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Semillas de Pitaya | Ecos encajados

Nueva literatura mexicana

Por Luis Olaf del Lago

Creo que mis historias favoritas cuentan la desgracia de personajes que fueron víctimas de maldiciones de todo tipo o que, por alguna razón, no hicieron caso a las advertencias del destino y acabaron muy mal.

Hace algunas semanas llegaron a mis manos un grupo de libros. Y aunque todos me cautivaron, encontré una especie de advertencia en la dedicatoria que muy amablemente su autora, Lola Ancira, escribió para mí en uno de ellos, “no permitas que los ecos de estas voces desaparezcan de nuevo”. No quiero acabar como los personajes de mis historias favoritas y por eso he decidido hacerle caso a esa advertencia. Con esas palabras comenzó mi inmersión lectora con Tristes sombras (2021).  Digo inmersión porque este libro me hundió hasta lo más profundo en muchos y diversos niveles de lectura. Es sobre esos  abismos que nos presenta Lola de lo que les quiero platicar en esta entrega de “Semillas de pitaya”. 

Tristes sombras es un libro que cuenta la historia de las voces enmudecidas de la Ciudad de México. Estos relatos encierran los ecos que a ratos escuchamos en las historias de nuestros abuelos o bisabuelos, ésas donde descubrimos que la locura, el crimen y la desigualdad siempre han sido las huellas con las que camina la urbe. Podrán decirme que hay muchos libros que intentan recatar esta marginalidad, esta desigualdad que nos caracteriza, pero Tristes sombras lo hace a través de la memoria de la ciudad, y a través de dos construcciones que hoy en día duermen en el recuerdo, el hospital psiquiátrico de La Castañeda y la penitenciaría de Lecumberri. Es curioso que ambos edificios, o por lo menos lo que queda de ellos sigan en pie. Uno de ellos, el que nació como manicomio sobre la tierra de una hacienda pulquera en Mixcoac, ahora se encuentra en la zona de los volcanes de Amecameca. El otro, “el Palacio negro”, la cárcel de la ciudad de principios de siglo XX, hoy en día es el Archivo General de la Nación y aún se puede visitar. Las tristes sombras que Lola plasma en su libro retratan las historias que se tejieron en estas paredes, desde que se construyeron esos edificios hasta que dejaron de funcionar. Los relatos pasan más allá de las anécdotas y se convierten en un referente de la cruda realidad mexicana de finales del siglo XIX hasta la mitad del siglo XX. Los sombreros Tardan y Goyo Cárdenas (“el estrangulador de Tacuba”), son solo algunos ejemplos de los elementos que Lola utiliza para sacar del olvido a estas generaciones de mexicanos privados de la libertad por crimen o por locura. 

La prisión de Lola en este libro no es solamente física. Las voces que nacen de este libro se muestran honestas, vulnerables, cercanas, son quizá las voces de los miedos que nos habitan sin saberlo. La primera historia, la que abre el túnel a este libro que bien podría ser un edificio, nos habla de la alienación cuando se pierde a un ser querido. Ni todo el dinero del mundo nos salva de entrar en esa dimensión de soledad, todos estamos expuestos a esas pérdidas en todo momento. Ésa es quizá la locura que siento más cercana porque la he vivido a ratos, el llanto de no saber a dónde mirar porque ya no existe nadie a quien valga la pena mirar. Estoy seguro que todos en mayor o menor grado hemos sentido ese espasmo de llanto, y creo que ahí está el gran acierto de Lola en estos cuentos que a ratos parecen crónica o incluso ensayo, Lola nos muestra que esas sombras somos nosotros también. 

El catálogo de personajes es vasto. Van a poder encontrar inspectores, asesinos, trabajadores de limpia que encuentran dedos en la basura, hombres que son gatos, traficantes de marfil, fotógrafos de manicomio y sombrereros acaudalados. Todos y cada uno de ellos demuestran el enorme trabajo de investigación de la autora para poder llevarnos al México de Porfirio Díaz y al México del 68 en el mismo libro. Mis dos relatos favoritos son, como ya se lo imaginarán, el primero del libro La muerte niña y Venganza de marfil. Ya les conté un poco sobre la primera historia, la segunda la dejaré más en suspenso, solo diré que Lola realiza un viaje narrativo que va desde Nigeria, pasa por Houston y llega a la ciudad de México. Un pequeño objeto puede desatar más historias de las que podemos imaginar. 

Las sombras que retrata Lola muy al estilo de Diana Arbus (quien por cierto aparece también por ahí), se cuelan en el presente de la Ciudad de México con un contundente mensaje, “no dejemos que estos ecos desaparezcan”. Leyendo a Lola recordé la nota roja que me contaban mis abuelos y recordé el México del encierro de Revueltas. Pero sucedió algo extraño también, recordé los sonidos huecos que escuchaba en mis caminatas nocturnas cuando vivía en Mixcoac, y las siluetas deformes que juraba ver de niño cuando pasaba frente a Lecumberrí camino a casa.

No podría haber mejor lectura para este mes de octubre que este hermoso y aterrador libro de la editorial Paraíso Perdido que nos recuerda que la realidad puede ser más lúgubre que la fantasía. Todos albergamos algo de locura y algo de maldad, escuchar la huella enmudecida del pasado quizá nos ayude a no caer totalmente en los abismos que narran estas tristes sombras.

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