[Como resultado del concurso “El cuento en cuarentena”, organizado por Palabrerías, con apoyo de las revistas Teresa Magazine, Tintero Blanco y Zompantle, este cuento se encuentra incluido en la antología El cuento en cuarentena, la cual puedes hallar de manera gratuita en Palabrerías]
[Cuento ganador del concurso El cuento en cuarentena porque “a través de su lenguaje sencillo y su sobria redacción, lleva la metáfora hasta las últimas consecuencias”]
Por Joaquín Filio

Es difícil recordar la noche en la que el abuelo inició su transformación en árbol. No tanto por la desesperación de mi padre al llegar con la noticia, sino por nuestra falta de vigor, de ímpetu y valentía. Nuestras ganas de no hacer nada. Al principio, cuando aparecieron las primeras ramitas, se lo atribuimos al tiempo. “Es la edad”, decía mi madre para tranquilizar las aguas; sin embargo, una vez que yo acudía a la casa de los jardínes y atravesaba con pasos torpes el sendero de buganvilias, podía ver a un anciano decrépito de hojas, esperando retoñar por última ocasión.
Había que ahuyentar a los pájaros y podar su rostro. En ocasiones, cuando se sentía un poco mejor, me permitía utilizar las tijeras cortaúñas de mi madre para desespinarle los párpados. Si el dolor no era tan intenso, le expurgaba lentamente el nido de grillos y orugas que albergaba en su cabeza. La situación más miserable de atenderlo era que mis conocimientos de jardinería veían su fin cuando le chorreaba de los pantalones un tímido hilo de savia.
Quizá fue la falta de madurez o mi incapacidad para el abandono lo que me motivó a visitarlo. Nunca me enseñaron el camino: aprendí cómo llegar aquella tarde en que mi padre detuvo el auto de frente a la entrada. Recuerdo las calles oscuras y sin pavimentar de la colonia. Recuerdo dos o tres semáforos en rojo y el silencio inquebrantable que produjeron entre nosotros. Recuerdo, incluso, la única luz que se pronunciaba desde la segunda planta de la casa del abuelo. Lo que nunca pude reconstruir fueron las palabras rotas que dijo mi padre al frenar de golpe y señalar con el dedo índice. Algo sobre la justicia y el rencor. Algo sobre la familia.
De haberse enterado del episodio, mi abuelo (o el hombre llano y sentencioso que era) hubiera dicho que papá estaba loco, que sus hijos, “esos huérfanos malagradecidos”, no sabían nada acerca de ser padres.
Su habitación era oscura. Durante las mañanas parecía de pronto como si la luz completa se nos estuviera escondiendo, como si entre las paredes derruidas por el comején y el oficio del polvo no pudiera existir nada más que mi abuelo y la penumbra. A veces, mientras le cambiaba los vendajes, me exigía que abriera una cerveza; otras, sin mayor soborno, el que se abría era él y comenzaba a recordar: “Yo qué culpa tengo”, decía justo antes de quedarse dormido y de inmediato su cuerpo vegetal entraba a un sueño porfiado, orgulloso, del que parecía ser un rehén. “Yo qué culpa tengo”, la frase me perseguía al cortarle las raíces y regar con cautela la resequedad que cubría casi en su totalidad la corteza de sus manos. “Yo qué culpa tengo”, lo escuchaba todavía al cerrar la puerta principal y abandonar la casa completamente confundido.
Fue un domingo entre los platones de comida y el prematuro anochecer. Las tías recordaron victoriosas que, efectivamente, los papeles del testamento no habían sido redactados y, como el dinero es más rápido que la razón, acudieron con licenciado en mano a la casa de las buganvilias. Los ojos taciturnos del abogado se detuvieron al presenciar el charco de resina que descansaba debajo de la mecedora. El viejo escuchó las disyuntivas con la serenidad de un bonsái. Dijo no. No hay testamento. No hay residencia en la playa. No existe ni un solo peso en las cuentas del banco. Ni vehículo. Ni fideicomisos. Ni nada. De las propiedades en el extranjero solo conservo fotografías y deudas.
Le pusieron la tilde a cabrón todos en simultáneo y los primeros cigarrillos se manifestaron absurdamente.
Taconazos torpes, botones desabrochados por la ansiedad, pensamientos sumergidos en los pantanos de la memoria. Entonces, la decisión fue unánime. Mi padre orquestó el jolgorio: había que incinerarlo.
Fui a buscarlo de inmediato. Trataré de ser verosímil en esta explicación. Investigué sobre la atmósfera, calculé la densidad del viento y la tierra de la zona. Una tierra árida donde poder sembrar los restos del viejo. Ahora me parece afortunado que las llaves de la vagoneta estuvieran sobre la mesa y que mis pies no fallaran al acelerar de golpe. El paisaje desde el retrovisor se oscureció tan rápido como la maleza de aquel día en que les fallé a todos, reforestando a mi abuelo.
Kilómetro uno de la carretera desconocida. Siete treinta de la tarde. Había un espectacular deslavado por el sol que se exhibía de cara al periférico. En él dos personas mayores observaban las olas de lo que presuntamente era una playa. No existían indicios de tormenta. Las gaviotas merodeaban una mancha que, a la distancia, daba la impresión de ser la silueta de un cangrejo. Sus miradas hacia el mismo lugar: un punto de fuga, un punto de no retorno, un punto y aparte. Debajo de ellos, la vagoneta que conducía se deslizaba a toda velocidad esquivando los baches. El abuelo estaba amarrado con buen nudo en la parte trasera del vehículo. Sus hojas se desprendieron, dejando una estela verde que se difuminó con el paso del viento. Uno o dos transeúntes nos señalaron con sorpresa.

Quiero una mujer. Eso fue lo primero que dijo cuando me detuve a la sombra de una gasolinera para aflojarle los nudos. Decidí que discutir con los vestigios de un árbol era batalla perdida y puse en marcha la petición. Buscamos en las esquinas apagadas de un pueblo que no tenía nombre. Buscamos en cada rincón de cantinas a las que no se asomaba ni la tristeza. Buscamos, incluso, espiando desde la albarrada endeble de algunas casas. Nada. Entonces dijo “Quiero una palmera”. Y todo fue más sencillo. El rastro de cocos a lo largo de las calles condujo a una de buen ver: sana, joven. Bajé al abuelo con paciencia y esperé al otro lado de la vagoneta. De momento pensé que me llamaba, luego descubrí con franqueza que eran suspiros. El sonido me recordó al de los desahuciados que se apagan al pie de una enfermedad cancerígena.
Según datos precisos del sitio oficial de botánica, el tiempo de fotosíntesis de una planta promedio es de aproximadamente ocho o nueve horas, tiempo menor al que le tomó a mi familia encontrar pistas de nuestro paradero. Salieron todos en convoy preguntando por un adolescente prófugo y un árbol a punto de extinguirse. El reporte oficial, me enteraría después, omitió el detalle del abuelo. Quizá porque no encontraron una escritura adecuada para describir sus manos duras e inertes cuando nos detuvieron a la mitad de la carretera, quizá porque la flora es una vida sin expediente, fuera de registro. El móvil pudo haber sido catalogado de mil formas. Pero el testimonio del abuelo no fue atendido, ya que su voz se enraizó minutos después de que nos hallaran.
Al parecer la vía legal dio sus frutos cuando, después de un proceso burocrático, se decidió vender al abuelo a una fábrica de lápices. La madera de roble se cotizó a un excelente precio. Las tías y mi padre salieron satisfechos de su resentimiento infantil y todo volvió a una infecunda realidad. Yo, por mi parte, leo durante las madrugadas sobre la reencarnación. “El karma es un animal vivo”, se llama uno de mis fragmentos favoritos. Decidí escribir esta bitácora con un Mirado número dos que, pienso, salió del viejo. No me queda nada más que la mediocridad de la espera y una punta rota, acaso intajable.