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Cuento | El gato López

Por Claudia Gil de la Piedra

Este es el barrio del Arbolito, un barrio minero cerca del centro de Pachuca, aunque aquí ya no quedan muchos mineros. Lo que sí había eran pandilleros. Hasta hace poco varios grupos se juntaban afuera de las vecindades, pero poco a poco han caído presos, muertos en alguna riña o no sé qué, pero desaparecen. Yo solo veo desde lejos las madres llorosas, con delantales de cocina y bolsas del mandado salir a contar cómo sus hijos ya no están.

Yo vivo en un callejón estrecho, en una casa de adobe muy vieja. Es la casa de Alejo López. ¡Pobre Alejo! siempre está sentado en el mismo sillón, todo el día. Desde que no puede ver se pasa las noches llorando, pidiendo a Dios morir; y los días, para que nadie lo vea, cubre su llanto con música fuerte, mambos y guarachas, sube todo el volumen y se queda pensando, como si viera otra época. Luego, se queda dormido con la boca abierta.

En otro tiempo, Alejo tuvo una familia, como todos, claro. Se casó y creo que tuvo dos hijos, creo, porque al hijo nunca lo vi, solo escuchaba a su mujer siempre hablar de él como de un fantasma. La hija trabajaba todo el día y la nieta —la hija de la hija—; ella me trajo aquí. No recuerdo nada antes de eso, era muy pequeño. Ella me acariciaba suavemente y siempre me hablaba con voz amable. Yo estaba siempre con ella desde que volvía de la escuela; ella leía muchos libros mientras yo me sentaba en su regazo aspirando el humo de sus cigarros.

Todos los días era lo mismo, nunca parecía cambiar nada. Alejo era músico, tocaba unos tambores que llamaba bongós y escuchaba una música muy aburrida; después veía la televisión toda la tarde y los fines de semana se iba a tocar a fiestas y reuniones. Creo que era feliz, creo que todos lo éramos, menos su hija. Ella iba a su trabajo y al llegar a casa se quejaba de todo y se encerraba en un cuarto grande. Después bajaba a ver la televisión con Alejo. Él la quería, puedo decir, porque casi no hablaba con nadie y estando con ella las palabras se dejaban oír en la sala, imponiéndose al ruido del televisor.

De la mañana a la noche, los que vivían conmigo se levantaban, iban a la escuela, al trabajo, regresaban y tenían vidas aburridas y normales. Lo raro era que nunca hablaron con ningún vecino, no tenían amigos, nadie además de ellos entraba o salía de la casa. Era una casa extraña, eso sí. Era como una barda enorme que cerraba el callejón, tenía una puerta muy pequeña que apenas se veía al acercarse. La puerta tenía unas tejas que cubrían la entrada y, a su vez, estaban cubiertas por una buganvilla rosada. Abajo, un lavadero, más abajo un gallinero viejo y cosas que ya nadie usaba. La puerta de la sala era de cristal. Parecía que uno pasaba a otro mundo al cruzarla. Del patio de cemento, el gallinero y la letrina, se pasaba a la sala con televisión y un baño con regadera, aunque el olor a viejo penetraba por toda la casa.

Así pasaron un par de años hasta que un día, el enorme espejo que estaba en el comedor explotó. La esposa de Alejo predijo desgracia. Los vidrios volaron sin que aparentemente nada los hubiera golpeado. Alejo ya veía borroso y no pudo recoger los vidrios. Cuando su nieta llegó de la escuela los recogió. La abuela le pidió que los pusiera en una cazuela llena de agua con sal, pero la nieta solo los tiró a la basura. Nadie supo nunca que yo rompí el espejo brincando para perseguir una mosca, pero lo extraño es que todo cambió después de eso. Un mes después Alejo perdió la vista por completo a pesar de sus tratamientos. Entonces enloqueció. ¡Pobre Alejo!, estaba tan triste que el volumen de su música subió y ya no se podía escuchar nada más en todo el callejón. Después de tantos años de haber vivido ahí, su hija se mudó a otra ciudad; cansada de su trabajo mal pagado, decidió irse de ahí. Volvió pocas veces. Entonces supimos que la casa tenía algo. Cuando ella se fue, todo pareció cambiar: su peinado, su ropa, su modo de hablar, casi parecía contenta. Pero en nuestra casa, nada cambiaba. Al final, la nieta, de quien yo dependía totalmente, conoció a un muchacho en otra ciudad, se casó y se fue. Entonces la abuela, que no me quería, me echó a la calle.

La primera vez caminé por el barrio, despacio, observando. No era el mismo que yo veía desde la barda de la casa de Alejo. Había muy poca gente joven, ya no había grupos sentados fuera de la vecindad y en vez de escuchar noticias y boleros se escuchaba una música muy rara. Recuerdo haber escuchado una canción que decía mi nombre ¡Resiste López! Y así decidí resistir y volver a casa. La esposa de Alejo me echó otras tres veces. Cada vez veía más cambios en las calles: una papelería donde antes era el molino, una tienda donde era la carnicería, la panadería cerrada y muchas casas vacías.

La última vez que me echaron fue cuando sucedió. Aún no era medianoche, vi de repente a unos muchachos corriendo detrás de mí. Yo sabía que no podrían alcanzarme, pero de pronto sentí un golpe que me adormeció una pata. Otra piedra y, de pronto, ya no sentí nada. No puedo recordar cómo llegué a casa. Cuando llegué, crucé la puerta de cristal y no pude ver a Alejo en su sillón. Mi comida estaba donde siempre, pero las luces estaban apagadas. En la oscuridad vi dos siluetas. Alejo y su esposa estaban sentados, cada uno en un sillón, sin mirarse y sin hablar. Creo que cada quien veía un mundo de danzones y boleros a través de la puerta de cristal, desde donde podía verse el lavadero del patio y también el gallinero y las cazuelas de barro que ya nadie usaba. Pensé que solo habían pasado tres días, pero ellos parecían haber estado clavados en sus asientos durante años.

Subí a la barda para echar un vistazo a la calle. No había nadie. Ningún muchacho correteando gatos, ninguna mujer con delantal ni bolsa del mandado. Las paredes de la vecindad de enfrente estaban descarapeladas y ya no se oía ninguna música en el callejón. Alejo ya no ponía sus discos de boleros ni las noticias en la televisión. Ahora hace mucho frío en casa y casi siempre está oscuro. Todos los días veo a Alejo en el mismo lugar, creo que su esposa ya no viene a sentarse con él. A veces se escuchan carros pasar por las calles de arriba, aunque ya no quiero salir de casa. Me da miedo. Ahora solo me queda un ojo que puede ver también de noche. Pero no puedo ver eso que ven los ojos de Alejo ahora que ya no ve. Creo que sigue viendo sus fiestas, sigue tocando sus tambores y escuchando su música. A veces sonríe, aunque no sé por qué. Nunca habla.

Ayer vino su nieta. ¡Me dio tanto gusto verla! Creo que ella no me vio. Estuvo un momento y no quiso entrar en la casa. Dijo que iban a venderla; vino con un señor que tal vez va a comprarla y dijeron que ya estaba vacía. Sigo sin saber cuánto tiempo pasó. Para mí, la casa no está vacía. Aún veo a través de la puerta de cristal los sillones y el comedor. Ella no nos ve, se aleja con su acompañante. Alejo sigue sentado sin hablar en el mismo lugar y yo sigo preguntándome dónde pude haber perdido mi ojo.

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