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Poesía | En teándrica comunión

Por Francisco José Casado Pérez

Henos aquí de nuevo, cordero,
con el cielo sobre los ojos
de un tierra sin parentesco,
que nos conduce
hacia donde no hay
nadie mejor que uno mismo
para sufrir su propia vida.

Ninguno como tú, cordero,
excepto por la piel,
que no logra cubrir los colmillos,
indicio de la condición criminal,
paria que pronto arderá en el seno
de una patria urgida de sangre
para acalambrar
la insistente bandera de los muertos,
los cargos de la historia.

Sobre nuestro cuerpo, cordero, intuíamos
recaería la culpa, estrella enemiga
que lucra con la demanda.

Sacrificio impuesto
sobre la presencia
a los muertos por desgaste.

Pero no sientas lástima, cordero,
entre tanta sangre
es imposible distinguir
la elegida para derramarse
a cambio de la nuestra
con la excusa
de que ninguna otra
tiene el tono exacto
para cubrir
el castigo de la estirpe.

Será hasta el día en que tú y yo, cordero,
testaferros de la verdadera muerte,
alejemos la bruma que empaña
el sosiego inocuo de la carne
de los rostros y los filos de las navajas.

Dedicaremos ser devorados
a los perros cubiertos de cal,
a las ratas que galopan la noche,
a los niños perdidos,
a las faltas de Dios.

Al final, cordero, quedaremos conformes
por no haber apostado nuestro cadáver
contra la muerte del último hombre,
profeta de la perpetua consigna
de que todo conlleva
una cuota de azulada sangre.

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