Por Mariano Diani
Salió temprano en el auto, dejó atrás los edificios, el ruido y el ritmo agitado de la ciudad. Detrás de las gafas negras el semblante despreocupado, una sonrisa leve, el pelo alborotado por el viento, era un día soleado.
Cruzó el puente, tomó uno de los accesos a la carretera sesenta y siete. Al final del túnel avistó las montañas nevadas en la cima, el agua del dique resplandecía, veleros navegaban.
Se conocieron en un avión, cuando hizo un viaje de negocios. No sabía si fue casualidad o si todo está escrito desde siempre (suponía que debía ser así, no podría haber sido de otro modo) o los acontecimientos ocurrían sin más. Si de todos los asientos libres le hubiera tocado el de atrás o el de adelante, las cosas serían diferentes y no habría tenido la felicidad de conocerla, eso nunca cambiaría. Desde ese viaje siempre frecuentaron una casa en las montañas, a las afueras de la ciudad.
El camino era estrecho: del lado derecho la montaña, del izquierdo una banquina y metros abajo el tramo donde pasó. Dobló la curva, la figura fue imposible de esquivar, sucedió demasiado rápido.
Despertó por el ruido de sirenas acercándose, no sabía cuánto tiempo pasó, no podía moverse, le corría sangre por la cara. Llegó la policía y una ambulancia, pusieron conos naranjas, cintas amarillas; escuchó personas hablando, autos pasando, vidrios partiéndose, el metal de la puerta abollada que retorcían para poder sacarlo. La delantera del vehículo quedó destrozada, la vaca profería un gorgoteo agónico. Reporteros fotografiaban el accidente. Resultó increíble que siguiera vivo. De sus labios hinchados profirió un quejido ahogado y burbujeante. Lo último que vio antes de cerrar los ojos fueron zapatos sobre el asfalto y las siluetas difuminadas que lo subían a una camilla.
Afuera del hospital todo seguía su curso, las personas ocupadas en su mundo. Aquel mundo cambió para él, hubiera querido que alguien estuviera ahí.
Despertó sobresaltado, recordó el sueño en el que manejaba y un obstáculo inevitable en el camino. Oyó el tráfico lejano, notó la cortina movida por la brisa, el vidrio de un cuadro reflejó la luz que entraba por la ventana. Tomó los pantalones y la camisa de la silla, abrochó los botones lentamente, con la resaca de un sueño increíble.
Preparó café, oía las noticias que pasaban por televisión, las secuencias del sueño se alejaron.
El recuerdo leve de haber escrito algo similar a lo soñado le produjo estupor. Empeoró al escuchar la voz de la reportera.
—Accidente ocurrido en la autopista sesenta y siete…
Aun con los ojos abiertos la oscuridad pareció irrumpir en la habitación. Inmóvil, sostenía la taza de café, la temperatura en el ambiente bajó. Observó la máquina de escribir en el escritorio, tenía un aspecto sombrío, su mirada cobró una apariencia nebulosa, surgían reminiscencias del sueño.
Fue al escritorio y agarró las páginas desordenadas. Contaban la historia de un hombre que conducía por una carretera sesenta y siete, veía el agua brillante de un dique, veleros navegando, sufría un accidente, moría en un hospital.
—En los últimos meses han ocurrido… —asió el control remoto y apagó el televisor.
No podía dejar de pensar en lo que sucedía. Investigó acerca de fenómenos como aquel sin lograr respuestas, nunca las tendría. La experiencia era inexplicable.
Por la noche, acostado en la cama, le venían imágenes imposibles de evitar, situaciones que suceden en lo cotidiano, durante el día atareado y la tranquilidad de la noche iluminada por las luces de la ciudad. El sueño vino y al fin durmió.
Luego del desayuno salió a la calle, caminó unas cuadras, desde la vereda de enfrente a la plaza miró los números rojos del reloj, no quedaba mucho, se enojarían si llegaba tarde. Cruzó corriendo.
Un sonido fuerte y seco seguido de una frenada, una mujer gritó, en los restaurantes se aproximaron a las ventanas, algunos salieron afuera, conductores bajaron de los autos, un policía llamó por radio. El eco de sirenas llegó desde lejos. Una luz roja, que no le permitió ver nada más, fue el final.
La lluvia hacía ruido en el vidrio de la ventana, en alguna chapa, sobre el cemento y el mármol escurría por los desagües. Afuera, el cielo gris. La sensación de un accidente quedó en otro mundo.
No abría los ojos, el aire estaba frío, los cristales de la ventana empañados, el calefactor no calentaba. Lentamente giró su rostro hacia el rincón donde toda claridad se extingue.
No quería comprobarlo, pero era escapar. Pensó en quemar las cuartillas, apartó la vista, comprimió el semblante. Se levantó de la cama y agarró las hojas que narraban lo que temía.
No sabía cómo surgían aquellas historias escritas en las páginas junto a la máquina de escribir, pero tenía la certeza de los sueños de esas historias. Su vida estaba sumida en algo que no podía controlar; saber porqué le ocurría esto era un enigma, el sentido pleno de una vida normal le era prohibido. Esa noche tomó una pastilla, aunque durante el día sentía somnolencia su descanso era intranquilo.
Se preguntó si conseguiría soportar la premonición inminente, que parecía mantenerlo despierto aun cuando dormía. Deseó poder evitar los accidentes.
El departamento se tornaba más frío día tras día. Quizá aquello era un presagio para que pudiera prever su muerte. Cómo evitar los accidentes, por qué aparecían escritos, no podía asegurar que él usara la máquina de escribir, no lo recordaba.
Por la noche, se apoderó de él un sueño profundo; un hombre se debatía en la cornisa de un edificio. Al declinar el sol, sintió el viento en el cuerpo, vértigo y frío, una caída sin fin.
Fue consciente que él era el hombre que cayó.
Despertó percibiendo que aquel sueño había sido real. La máquina de escribir ya no estaba. Tuvo que saltar para que todo terminara. La mañana cálida iluminaba el cuarto.
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