Por John Cuéllar
Nadie sabía quién había muerto. Simplemente hallaron sus cuerpos incinerados luego de más de dos horas de lucha por extinguir el fuego. Todo, absolutamente todo, había quedado reducido a cenizas. Solo el muro trasero se mantenía como un vestigio del horror vivido.
Meses atrás, el gobierno había decretado una cuarentena obligatoria debido a un extraño virus que fácilmente terminó expandiéndose. Lo que en un principio se celebró como la mejor medida para contrarrestar la propagación del mal, fue puesto en tela de juicio luego del prolongado aislamiento ―nueve meses y algunos días más―, los masivos despidos, la cantidad de contagiados y muertos, la corrupción y malversación de fondos gubernamentales, el lucro desmedido de clínicas y farmacias, la insensibilidad de los bancos y el abandono del estado.
Todo conllevó a una psicosis generalizada donde la gente no solo tenía problemas en las calles, sino también en las casas.
Una de las muchas familias afectadas fue la de Ignacia, una residente del barrio urbano marginal Señor del Sur.
A pesar de que la casa de Ignacia era espaciosa, apenas tenía dos divisiones para albergar a sus dos hijos, su nieta y sus tres cachorros. Su esposo era un comerciante que rara vez llegaba a casa y, debido a la pandemia, estuvo ausente más de cuatro meses.
Decir que la familia de Ignacia era normal, sería una exageración. Pero lo cierto fue que la pandemia agudizó la crisis familiar existente. Antes del virus, todos, absolutamente todos, tenían la costumbre de llamar a la puerta a golpes, como si intentasen forzarla o derribarla. Discutían en cada oportunidad, y lo hacían con histeria, culpándose de todo.
Desde Ignacia que era una gordinflona de mirada ruda, cuyo rostro reflejaba eternas horas bajo el sol y sus extremidades delataban levantamientos continuos de objetos pesados, hasta la pequeña nieta, de cuerpo famélico e higiene descuidada; todos actuaban con las mismas pautas. Sin importar el día y la hora, la casa era realmente un infierno, una mezcla de gritos, quejas, culpas, amenazas, insultos, llantos, aullidos…
En este mundo donde todos parecían gozar de lo que hacían, la pequeña nieta de apenas tres años y medio llevaba la peor parte junto a sus cachorros.
Días antes del suceso funesto, algunas cosas empezaron a desaparecer:
―¡Carajo!, ¡¿Quién mierda ha agarrado la cinta?! ¡Seguro has sido tú, mocosa del demonio! ―dijo Ignacia, mirando amenazante a su nieta, que se mantenía entre sus juguetes.
―¡Ya, vieja!, ¡deja de joder! ―dijo la hija de Ignacia―, ¡por eso te dejó tu marido!
―¡¿Y a ti, no?! ―respondió Ignacia, desafiante.
Al día siguiente sucedió algo parecido:
―¡Ahora quién chucha ha cogido mi lapicero!, ¡debo hacer las compras!
―¡Ya, má!, ¡debe estar por ahí! ―dijo el hijo, que aún se mantenía en la cama, debido a su vida nocturna en motocicleta.
―¡Claro!, ¡tú solo piensas en tragar!
―¡Ya, má!, ¡qué van a pensar las vecinas!
―¡Las vecinas, las vecinas!, ¡tú y las vecinas se van a la mierda! ¡Seguro has sido tú, enana de porquería! ―dijo mirando a su nieta, que jugaba a sus anchas en su mundo imaginario.
―¡Ya, má!, ¡de todo tienes que culparla! ¡Ya, déjala en paz! ―dijo el hijo, nuevamente incómodo.
―¡Déjala en paz!, ¡déjala en paz! ¡Solo va a haber paz cuando esté muerta! ―sentenció Ignacia.
Los días posteriores, así como aparecían algunas cosas también desaparecían otras. En total fueron siete objetos: una cinta para embalar, un lapicero, un pelador de papas, una navaja, unas tijeras, algunas cápsulas de Restoril y una cajita de fósforos.
A pesar del enorme espacio del patio, la nieta solía jugar junto al portón, junto a la caja de cachorros. Sus juegos eran interrumpidos si no por la abuela, por el tío. El tío solía fastidiarla botando a los tres cachorros a la calle, mientras la pequeña lloraba suplicando que los volviese a ingresar.
―¡No, tío!, ¡perritos lindos!
―¡Perritos lindos!, ¡perritos lindos! ¡Esos perros son cochinos!
―¡No, tío!, ¡perritos lindos! ―decía la pequeña, llorando con insistencia.
Esta situación se daba más en ausencia de la madre. A la abuela Ignacia, ni le interesaba. Al contrario, el espectáculo le servía como distracción entre sus incontables arrebatos cotidianos.
El último objeto que desapareció fue la cajita de fósforos. Y este fue el detonante para la furia ciega de Ignacia:
―¡Carajo, ahora sí me van a conocer!, ¡¿quién mierda ha cogido el fósforo?! ―dijo enfurecida.
―¡Ya, má!, ¡tanto escándalo por un fósforo!
―¡Cállate, misio de cuarta!
―¡Pero, má!, ¡es un fósforo!, ¡cómpralo y ya!
―¡Cómpralo y ya!, ¡cómpralo y ya! ¡Para ti es fácil!, ¿¡no!? ¡Seguro has sido tú, escuincla de porquería! ―dijo volteando la mirada hacia su nieta, que se mantenía enfrascada en su juego rutinario―. ¡A mí no me ignoras, mocosa del diablo, que la otra vez encontré mi lapicero entre tus medias! ―dijo, jaloneándola del bracito―. ¡Yo te voy a enseñar a no coger las cosas!
Sin importarle el llanto de la pequeña, ni el grito de la madre, llevó a su nieta hasta la esquina del patio, donde colgaba la ortiga para su diabetes.
―¡Ya, déjala!, ¡vieja!, ¡toma tus diez soles! ―dijo la hija, intentando detenerla.
―¡Yo te voy a enseñar a corregir tus críos!, ¡cojuda! ―diciendo esto, la empujó y enseguida empezó a golpear el cuerpo de la pequeña hasta cansarse y verla apenas colgada, con unos quejidos imperceptibles.
―¡Qué has hecho vieja de mierda! ―dijo la hija, acercándose a la niña y cogiéndola en su regazo, sin saber si secar las lágrimas de su pequeña o enjugarse las suyas―. ¡Ya, hijita!, ¡ya!, ¡mamita no va a dejar que te hagan daño!, ¡mamita te va a cuidar!, ¡mamita te va a llevar lejos!, ¡mamita te va a llevar mañana!
Ignacia cogió la sarta de llaves y salió enfadada para volver con su bolsa de panes, algunos filtros, y una cajita de fósforo.
La pequeña no cesó de llorar hasta unas horas después. El ardor era tal, que la obligaba a emitir unos quejidos lastimeros.
―¡Carajo!, ¡una ya no puede dormir ni en su casa! ¡Calla a esa mocosa!
―¡Cállala tú, pues!, ¿¡para eso la golpeas!? ―dijo la hija.
―¡No me obligues!
―¡Obligarte a qué! ¡Ya basta de jodernos la vida, vieja de mierda!
―¡Mejor no digo nada! ―comentó Ignacia, tragándose dos cápsulas de Restoril.
―¡Sí, mejor no digas nada!, ¡porque te arruino la vida, vieja de mierda!
Poco a poco, todo se hizo silencio.
A la mañana siguiente, la pequeña sintió un beso en la frente y la voz de su madre que le decía que volvía dentro de poco, que solo iba al cajero.
La pequeña se levantó adolorida, salió al patio, buscó la botella de gasolina que su tío guardaba junto a la motocicleta y la llevó adentro.
Derramó la gasolina en el cuarto de dormir, en la cómoda de ropas y alrededor de las camas, imitando a las películas nocturnas que veía acurrucada a su madre.
Eran las nueve y el vecindario estaba casi deshabitado, algunos estaban en el trabajo y otros hacían compras para el almuerzo.
La gasolina llegó hasta el patio. La niña cogió el candado que su madre dejó en el portón y cerró por fuera la puerta del dormitorio. En ese momento aún no corría viento. Miró la cajita de fósforo y recordó cómo había practicado encender los palitos en el patio, que luego ocultaba bajo tierra.
Sacó un fósforo y encendió el palito. Acercó el fuego a la puerta y esta se encendió.
Al principio el fuego asustó a la pequeña, que se alejó hasta el centro del patio. Desde ahí pudo ver cómo la lumbre iba adentrándose en el cuarto.
Al cabo de un rato, alguien empezó a gritar desde dentro, tosiendo e intentando derribar la puerta. Esto asustó a la pequeña, que se alejó aún más hasta el portón, donde se sentó en una piedra y se cubrió la carita con sus pequeños brazos.
―¡Auxilio!, ¡¿alguien me escucha?! ¡Vieja, levántate!, ¡nos estamos quemando!, ¡nos estamos quemando!
A los pocos minutos, dos voces gritaban, tosiendo desde dentro.
Algunos niños se asomaron desde las casas vecinas.
―¡Mira!, ¡la casa se quema! ―gritaban, confundidos, mirando el enorme fuego y la humareda que se elevaba hasta el cielo.
Algunos optaron por llamar a sus padres y otros por ocultarse debajo de sus camas.
No pasaron quince minutos, cuando la sirena de los bomberos se hizo escuchar.
Ya no se oían los gritos.
Cuando los bomberos forzaron el portón, hallaron a la niña llorando. Uno de ellos la sacó del lugar, mientras otros probaron acercarse a la puerta interna. Pero el fuego se había extendido hasta la mitad del patio, consumiendo todo a su paso.
La gente del barrio se aglomeró al instante.
Apenas vio que su madre ingresaba entre la multitud, la pequeña se zafó del bombero que la sujetaba y corrió gritando:
―¡Mamá!, ¡mamá!, ¡fuego malo!, ¡fuego malo!
La madre no podía creer lo que estaba pasando, y solo atinó a abrazar a su pequeña. Quiso ver el siniestro, pero los policías se lo impidieron.
―¡Qué pasó, hijita!, ¡tu tío, tu abuela, dónde están!
―¡Fuego malo!, ¡fuego malo! ―se limitó a decir la pequeña.
Madre e hija se mantuvieron abrazadas, mientras los policías interrogaban a los presentes y los bomberos luchaban por evitar que el fuego se extendiese a las casas vecinas.
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