Para Gabriela.
Por Alejo Tomás Ambrini
Jacqueline me insistió mucho, me llamó, me envió varios wasaps y hasta me dejó un mensaje en el contestador. Ya hace unos meses que me escribió para invitarme, me avisó con tiempo. Busqué en vano una y mil maneras de excusarme, pero al escuchar su dulce voz no pude decirle que no. Hacía casi diez años que no la escuchaba. Su voz seguía igual, mi vida ya no. Abandoné las excusas que tenía en la manga y decidí aceptar.
Vaya que busqué pretextos, revisé en la agenda si tenía algo para ese sábado, pero no. Busqué alguna actividad, algún concierto, algún seminario gratuito del gobierno de la ciudad, no había nada, ni el cine del MALBA daba función esa tarde. Les escribí a las chicas para ver si tenían algo que hacer ese día, pero no me respondieron. Es irónico que cada vez que quiera o pueda, ellas nunca respondan.
Con ellas me siento en Plaza Francia a sacarnos fotos para Instagram haciendo que tomamos mate, que adoramos el verde y nos gusta esta jaula de cemento —a mí sí me gusta— No reniego, la ciudad me dio más de lo que jamás tuve. Acá estudié, aprendí, me formé, mejoré y conocí otro mundo.
El verde ya lo tuve, no lo extraño, y los mates ya me los tomé, pero los sigo preparando sin azúcar, sin lavarme la cara y con los pelos arrasados por un remolino nocturno. ¿A quién no le gusta el mate? Conozco varios porteños que lo detestan, que lo miran de reojo como si fuera una especie de pócima con gusto a insectisida.
Probé mi primer mate a los nueve años estando con mamá. Lo recuerdo suave y dulce como un acontecimiento cumbre en mi vida, imborrable, lo probé sin vacilar, tan rápido que ni siquiera lo sentí caliente. Mamá aplaudió y dijo “muy bien”. Yo también aplaudí. Me senté arriba de un tronco y nos quedamos mirando la lluvia punzante que se deslizaba a través de las hojas de un árbol llorón.
Lo recuerdo como si hubiese sido ayer. Es unos de los pocos recuerdos felices que tengo de la localidad General Álvarez, de Jacqueline por otra tengo recuerdos que me acechan y me dan descargas en un abrir y cerrar de ojos. ¿Acaso la memoria tiene la mala costumbre de recordar momentos y personas por olores, colores y música?
El sábado por la mañana llené el tanque del auto de gasolina y lo llevé al lavado. Le pedí a una vecina que vive en el mismo edificio una planchita prestada, le dije que el lunes se la devolvía, al decirle gracias me cerró la puerta en la cara. Esa tarde traté de dormir la siesta para no tener sueño por la noche, pero no lo conseguí. Sentí una especie de nervios. Un torbellino de nombres, olores y colores invadieron mis pensamientos. Miré Los Simpson, pero no pude reírme. Me bañé y salí a las ocho de la noche puntual.
Nueve y media llegué a General Álvarez, seguía igual, uno de los semáforos de la entrada al pueblo hacía como diez años que tenía una luz quemada, seguía así. El edificio de La Sociedad de Fomento había cambiado de color blanco a un color rosa más grotesco, más inútil, más abandonado. Mi mirada se posó sobre los autos estacionados. Por un momento creí que estaba en la vereda de una base de taxis por la cantidad de autos hechos mierda que había, Uber no había echado raíces y yo tenía mi mano apoyada en la frente cómo quien vive resignado buscando respuestas a preguntas tontas.
Pensé en pegar la vuelta, pero acomodé el auto, me arreglé el pelo, agarré la bolsa con moño y al bajar del auto levanté los pantalones para no ensuciarlos con el charco de agua sucia que asomaba a la orilla del cordón. Caminé los diez metros que me separaban de la puerta tratando de no caerme. Tuve que estirar mis pasos abriendo bien las piernas porque el barro silencioso no me dejaba avanzar. En la entrada había dos o tres viejas fumando que decían que las empanadas estaban muy ricas y que le llevarían unas a Nelly. Las saludé pero no me registraron, me sentí un poco molesta por su desinterés.
Jacqueline estaba inflando unos globos, al verme salió corriendo a abrazarme. Su boca tenía saliva en las comisuras de sus labios, se había teñido un poco más rubia, como usó agua oxigenada su pelo estaba reseco. Estaba más grandota de espalda y de piernas, su cola parecía deformada. No le entendí muy bien lo que dijo, pero a todo le contesté que sí. Salude a Lito, su padre, y a Mabel, su mamá. Los dos estaban muy emocionados esperando la entrada de Romina por su decimoquinto cumpleaños.
Me paré contra una columna mientras sonaba Robbie Williams con su canción “Angels”, hacía mucho no la escuchaba. Saqué el celular para chismear el Instagram de Robbie Williams y no tenía señal, no me molesté en pedir wi-fi. Me dije a mi misma que saludaba, comía y me iba, visita de médico. Me quería despertar temprano para salir a correr por El Rosedal.
Cayeron serpentinas y los globos rosas con un poco de saliva de Jacqueline. Todos aplaudían y un par silbaban como si estuvieran en una cancha. Romina tenía un vestido de color blanco ajustado al cuerpo con una corona de flores en la cabeza. Me impresionó el lomo que había sacado, el mismo cuerpo de Jacqueline hace unos años cuando tenía un lomazo, pero se le fue las manos con las tutucas y las tortas fritas.
Fui la última en saludar a Romina. Creo que ni se acordaba de mí, pero me saludó fingiendo interés. Le entregué el obsequio y me preguntó si Juanita Jo era amiga mía. Me reí y sin ser irónica le respondí “ojalá”. Las mesas estaban desparramadas a la buena de dios, no había lugares asignados. Por momentos me quería sentar con Jacqueline, pero al rato se me pasaba, sentía de nuevo nervios porqué no sabía de qué hablar con ella. No quería tener que decirle que maestra de jardín de niños no es una carrera universitaria cuando me contara que está estudiando eso, pero no voy a mentir, la busqué varias veces con la mirada.
Me sentía incómoda pues mi mesa estaba conformada por una señora chiquita y bien vieja que asentía con la cabeza todo el tiempo; le tenían que cortar la comida, por un señor que tomaba vino con hielo mientras decía que tenía que volver la dictadura que a él no le había pasado nada y una señora que lo miraba fijo y le contestaba “Esas son exageraciones, a mí tampoco nunca me pasó nada. Yo no conozco a ningún desaparecido”.
—Che, nena, comé — me dijo el viejo con la panera en mano.
—Ya comí, ya comí — le respondí.
La jarra de vidrio tenía una “Coca Cola” que por supuesto no era, tenía un sabor más dulzón, más barato. El vino era del señor que seguía hablando cada vez más agresivo. Me levanté y fui a pedir un vaso con agua, caminé unos pasos hasta una ventana que se abría en medio de una pared que daba a la cocina y lo pedí pero nadie me escuchó. Había mucho olor a empanadas, me dirigí al baño con el vaso en la mano y fue en ese momento que me di cuenta que no tendría que haber venido. Lo vi ahí a Javier, mucho más flaco, la cara chupada, uno de sus dientes delanteros ya no estaba, su cabellera registraba los primeros rastros de calvicie y tenía la piel cascaruda, seca, las uñas mal cortadas.
Javier estaba delante mío, el vaso no se me cayó como en las películas, ni volví marcha atrás, ni agarré mi celular, actúe lo mejor que pude, agaché la mirada pero fue en vano. Javier me vio, me volví a sentir incómoda, lo contemplé atónita y por un momento me sentí pequeña, mi respiración se interrumpió. Tomé aire, exhalé.
—Jime, ¿todo bien?
—¿Qué haces acá?
—¿Yo? ¿Qué hago acá? ¿Vos qué hacés acá?
—Discúlpame me invitó Jacqueline. ¿Vos también cumplís años hoy?
—¿Ya te olvidaste el día que cumplo? Se ve que también te olvidaste que soy primo de Jacqueline.
—Tenés razón, se me había olvidado. ¿En marzo era?
—Febrero, estuviste cerca. ¿Y vos?
—Octubre.
—Diez de octubre del 92.
—Sí, mirá cómo te acordás.
—De eso me acuerdo, es fácil. Lo que no me acordaba era de tu cara, pasó mucho tiempo.
—¿Mucho no?
—Doce años, más o menos.
—Cómo pasa el tiempo.
—Parecés más chiquita que antes.
—Gracias, debe ser el pelo que me lo planché, me hace más joven. Ni siquiera me fijé como me quedaba, me vine volando para acá.
—No te gusta llegar tarde, lo sé.
—No me gusta ser impuntual que es diferente.
—Es lo mismo.
—¿Te acordás cuando te esperaba en la esquina de la Media 2?
— 12:50 todos los días, menos cuando tenía gimnasia que iba a comer a casa o cuando nos comíamos un pancho en el kiosquito. Cómo te gustaba el kétchup.
—Sí, eso no lo cambié. Me intriga la gente que no le pone kétchup a los panchos, para mí algo esconden. ¿Qué será de Karina?
—Ay qué pelotudo, seguís igual con esas teorías boludas que ya no dan gracia. Si no sabés vos, menos voy a saber yo. Me hacía reír porque siempre decía que éramos hermanos.
—No, es verdad. ¿Quién no le pone ketchup al pancho? Boluda, ¿te acordás de la negra Karina? Qué flash, boluda, si le habré dejado debiendo envases de birra. No lo sé, desapareció de General Álvarez, nunca más vi a la negra Karina, de película.
—Me acuerdo que atendía con los hijos y dejaba fumar a los chicos del colegio dentro del local.
—Una masa la Negra, me había olvidado te juro. Ahora en ese lugar pusieron una panadería.
—¿Otra panadería más? ¿Otras cosas no saben poner acá?
—Es que si no ponés una panadería, carnicería, ferretería o forrajería no laburás.
—¿Y un Rapipago?
—Podría andar bien pero no laburaría como una panadería.
—Les facilitaría muchas cosas. ¿Dónde vas a pagar las cosas vos?
—Las pagan mis viejos, muy de vez en cuando les doy algunos pesos del plan para ayudarlos pero está todo muy jodido.
— ¿Seguís viviendo con tus viejos?
—Sí, y ¿vos? ¿cómo andan los tuyos?
—Yo estoy viviendo en un departamento que alquilé en Barrio Norte, ¡bah! es Palermo, pero allá le dicen así. Mis viejos bien, se están por ir a vivir afuera, no sé a qué parte pero están bien, ni les conté que venía.
—Ulalá señora, Barrio Norte, creo que conozco. Mandale un beso grande a tu vieja y a Walter también. ¿Sigue de aficionado por Independiente?
—Les mando. Sigue loco por Independiente, cada vez que ve a Bochini se larga a llorar.
—Pobre, tengo dos paquetes de azúcar para que le lleves de parte mía.
—No seas boludo y vos, ¿seguís mirando a River?
—Eso no se pregunta.
—Si me habré perdido domingos enteros mirando partidos con vos. Todavía me acuerdo del bar ese que había enfrente de la plaza, ¿sigue estando?
—¿Lo de Cholo? No, se murió. Pobre viejo le agarró neumonía.
—Me acuerdo de su cara y que me decía hija, siempre tenía puesta una boina y reía como una ardilla.
—Era re piola el viejo encima gallina como yo.
—Che, y Franco, ¿cómo anda?
—Bien, el Gordo ahí anda, laburando un poco. Se puso una barbería a unas cuadras de acá y yo le doy una mano.
—¿Cómo que le das una mano?
—Sí, corto el pelo, barro, cebo unos mates. Le doy una mano, es mi hermano más chico y no puedo dejarlo tirado.
—¿Pero no tiene mi edad Franco? Tampoco es tan chico.
—Veintiocho tiene.
—Está más cerca de los treinta que de los veinte.
—El próximo año va a arrancar a estudiar, ya se lo prometió a mis viejos.
—Debería prometérselo a él mismo y no a ustedes.
—¿Y vos seguiste estudiando?
—Sí, ya estoy recibida de odontóloga.
—¿Dentista?
—Sí, si sigue todo bien en unos meses abro un consultorio propio.
—Te felicito, ojalá que así sea, el país está muy jodido.
—Gracias.
—Pensé que querías ser bióloga marina.
—¿Te acordás?
—Sí, bióloga marina y abogada.
—Cómo cambia todo. ¿Vos te recibiste de arquitectura?
—No, deje. No me gustaba, no me sentía cómodo. No me imagino dirigir una obra y dar órdenes a varios tipos al mismo tiempo, encima tenés que levantarte temprano y yo al sueño lo tengo cambiado. Siempre me acuesto después de las cinco, seis de la mañana.
—¿Todavía te cuesta dormir?
—Sí, mucho, ni fumando un porrito me agarra sueño, al contrario, me agarra un hambre y me voy al kiosco de Ramona y si hay alguien me quedo charlando.
—¿Qué es de la vida de Ramona?
—Ahí anda siempre renegada. Uno de los hijos se le fue a vivir a Salta y se quedaron con don Julio.
—¿Sigue usando la pollera?
—Olvídate, no se la saca más la vieja. La ves caminar y parece un pingüino de Madagascar.
—Sos malo, eh, tu abuela también usaba una pollera parecida.
—Si habremos comido ricas milanesas en la casa de mi abuela.
—La mejores de General Álvarez y alrededores.
—Cómo te quería mi abuela, siempre me preguntaba por vos. Se acercaba y al oído me susurraba: “Javiercito ya se va a arreglar con la Chinita”.
—Si ella supiera.
—¿Si supiera qué?
—Mira Javier no tengo ganas de pelear está todo más que bien. Nos vimos, charlamos un poco y listo. Pasado pisado, vos sabés muy bien lo que hiciste y el tiempo que me costó superarlo, así que por favor, cero dramas. No volvamos todo para atrás, ¿dale?
—Pero si vos me viniste a hablar.
—¿Yo te vine a hablar? Dejá Javier, está todo bien. Olvidate, no tengo más quince años.
—Si es por las cuotas del auto que le debo a tu mamá apenas junte toda la plata le digo a Jacqueline para que te avise.
—Eso ya fue, ni me acordaba que a los dieciochos años le hiciste sacar a mi vieja un auto en cuotas. En serio, está todo bien.
—Bueno, si vos lo decís. Te hago una última pregunta y no te molesto más.
—Decime.
—¿Te sigue gustando Manu Chao?
—Qué pregunta mas boluda, y eso ¿qué tiene que ver?
—Porque los fui a ver a un festival en Mercedes y me acordé de vos.
—Bueno, gracias, me alegro, ¿y a vos te sigue gustando el tango?
—Sí.
En esa media hora, una hora, quince minutos, no lo sé, se agotó mi cuerpo, sentí ardor en el pecho, me quedé sin saliva y perdí todas las energías. Entre al baño y deje el vaso que tenía en la mano al costado del lavabo, tomé agua directo de la canilla, mucha agua. Volví hasta la mesa y en mi silla estaba sentado Javier, la señora chiquita dormía y la otra señora escuchaba atenta al señor que con los ojos flameantes y la nariz roja por el vino sin hielo hablaba enérgico. Javier me agarró del brazo y me dijo: “Te presento a mi tío Hugo”.
—Nena, ojalá todos los pibes salgan con la cara de laburador de mi sobrino.
No sabía si llorar o reírme, ni siquiera me senté. Ya estaban por ser las once de la noche, agarré la cartera y enfilé hacia la puerta, Javier me habló por última vez.
—Jime, decile a tu vieja que se quede tranca palanca que apenas pueda le doy la plata, que no me olvidé
—Nadie promete tanto como el que no va a cumplir.
—¿Qué tango es ese? Si querés antes del carnaval carioca le digo al DJ que se cope y pase unos tanguitos— dijo y me guiño un ojo
No respondí, no saludé, me escapé, me fui. Al subir al auto, me temblaron las piernas. La noche estaba vacía de esperanza. Pasé el semáforo y salí del pueblo. Me guié por los bulevares y subí al Acceso Oeste, estuve cinco minutos tratando de enganchar algo que me gustara en la radio hasta que escuché sonar un tango. Era Gardel que cantaba:
“Fiera venganza la del tiempo
que le hace ver deshecho lo que uno amó.
Este encuentro me ha hecho tanto mal
que si lo pienso más termino envenenao
esta noche me emborracho bien me mamo bien mamao para no pensar”.
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