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Cuento | Iara

Por Alejo Tomás Ambrini

De Brasil recuerdo poco, más bien lo que yo quiero. Quizás la memoria sea acordarse de lo que uno quiere, agregar detalles bonitos, cosas exageradas a eventos que sucedieron pero modificados por el entusiasmo. Fue en uno de los últimos viajes que hicimos en familia y uno de los más largos. Mi viejo es un apasionado de Brasil al igual que mi mamá, que vive hablando de sus playas y la arena clara, aunque jamás la vi meterse al mar. Yo no conocía la costa argentina, pero sí el sur de Brasil, un lujo que se había hecho costumbre.

Durante el largo viaje en auto hacía crucigramas, sopa de letras o  apostábamos  mis hermanos y yo por los colores de autos que pasaban, escuchábamos Los Chalchaleros y cuando se aproximaba la noche inventábamos alguna que otra historia de terror. Nunca nos aburríamos, ni siquiera preguntábamos cuánto faltaba. Apreciábamos el viaje en sus distintas facetas, sobre todo cuando la vegetación se hacía más frondosa.  Lo único que no compartíamos era la almohada, solo había una para los tres, así que peleábamos para ver quién la usaría.

Parábamos cada cuatro o cinco horas para ir al baño y para comer como desaforados. Todo era improvisado ni siquiera alquilábamos desde Argentina, recién al llegar buscábamos un lugar donde quedarnos con la única condición que hubiese aire acondicionado. Aquellas vacaciones tuvimos suerte y conseguimos una casita frente al mar y a dos cuadras del centro. Canasvieiras es pintoresco, bullicioso y alegre pero lleno de argentinos, las playas son la única prueba de que estamos en Brasil y no en Mar del Tuyú.

Los primeros días llovió sin parar a través de la amplia ventana veíamos las gotas caer como minúsculos misiles sobre el mar, la arena estaba oscura por la humedad y ni los pescadores se acercaban al muelle. No me gustaba ver la lluvia, pero era lo único que podía hacer. Mamá se esforzaba para inventar juegos y que no nos aburriéramos. Mi padre, en cambio, descansaba, disfrutaba de vernos a todos juntos y nos miraba como diciendo “En qué momento crecieron tanto”. Yo ahora pienso “En qué momento se terminó todo eso”.

Una noche que acompañé a mi papá a comprar, me contó que la primera vez que vino a Brasil fue con amigos y luego con mamá cuando eran novios, nunca se imaginó que también iba a venir con sus hijos. Me preguntó qué iba a estudiar cuando terminara el colegio, cosa que no supe responder. Lo único que yo pedía en ese entonces era saber cuándo me iba a enseñar a manejar, para cambiar de tema le dije que quería probar el agua de coco como la  tomaban él y mamá cuando llegábamos a la playa: con un sorbete directo de la fruta.

Por dentro también le quería preguntar acerca de sexo, pero en ese momento no me anime, no encontraba la manera, mis ojos extraviados eran puro éxtasis, mi cuerpo un tsunami de hormonas y Florianópolis el punto de desembarque. Comimos pollo frito y discutimos si las gaseosas eran diferentes y más azucaradas que en nuestro país, nos reíamos mucho. Mirábamos O Globo y comparábamos a los periodistas brasileños con los periodistas argentinos. El aburrimiento a la orden de la imaginación.

Un día dejó de llover pero el sol todavía no salía. Las nubes grises amenazaban con irse, pero no lo cumplían. La temperatura era ideal, esa mañana en vez de perdernos el día encerrados en un Shopping fuimos a un parque acuático. Era parecido a Mundo Marino, pero sin ballenas ni lobos maltratados. Subía a todos los juegos, había toboganes de todas las formas posibles. Cuando ya estaba cansando de hacer filas, de ese esperar tedioso, la vi, Iara. Iara con ‘i’ Latina, no con ‘y’, fue lo primero que me dijo después de saludarnos. Todavía presiento que se lo dice a todo el mundo, como esas personas que deletrean su apellido.

— Hola— dije en cuestión de milésimas de segundo.

—Hola, me llamo Iara. Con ‘i’ latina, ¿tú?

— ¿Yo? Gerónimo— me señale dos veces tímidamente por las dudas. — ¿Cuántos años tienes?

— Diecisiete.

—Yo dieciséis, ¿vamos a los toboganes?

Tenía  el pelo largo con trenzas, piernas estilizadas, ojos negros punzantes, una sonrisa magnética con un espacio entre sus dos paletas, el sol brasileño había tostado la piel de su pecho que se perdía bajo una musculosa celeste. En el hombro izquierdo tenía dos lunares y en su cintura un tatuaje del signo infinito. Hablamos lo justo y necesario en los juegos, nos reímos mucho. Me contó que era de Ramos Mejía,  hija única, sus padres estaban separados y viajó con una tía llamada Roberta alquilaron una casa cerca del mar, le gustaban las películas de terror, su color preferido era el amarillo y tenía una perra que se llama Poli, a la cual extrañaba mucho.

Mis viejos observaron mis movimientos con discreción, me vieron ir y venir, venir e ir al lado de ella. Al subir al auto, ya de regreso, querían saber hasta su número de documento, pero  yo solo sabía su nombre y apenas unos detalles. Con una mueca graciosa les conté que se llama Iara con ‘i’ latina. No dejé de pensar en ella, cuando entré a bañarme allí fue donde más la recordé.

Esa noche salimos a comer helado, recorrimos el centro como turistas destacados en su primera noche sin lluvia. Aunque el chocolate me gustaba mucho, Iara me gustaba más, por las calles buscaba obsesionado alguna pista de ella, mi mirada se reflejaba en el brillo de las estrellas. No hacía otra cosa que pensarla, veía su cara en todos lados. 

Al llegar a la casa no dormí, mi perturbación no cesaba. solo pensaba en esa tierna sonrisa, su tatuaje prendiendo fuego en mis manos, en su voz lenta y pausada. Conté hormigas, conté ovejas, conté estrellas. No me sirvió de nada, apenas pude dormir.

Mamá estaba contenta, nos ponía cantidades industriales de protector solar. La piel húmeda, mucho calor, el agua salada. Mi papá estaba con una caña de pescar en la punta del muelle, yo lo miraba de lejos, tirado sobre una toalla con la bandera de Brasil que habíamos comprado en el Shopping, mientras escuchaba el “¡Queso!, ¡Queso!” de vendedores ambulantes y algunas palabras en castellano de algunos turistas argentinos.

Me asomé por curiosidad y entendí que todo sucede por algo, Iara, con su pelo largo y un bikini de color rojo aterciopelado, venía caminando. Su olor a verano me entró por las nariz, dejé de escuchar palabras, escuché su voz precisa y contundente que se interponía a mis cambios de palpitar. Me susurró al oído —fue breve y precisa—. Quedé detenido en el tiempo, las horas no pasaban más.

Cuando volvimos todos juntos a casa quise contarle a mi papá, pensé en pedirle ayuda a mis hermanos, pero no me animé, a mi mamá evité contarle, no quería que me llenara de protector solar, así que ni me le acerqué. A la hora de la cena, todos me notaban raro, ni siquiera comí. Me bañé dos veces, planché una camisa rayada y lustré unos tenis .Algo se imaginaron, pero ninguno preguntó nada. Increíble pero real, todos se acostaron temprano. Esperé tirado en el colchón mientras ojeaba el reloj de pared blanco que estaba en el living. 

En puntitas de pie, como en las películas, me fui. Ensucié los tenis caminando por la arena hasta subir al muelle en el que Iara estaba sentada. Iara estaba fumando con la vista fija en la inmensidad del océano, como quien espera algo. Su pelo azabache flotaba en el viento, me senté junto a ella, se rió al verme y me dijo — Creí que no ibas a venir.

Ella tenía puesto un vestido corto de color blanco que combinaba con sus zapatillas y un reloj dorado brillaba en su muñeca bronceada. 

Nuestras piernas se balanceaban al borde del muelle. El mar, como un espejo, nos devolvía una postal romántica para la ciudad dormida que de a poco encendía sus luces. Las horas pasaban y nosotros ya no éramos los mismos. Caminamos por la arena entre risas e historias, yo miraba su figura esbelta, espiaba su boca y escuchaba cada palabra que decía con atención. Buscaba el momento exacto, si es que lo hay, si es que existen, para robarle un beso y arruinarme con su hechizo de frescura. En esas horas me olvidé de mi familia y me olvidé por completo de mí. Iara manejaba con exactitud los tiempos, dominaba con sonrisas los silencios y me miraba como si estuviera por estallar, con miedo a que se enchastre de lava. 

Su reloj marcó las siete de la mañana. Nos miramos preocupados y salimos de la playa.

El sol fogoso iluminó de forma abrupta contra su espalda, su pelo caía suave encima de una cadena de plata que llevaba en su cuello.

Insistí en acompañarla al departamento hasta que accedió, nos miramos todas esas cuadras. Al llegar al edificio me pidió que la esperara, me senté en un escalón pensando en todo y sin entender nada: ya la extrañaba aún a mi lado. Me tapé la cara con mis dos manos. Me lamenté de no haberle dado un beso. Sentí los pasos presurosos de Iara y me levanté lo más rápido que pude. Me froté los ojos con los dedos.

—  Tomá.

—¿Qué?—respondí sin entender.

— Te anoté el número de mi casa en Ramos Mejía — respondió Iara. —Me vuelvo dentro de unas horas. La miré con los ojos tristes, tratando de entender la situación.

— Despiertate que no estás en un sueño– dijo Iara.

— Si esto fuera un sueño no quisiera que nunca termine.

— Por eso te di el número de mi casa, apenas vuelvas, llámame.

Me abrazó para consolarme. Iara entendía todo, yo no sabía qué hacer, su madurez dejaba en evidencias mis limitaciones. Mis dedos tocaron su cintura, la abracé sin dejar de mirarla a los ojos, ella acercó su boca y nos derretimos en un beso inolvidable.

Lo último que me dijo fue —Llámame—. Puse mis manos en los bolsillos y caminé amargado las escasas cuadras que me separaban de la casa que estábamos alquilando. El cielo tronaba, metí la llave en la cerradura y giré lo más despacio que pude.

Entré al baño y me duché, con una malla puesta me tiré en el colchón a la espera de que todos se despertaran. Mi mamá lo hizo primero, le siguió papá y después mis hermanos. Con los ojos entrecerrados pude observar que estaban todos alrededor de la mesa, nadie se molestó por la lluvia, prendieron la televisión y se escuchó música, distinguí la voz de Elis Regina. Abrí los ojos para mirar al televisor, la imagen era borrosa, estaba cantando “Aguas de MarÇo”, me levanté para ver cómo llovía, se me llenaron los ojos de lágrimas. No sé si por Iara o por sentir que aquellas serían las últimas vacaciones en familia.

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