Por Axayácatl Tavera Rosales, corrector de Zompantle.
Recuerdo una ocasión en la que Paco y yo fuimos a un bar en el centro, no estoy seguro del motivo específico por el que nos vimos, pero para embriagarse las razones son lo de menos. Eso fue cuando el mundo era mundo, cuando uno podía andar por la calle sin el temor de ver al descubierto el rostro de las demás personas; parecen ajenas las acciones inherentes a la convivencia, como el compartir una caguama, pero en fin, ese no es el punto.
Aquella vez, en algún momento de la conversación, nos preguntamos qué libros nos llevaríamos en el caso de quedar varados en una isla desierta. No estoy seguro de cuáles fueron las respuestas de mi amigo, ni de las mías, porque para ese entonces ya estábamos algo borrachos, pero de lo que sí estoy seguro es que dije que los libros que yo me llevaría serían los más extensos, libros que en aquellos días difícilmente leería de una sentada.
Leer es como beber cerveza. La primera vez que probé la cerveza me pareció amarga y con mal sabor, pero conforme fue pasando el tiempo le agarré gusto; exactamente lo mismo pasa con los libros y quien crea que la lectura no puede ser igual de nociva o que no embriaga, que se lo cuenten al querido señor Quijano.
A lo que quiero llegar es que pasa algo raro con la lectura, creo que, efectivamente, se trata de un gusto adquirido. Todas esas campañas de “lee 20 minutos al día” me parecen tan absurdas e inútiles como la idea de viajar siempre con una maleta de emergencia con libros gordos por si uno se estrella en una montaña inaccesible. Cuando era niño no me gustaba leer, entonces lo veía como una imposición, algo que debía hacer por obligación, y como tal, me causaba cierto rechazo. Pasó el tiempo y ya en la preparatoria sucumbí al placer de las letras, fue un proceso gradual, así que no podría determinar cuál fue el momento específico en el que me empezó a gustar leer realmente.
Desde entonces he ido catando varios tipos y sabores de letras. No quiero que esto suene presuntuoso, sé que hay gente que lee más que yo y quien menos, pero eso solo significa que somos personas distintas y ya está. Hay quienes se embriagan diario, quienes solo los fines de semana y los que son mayormente abstemios.
Pese al gusto que tengo por los libros, hace un par de años los había dejado de lado, mayormente porque me estaba dedicando a actividades más físicas; no diría que trabajaba, ya que en realidad no ganaba dinero, pero sí desempeñaba actividades que me exigían una dedicación casi contractual. La cosa es que no había leído, no tanto por elección, sino porque no encontraba el momento adecuado para sentarme y dejar que el tiempo pasara mientras daba vuelta a las hojas. Al menos así fue hasta el año pasado, el 2020, y pasó lo que todos sabemos que pasó.
Soy consciente de la fortuna que significó poder permanecer en cuarentena y no tener que arriesgar la vida, propia ni de mis seres queridos, al salir a trabajar. Me hubiera gustado haber hecho algo realmente productivo con ese tiempo detenido, pero no fue así. Me puse a leer. No digo que leer sea una pérdida de tiempo, sino que es una actividad no productiva, no genera ningún beneficio mayor que el propio placer que uno puede hallar en él; claro que hay casos como el de lecturas de ciencias duras que sí podrían derivar en alguna utilidad material, pero en mi caso no fue así, me senté a leer casi pura ficción.
Sin quererlo o desearlo me vi en una isla desierta, justo como al salir de la carrera. Sin empleo ni un horizonte que señalara puerto al cual atracar. El tiempo se trastocó y se fue disolviendo poco a poco hasta perder significado. Solo hasta ahora que miro todo en retrospectiva me percato de lo que ha ocurrido.
Durante estos días de encierro me puse al corriente con libros que había dejado sin terminar como Cuentos de la veranda, Cuando ya no importe o Memorias de un amante sarnoso. Además pude leer otros tantos que solo estaban guardando polvo en mi librero: Extrañando a Kissinger, La efeba salvaje, La canción de la bolsa para el mareo, Ah Puch está aquí; incluso volví a leer cómics, algo que había casi olvidado, le di a Contrato con Dios (una obra maestra dicho sea de paso), Akira, Maus, en fin. Muchas letras.
Dentro de toda esa gama hubo dos libros que me parece leí en el momento adecuado, tanto de mi vida como del contexto: La montaña mágica y Escritos para desocupados.
Escritos para desocupados es una serie de ensayos de Viviana Abenshushan que giran en torno al ocio, ya sea hablando de él o desde la vía negativa, haciendo de este libro no solo una apología del sinquehacer sino también una declaración de guerra contra el trabajo y todo lo que representa. Indudablemente esta fue la lectura que creó el germen que ahora me ha llevado a escribir este texto y a decir, con toda seguridad y sin ninguna clase de remordimientos, que el trabajo es de lo peor que le ha pasado a nuestra especie.
Por otro lado La montaña mágica es una obra que aparentemente no tendría una gran relación con las reflexiones de Abenshushan, ya que se trata de un texto literario de ficción y de poco más del triple de extensión, de hecho este es uno de esos libros que me llevaría en caso de naufragar, pero en el fondo ambas obras rozan puntos en común.
Tenía cierto miedo a leer La montaña mágica, un par de personas que ya la habían leído me contaron que era un libro que te dejaba loco, pero ya que estábamos en tiempos dementes, leer un libro así no haría tanta mella en mi psique.
Cada mañana me levantaba, desayunaba, preparaba café y me recostaba a leer como el joven Castorp se levantaba, desayunaba y se recostaba en la tumbona para la cura de reposo. Mientras daba vueltas a las páginas y él daba paseos de medio día el tiempo se iba diluyendo. La realidad cambió y las unidades para medir el tiempo cada vez tenían menos sentido. Justo ahora, después de haber acabado la novela, no soy capaz de hacer memoria y tener claridad de cuándo terminé de leer ese libro.
Más allá de decir que La montaña mágica es una excelente novela, la experiencia de leerla cuando cierta parte del mundo se ha visto forzado a detenerse es algo que modificó por completo la forma en la que entiendo una obra literaria. Leerla es, en verdad, darle una lectura distinta al mundo.
Aun cuando mi forma de ver el trascurso de los días se ha deformado entiendo que, según los pronósticos, parece que estamos en la recta final del aislamiento, y pese a que nuestra vida cotidiana no recuperará la misma normalidad, sí volverá la libertad de poder elegir entre salir a dar la vuelta o quedarse encerrados navegando hojas y tinta. Por mi parte aún no leo todos los libros que tengo enlistados para los naufragios. De momento he rehuido a empezar La broma infinita o la trilogía de La crucifixión rosada, pero ello no me molesta, son libros que aún pueden esperar; no obstante, hay una de esas grandes obras que arranca de mis ojos un destello violento por descubrir sus tesoros. Se trata de una presa inmensa que se mueve entre las profundidades de nuestra naturaleza; la cazo, y siempre, por algún motivo u otro, se escapa de entre mis dedos para perderse entre el vastísimo mar de la literatura. No me he de rendir y sé que, en un futuro no muy lejano, habré de leer hasta el fin Moby Dick.
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