daybed on terrace of old shabby houseContenido

Cuento | Storytelling

Por Alejo Tomás Ambrini

Recorrí con la mirada triste el living. Me dirigí hacia la cocina y me apoyé en una esquina. Observé el televisor apagado, la pava en la hornalla, el mate a un costado, un maple de huevos, el control remoto del televisor, un saquito de té sin usar y varias tazas sobre la mesa cuadrada de madera con las patas marcadas por las uñas del gato. Es tan amplia, linda y bien construida la casa que me puse nostálgico. Nos estábamos despidiendo. Sentí la necesidad de gritar, de odiar a cada uno de los utensilios de la cocina que me culpaban por su inminente soledad. Cerré los ojos y suspiré aliviado. 

Miré por la ventana que daba al parque y contemplé la piscina. No llegué a ver el color del agua. Siempre pensé y dije que la alberca no tenía mucho sentido para la casa, no sé qué propósito tenía, nunca la habíamos usado, ¡bah!, por lo menos yo nunca había interactuado con ella hasta hace unas veinticuatro horas atrás que se me ocurrió darle utilidad. Siempre la sentí como algo minúsculo y ridículo que entorpecía la extensión verde del jardín que se veía cuando nos sentábamos a tomar mate. Un verdadero acuario de dengue.

Salí de la cocina y caminé por el pasillo hasta la escalera. Conté cada escalón, en total eran diecisiete. Lindo número para jugar en la quiniela. Entré a la habitación matrimonial y abrí las ventanas para que corriera un poco de aire. Observé la cama desprolija y el gato durmiendo arriba, me miró cómo si nada ocurriera. Había unas chatitas marrones sobre una de las almohadas y pude percibir el volumen bajo de la radio. Al pie de la cama había un dressoir, sobre la tapa con vetas de mármol rojo descansaban unos hisopos usados y un desodorante de ambiente que se duplicaba en el espejo, aproveché el aerosol y tiré perfume en el ambiente. El gato maulló y se frotó contra mis tobillos, lo pateé despacio para que se alejara y salió de la habitación, noté sus ojos de un color verde aceituna brilloso que sobresalían en la oscuridad del pasillo. Volvió a maullar, quizás él quería despedirse también y era su manera de hacerlo. No lo sé, pensé en tirarlo a la pileta también, pero me molestaba tener que bajar, abrir la puerta y llevarlo agarrado del pescuezo. No quería que me arañara.

Entré al baño contiguo a la habitación, me desnudé, me sentía cansado y pesado como si no tuviera fuerzas. Agarré el celular y busqué en YouTube “Another sunny day” de Belle and Sebastian. Me miré en el espejo, abrí la boca, saqué la lengua y apreté los dientes. Me costaba horrores. Tenía el pelo largo, demasiado largo. Me dolían los testículos. Abrí la llave del agua caliente, la dejé correr unos minutos mientras miraba mi reflejo a través del vapor que empañaba todo. Me metí en la bañera y me recosté con los pies dirigidos hacia la ducha, cerré los ojos y suspiré una pena oscura. Pensé en el hermoso día que había pasado hoy sin una cuota de culpa. Horas antes me había preparado con entusiasmo estudiantil en el día de la primavera, la misma que hace unos meses, exagerando, habíamos perdido por una pandemia mundial. Era la primera vez que salía en todo este tiempo.

Me levanté con ganas, espié por la ventana el maravilloso sol que ardía y en lo más hondo de mi cerebro pensé que era una pena salir de la cama, pero ya había arreglado juntarme con las chicas. Tuve miedo de que mi presencia arruinara el día, como alguna vez ya lo había hecho. Me quité las lagañas y me lavé los dientes. Bostecé con placer. Solo me puse un buzo gris arriba de la remera negra que hacia varios días usaba para dormir. Me costó mucho ponerme el jean. Había engordado unos cuantos kilos, así que hice un esfuerzo monumental para abrocharlo. Me sentí frustrado, al rato se me pasó. Encendí un cigarrillo y me hice unos mates. Fui a arrancar la camioneta y la dejé encendida por unos quince minutos. Tenía una tierra espantosa en los vidrios, me dio igual, me subí y me fui. A un par de kilómetros me esperaban Gisela y Guadalupe que están en pareja desde hace unos años. Gisela trabaja en un estudio de tatuajes y Guadalupe está sin laburo desde hace unos tres meses.

Habíamos buscado algún momento para vernos. Coordinamos en hacer un almuerzo al aire libre en la casa de ellas, desde el mes de febrero que no nos veíamos.  Todavía siento el perfume de flores de los jardines yendo a visitarlas. espero sentirlo igual, aunque el cubrebocas me lo impida. La ruta estaba casi vacía. Me sentí en otro mundo con la cantidad de tapabocas que veía, las personas caminaban frías, amargas y solitarias. Jugué a imaginar los rostros de cada persona con el cubrebocas puesto pero la imaginación no me ayudaba. Le saqué una foto al sol y la subí a una historia de Instagram. Necesitaba sentirme pelotudo e ilegal por un rato.  Antes de llegar pasé por un supermercado chino a comprarme un vino. Para ser sincero me la pasé tomando en cuarentena, pero hoy necesitaba compartir aún sabiendo que las chicas no toman vino. Compré tres latas de cervezas por las dudas, me quedé en silencio en la camioneta al salir del chino. Mi celular vibraba y llegaban notificaciones de Instagram, me sentí importante por unos breves segundos y al rato de nuevo un pelotudo. 

Me costó mucho estacionar, salieron las chicas a indicarme cómo hacerlo. Yo quería darles una sorpresa, pero lo arruiné. Bajé del auto sonriente, aunque el barbijo me impidió mostrar mi sonrisa, mi alegría era fragante. Lo hacía notar con cada una de mis palabras. El aire frágil se mezclaba con el silbar de los pájaros y el olor a asado que colapsaba el silencio de la cuadra del barrio. No nos abrazamos, pero sí nos brillaban los ojos flameantes como si fuera un abrazo fraternal. Hicimos varias veces el saludo del codo. Miré enojada a Guadalupe, ya no me daba gracia, eran casi la una y media de la tarde. 

Ayudé a mezclar las ensaladas, no sabía si colocarle vinagre o alcohol en gel. El viento no se ponía de acuerdo y nos llenábamos de humo sentados debajo de la parra contándonos la odisea de estos últimos meses. No comí, quiero serles sincero: devoré el asado que me ofrecieron. Les agradecí tanto por la comida que sentí que algún día se iban a arrepentir. Escuchamos un poco de música y cada uno contó algún proyecto para el próximo año. Fui el único que no dijo nada. Hice silencio y cambié de tema contando que vi Élite en Netflix, a los tres nos gustaba Ester Expósito. Todas mis palabras oscilaban entre la sobriedad y lo borracho que me iba poniendo minuto a minuto con el vino que tomaba en un vaso de vidrio común y corriente con el escudo del Boca pegado en el medio ,tan feo, que se sentía el gusto en dicho vaso, de tan feo me pareció rico. Antes de terminar de reventar, fui al baño. Al salir me sentí un poco mejor, los perros de Gisela habían salido al patio donde nos encontrábamos los tres. De alguna manera extraña e incomprensible no paraban de olfatearme y ladrarme. Extraño para las chicas, no para mí. Me tenían acorralado y me gruñían al solo escuchar alguna palabra mía. Gisela entró los perros de nuevo al cuarto, pero siguieron ladrando más agresivos y violentos,me preocupé. 

Volví al baño con susto y al terminar de orinar, miré el agua turbia del inodoro en que se reflejaba mi aspecto ,quizás un poco más grotesco. Apreté el botón del inodoro y salí lo más rápido que pude. Vi que las chicas charlaban entre ellas y al acercarme dejaron de hacerlo. Los perros seguían ladrando como si se escuchara una sirena de bomberos.

—¿Vamos a una laguna cerca de acá y fumamos uno?

No dudé, ni siquiera lo pensé, acepté aliviado moviendo la cabeza. En el recorrido a la laguna traté de olvidarme de los perros, pero no lo conseguí. También pensé que no era la gran cosa reencontrarse después de unos meses, solamente cambiamos de aspecto y la vida sigue igual en su transcurso natural como si no le importáramos. Nada del otro mundo, nada de este mundo. Solo ansiaba fumar un porro más que encontrar la vacuna contra el COVID y a eso iba predispuesto. Viajamos los cuatro en silencio. El paisaje alrededor era sobrio, insulso y carecía de vida. Dejamos el auto a un costado de la ruta y bajamos. Los pastos estaban de un tono amarillo, altos y viejos. Caminamos unos metros para dentro y desembocamos a la laguna, mi predicción era firme y tal cual lo había sospechado desde un principio, era un asco. Parecía un pozo mal hecho por alguno de nosotros tres con agua oscura y sucia en toda su extensión. Las raíces de los árboles muertos salían como tentáculos de un pulpo, me perturbaba el observarlo. Ni el sol se le acercaba por el espanto que le inculcaba. 

Nos sentamos en el único lugar donde no encontramos espinas. Ni siquiera teníamos una manta o algo que se le pareciera para apoyar nuestros culos, pero sí habían traído el equipo de mate que miraba desconfiado porque había un solo mate para tomar y éramos tres. De todos modos, venía a fumar porro, no a tomar mate. Guadalupe me paso el faso y le di varias pitadas antes de pasárselo. Tosí mirando a la laguna, tiré piedras contra ese pozo inmundo  como dándole entender que lo odiaba. Gisela se acercó a la orilla con un palito mientras golpeaba a un sapo hinchado que yacía muerto flotando a los costados. Observé esa imagen muy atento, concentrado en el pobre bicho hinchado. Guadalupe me alcanzó un mate y lo tomé. Ya casi en silencio, drogados y los tres mirando al pobre sapo que se escapaba flotando de nuestras vistas. Gisela rompió el silencio. El silencio atroz que se esmeraba en acogernos.

—¿Cómo están tus viejos? —.  Largué el humo demoledor por mis orificios nasales. El pobre sapo se hundía y el calor del sol radiante se esfumaba. Les fui sincero y sin muchas vueltas.

—Los maté. 

Guadalupe que cebaba con una paz infinita, levantó la vista y dijo: 

—¿Otro mate?

  —Los maté— le respondí —. Dame otro mate de paso.

Se miraron perplejas entre las dos. Se agarraron de las manos. Me acercó el mate con tanto temblor que me dio miedo de que a Guadalupe le haya agarrado el Parkinson.

Categories: Contenido

Deja un comentario