el pasto y que los usan de asientos, que enfrente hay una iglesia. Justo en esa iglesia de paredes anchas, de color blanco y una cruz firme que mira al oeste, los días veintitrés y veinticuatro de diciembre se venden fuegos artificiales. Esos que espantan a los animales porque hacen ruido. Acá la costumbre no mata al placer, al contrario, sus habitantes esperan con ansias la venta de pirotecnia. Lo hacen desde temprano, muy temprano, a eso de las siete de la mañana ya se acercan a la iglesia, expectantes, como si fuera un sorteo o entrega gratis de comida. 

Da pena saber que sus sueldos, cortos y sin esperanzas, los gastan en eso. Quizás no haya pan dulce, sidra o un turrón vencido dentro de una heladera que ya no enfría, pero sí sobra pólvora negra, polvillo de acero, el zinc y el cobre. No alcanza la comida ni para los pobres animales domésticos que con desazón quisieran tener manos para taparse los oídos; gritar, escapar y huir. 

Los pocos bichos que quedan en el pueblo son flacuchos, rengos y tuertos, y por más que algunos días no coman ni beban agua limpia, al llegar diciembre sufren más que en todo el año, es como si lo percibieran. La llegada del último mes del año es agonía pura. En sus ojos apagados  se observa,  la ruina de los brillos de los cielos, que arrollan el silencio, que presumen alegría y esconden miseria. Pero, los hartazgos tienen finales y ahí se vislumbran los comienzos. 

Desconozco cómo sigue todo en el pueblo pero sí sé cómo terminó aquella víspera de navidad.

Aquel día, ese veinticuatro, parece que hubo una comunicación, como si se hubiesen mirado entre ellos y el entendimiento produjo, en un abrir y cerrar de ojos, un pacto. Sí, un pacto entre ellos, entre esos perros, los pocos que quedaban, de diferentes razas, la mayoría de origen callejero. Se transmitieron una idea, un pensamiento que era unánime. Uno por uno, lo fue contando a través de ladridos, miradas, gruñidos, movimiento de cola o una lengua caída por la sed. Como soldados esperando la hora señalada, iban a tomar lo suyo. Esa noche los gritos de perros inundaron el cielo. Se escucharon muy pocas explosiones, algunas ni llegaron a buen puerto, dicen que todavía siguen las cañas de maderas dentro de botellas vacías en las calles de las puertas de las casas, que los petardos carcomidos por la humedad ya no volverán a ser utilizados, que los encendedores no funcionan. 

Hilos de sangre con un poco de saliva mancharon las calles hasta la entrada de la iglesia. Antes del amanecer, el plan había finalizado. Amontonados, con caras satisfechas y con las colas felices, uno por uno, arrojaban una oreja en la pequeña escalinata santa. Orejas jóvenes, viejas, deformes, chicas, parecidas a chinchulines. La mayoría de los perros venían al trote, sus miradas alegres y sus pasos vivaces, los pedazos de carnes humanas y cartílagos entre los dientes. Todas fueron depositadas como una ofrenda en el umbral de la casa de dios, desde aquella noche sé que ya no se venden más fuegos artificiales, que los mejores días habían vuelto para los perros; sin embargo, los habitantes del pueblo no dejaron rastros. 

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