Por Alejo Tomás Ambrini
Yo supuse que la noche, a lo lejos, allá bien lejos, me envolvía. Lo supuse al sentirme abrigada por ella, el viento hacía temblar las hojas de los árboles y el silencio se podía escuchar.
Las luces imparables de la calle perdían su brillo mientras los relámpagos centelleaban débiles y fogosos, en ese cielo que me hacía parte de todo. Era parte de esa atmósfera, única, mía, solo mía.
Sentado en el cordón, con las rodillas a la altura del mentón, mis ojos flotaban. La magia del verano corría por los costados, mis manos tristes la dejaban pasar.
No había estrellas, el cielo inmune, negro y oscuro era más bello así. Una gota pequeña, como una aguja frágil, rozó mi nariz y una tristeza profunda se encimó por mis hombros. Ya el cielo no me pertenecía, me cayó una lágrima y la lluvia me mojó del todo.
Deseé de mala gana que esa noche llevara mi nombre. Me creí único al admirar el cielo, su mal carácter y sus descargas eléctricas.
El viento suave me silbaba al oído, la lluvia se empecinó conmigo y comprendí que yo era insignificante y que el sueño, mi sueño, había acabado.
Categories: Contenido, Cuentos, Destacado, Otros cuentos