Por Emiliano Mondragón
Para el pájaro que cantó brevemente en mi ventana.
Hacia el final de la tarde, un pequeño pájaro se paró en mi ventana. Yo leía acostado sobre la cama y no lo noté hasta que pió con fuerza una única vez –como queriendo llamar mi atención–. Era un tordo de resplandeciente pecho amarillo y ojos del color de la obsidiana.
Me levanté y con un gesto lo invité a pasar.
El tordo entró batiendo sus alas con suavidad. Estaba exhausto. Se posó sobre el respaldo de la silla de mi escritorio y movió la cabeza de un lado al otro con mucha angustia. Yo lo veía mudo.
Entonces me dijo, con voz dulce y melancólica, que estaba preocupado porque había perdido a su parvada. Me dijo que se distrajo al contemplar la puesta del sol sobre las nubes blancas y distantes (pues disfrutaba de ver las sombras que se proyectaban sobre las inmensas bolas de algodón). Me dijo que cuando las nubes se apagaron él ya no pudo ver a su familia. Así que voló a la deriva por un largo rato, me dijo, hasta que distinguió una inmensa masa negra que se dirigía hacia el oeste. Voló deprisa, como nunca antes, pero cuando la alcanzó, me dijo, se dio cuenta de que se trataba de un nimbo que pronto se desbarató sobre el piso en forma de pesadas gotas azules.
El tordo lloró cantando largo rato hasta quedarse dormido. Lo acurruqué sobre mi almohada y lo dejé descansar en mi escritorio. Encendí la lámpara y acerqué el foco a su pequeño cuerpo emplumado y abatido para que no pasara frío durante la noche. Quizá mañana encontraría a su familia.
A la mañana siguiente me dirigí a la mesa, mi tordo seguía dormido. Preparé café y puse algo de música. A muy bajo volumen para no molestarlo. Pero él no despertó.
Me acerqué y lo moví ligeramente con la punta de mi inicie. Mi tordo había muerto. Solo entonces noté que sus brillantes plumas amarillas eran, ahora, una pechera gris y apagada. Como lo han de ser ahora todas las pecheras que usaron los hombres de antaño. Y que, detrás de sus párpados, ya no centelleaban brillantes rocas negras, sino que ahora solo quedaban dos migajas de carbón.
Tomé a mi pequeño pájaro entre las palmas de mis manos, lo acerqué a mi corazón, le di un beso de despedida y lo dejé sobre el alféizar.
Al poco rato, un inmenso ruido eclipsó los cláxones de los coches y los escapes defectuosos de los peseros. El cielo se oscureció rápidamente. Pensé que llovía y corrí a cerrar la ventana. Pero no era lluvia lo que vi, sino espesas nubes de pájaros que lloraban desesperados.
Grité y les hice señas con los brazos para decirles que su hijo estaba aquí. Súbitamente, un centenar de alas negras arrasó con mi habitación. Sentí sus picos y garras arrancarme la piel y los cabellos. Súbitamente todo volvió a la tranquilidad. El cielo se despejó y no hubo un solo ruido por un instante.
Mi tordo ya no estaba en el marco de la ventana. Su familia lo había encontrado, después de todo.