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Semillas de pitaya | Cuando caen los gigantes que nos cargaban

Nueva literatura mexicana

Por Luis Olaf del Lago

Siempre he creído que mis padres son inmortales. Aunque sé que eso no es cierto hay algo dentro de mí que me hace abrazar esa idea, a pensar que siempre estarán ahí, a pensar que siempre podré llamarlos si tengo algún problema, que siempre podré contar con ellos. A veces pienso que esa sensación es lo único que me queda del niño que fui y que me niego a dejar de ser. Y aunque definitivamente tengo una relación más apegada con mi madre, hay un vínculo que no me permite dejar de pensar que si tengo un accidente o me siento en peligro de muerte, es a mi padre al que le puedo pedir ayuda. 

A medida que crecemos nos desprendemos en menor o mayor medida de esa sensación de fragilidad del primer día de escuela. Pienso en el primer día de escuela porque quizá es el momento en el que nos enfrentamos a un mundo sin la compañía de nuestros padres, en donde vemos que el mundo puede ser hostil pero que existen otras personas que nos pueden cuidar. Así, poco a poco la mano de mamá y papá, aunque presente, se difumina en la rutina, en el deber de pagar las cuentas, en las ganas de ver a los amigos o de estar con la persona que amamos. Hay, sin embargo, un golpe al que muchos nos tenemos que enfrentar tarde o temprano, ese golpe tiene cara y muchas veces nombres complejos que no entendemos al primer instante pero que se pueden resumir en un concepto familiar a todo ser humano, la enfermedad. Algo tan sencillo como un golpe, o una caída pueden ser el detonante de mil vueltas a la realidad, y el regreso repentino al miedo de no tener esa mano que nos cuidaba. Tener que ser la mano que cuide de ellos, de los que nos arrullaron y cargaron cuando aún no sabíamos hablar no es algo que se pueda aprender tan de repente. 

Muchos libros hablan sobre la enfermedad y la muerte, muchos poemarios hablan sobre la enfermedad y la muerte, pero al menos este lector no había leído un libro como Epicedio al padre (2017) de Orlando Mondragón. El poemario que Orlando va tejiendo cuenta con fuerza el camino de una voz poética honesta y doliente que viaja entre el presente de un padre enfermo y el recuerdo de un padre severo “centinela del mundo[…] como un poste de luz ante la muerte”. La historia que descubrimos dentro de este grupo de textos no es la de un cuerpo enfermo, ni la de un hijo que enarbola a su padre. Lo que encontramos es más bien una conversación entre un hijo rechazado socialmente por su preferencia sexual y un padre que no sabe cómo afrontar la situación, esa misma historia toca el declive del padre y cómo el hijo ocupa lugares de angustia y de luz. Cada poema fragmenta y une a la vez la relación de estas dos presencias que se juntan, se distancian y chocan como las olas del océano. Los recuerdos que en las primeras páginas se dibujan con el poema Llegar con el labio partido, y culminan en las últimas palabras del poemario en un sencillo pero poderoso clamor del nombre que nos pertenece a todos y a la vez a nadie, porque creemos que el único Padre que existe es el nuestro, y que nunca se nos va a ir. Ese último poema Papá, presenta quizá lo más universal del dolor humano, el dolor de perder a ese alguien que nos cuida, esa presencia que nos guía, ese último poema es también, quizá, un texto que cada uno de nosotros tenemos guardado para cuando el momento de la partida llegue, “Pero sigo aquí, papá / siguen las cosas preguntando por ti / sin yo saber qué decirles […]”. 

Orlando explora la enfermedad, dibuja títeres con los movimientos del cuerpo frágil de un adulto que es bebé. Orlando analiza los movimientos de los músculos, pero también el paso de las horas, nos habla de las miradas encontradas entre un padre y un hijo que conversan en silencios de hospital, nos habla del vibrar de la ambulancia y de las angustias de los traslados cuando la muerte se acerca. No es un dato menor, este joven poeta, además de ser ganador del Premio de Poesía Joven Alejandro Aura 2017 y recientemente el Premio Loewe de Poesía 2021, es también médico. La relación de su escritura con la enfermedad nos muestra caras que no siempre podemos ver, yo diría, quizá atrevidamente, que los versos contienen la ternura de alguien que cuida de otros y la crudeza del deterioro humano en un mismo estilo de escritura.  En esta entrega de noviembre de Semillas de Pitaya, cuando el año muere y muchos nos han dejado, quise presentarles este increíble poemario. Estos textos me hicieron regresar a los miedos de infancia cuando mis padres en lugar de defenderme callaban su terror a tener un hijo gay, pero también me hicieron regresar a la sensación de desamparo en un primer día de escuela en donde mi madre ya no estaba conmigo. En resumen, este poemario me hizo recordar que esos gigantes que son mis padres pueden caer en cualquier momento, que un día ya no podrán cargarme sobre sus hombros de titanes. 

Ojalá esta entrega de Semillas de Pitaya sirva tal vez para recordar a todos los que amablemente me leen, que en algún momento tendremos que transitar por la ausencia de los que nos aman.  Al final, como en este poemario, todo es un cúmulo de respiros y de versos que van pasando poco a poco. Cuando tenemos que cuidar a un ser amado en la enfermedad probablemente tendríamos que pensar la vida en forma de poesía, respirando, leyendo un verso a la vez y viendo cómo se encadena con el siguiente, abrazando el momento y disfrutando de la presencia de los que están y que seguirán estando de alguna forma. Epicedio al padre es un trabajo que nos llega gracias al sello de Elefanta Editorial. Estoy seguro que Orlando y su trabajo nos tienen muchas cosas preparadas aún, no dejen de estar pendientes de su escritura y de los gigantes que nos cuidan aunque ya no puedan caminar en todo momento junto a nosotros.

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