Por Víctor H. Orduña, Shamir
“Todo lo que hay ha existido siempre.
Nada puede surgir de la nada.
Y algo que existe, tampoco se puede convertir en nada”.
Parménides
I
Resucito bajo hombros extraños cada noche,
mi cráneo, no es mi cráneo,
son mitocondrias que pertenecieron al Kraken o al pterodáctilo,
células levitantes que navegaron desde una ola congénita
hasta el contemporáneo crepúsculo.
II
Desinfecto cada atardecer,
los átomos que alguna vez viajaron adheridos
a constelaciones prohibidas,
mi corazón, no es mi corazón,
es un gif de nebulosas que enamoradas se fueron reproduciendo entre sí,
es el llanto neutrino
de cuarenta mil glaciaciones galácticas,
alas carnívoras de mariposas imposibles.
III
¿Qué pensaría Heráclito
al verme sumergir en la misma cama
un trillón de veces?
¿Cambio o no cambio?
¿Me transformo o sigo siendo el mismo río?
¿Cuántos gramos le podré sustraer a la eternidad
mientras camino del baño al sofá?
¿Cuántos kilómetros ha viajado el suspiro de una estrella
mientras prendo el ordenador,
mientras deslizo el dedo en la pantalla,
mientras tecleo: “hola, amiga, ¿cómo te va?”
IV
Soy todo y no soy nada,
mi mano, no es mi mano,
es un truco pregrabado en la insular videollamada,
puntos de luz antropocénica,
verbalidades virtuales como ecos automáticos
que nos desangran el séptimo ojo,
sombras cuaternarias atrapadas en el transistor.
V
Entre redes invisibles me siento inmutable,
como una abeja que se ahoga en sus mieles,
como un gusano electrónico
que aparece y desaparece,
mi espíritu, no es mi espíritu,
es un holograma perdido en la web,
un algoritmo jamás encontrado por los dioses.
Si me atraviesa la espada del silencio,
sigo siendo nada,
la nada que todo lo llena,
porque en el futuro dejamos oculta
la eterna contraseña
para volvernos a encender.