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Cuento | Viernes azul

Por Alejo Tomás Ambrini

Viernes azul, esperé sereno bajo el ancho cielo con nubes. El soplo del aire que corría se hizo rumor en todo el pueblo. Sentado, observé la escena que nunca imaginé ni creí ver.  Escuché el antes y el después; los gritos, el golpe absurdo e irremediable de las manos en las sienes, los llantos, los lamentos, el humo, el fuego, el sonido de las sirenas, el calor acariciador de ese día, el ardor profundo de la vida misma y lo que queda después, que sigue sin su rumbo en paz, sin tiempos, como si nada hubiese sucedido.  Permanecí en silencio, no pude llorar, supliqué llorar. 

Es mentira que alguien te espera. Todavía no encontré a mi papá ni a los abuelos que no llegué a conocer, a quienes veía en fotos viejas guardadas en una caja de zapatillas llenas de polvo. Tampoco existe un dios, no hay un cielo, ni reencarnamos en animales ni tantas idioteces más que nos hacen creer para darnos consuelo. El consuelo de los tontos, los mismos tontos que con sus religiones nos hacen creer que la culpa es de los otros. 

Me alejé unos metros, crucé al otro lado de la calle de forma pausada, rogando que alguien me estuviera observando. Me senté justo en una esquina debajo de un toldo negro con pequeños orificios semejantes a estrellas. Miré mis manos, acaricié mi cuello e intenté tirarme el pelo pero fue inútil, hice el intento de morderme las uñas, pero mordí el polvo, era inexplicable. Ya no sentía. 

Todavía no había caído, no me había percatado del impacto así que metí las manos en los bolsillos buscando el atado de cigarrillos, prendí uno, el humo salía por todo el ancho de mi cuerpo. No sentía el gusto a tabaco ni el aliento amargo, me sentí asustado, mis pulmones aliviados.

Les costó sacarme, vinieron hasta los bomberos. Estaba incrustado con la mitad de mi espalda en el lado de adentro del acompañante de una camioneta Ford F-100, modelo 80, con el interior nuevo salpicado de sangre, como si fuera brillantina por la mezcla  pegajosa y brillosa que se dio con los vidrios hechos añicos. La misma camioneta que me hubiese encantado comprar unos meses más adelante, para que mamá no reniegue  con la moto, que ya tampoco podré usar. 

Tan destrozado estaba mi cuerpo que ni sirvió para donar ningún órgano ni tampoco para hacer velorio. No recuerdo como fue el golpe, pero sí que fue de frente, letal, duro, seco. Golpe y a la bolsa. Nobleza obliga decirles que solo yo tuve la culpa, ni siquiera pare en los semáforos,como siempre, ni tampoco llevaba casco. Fue en un santiamén. Mi muerte fue un parpadeo. Mi juventud corta. 

Me trajeron de madrugada. No pudieron salvarme. No me agarró un paro cardíaco camino al hospital, ni hicieron RCP como me enseñaron en la escuela. Ya estaba todo dicho, el destino escrito.

Las morgues son parecidas a las de las películas, pero menos escalofriantes. Muy cerca de donde están los cuerpos desparramados en forma horizontal —algunos yacen  tapados con una especie de lámina blanca, otros no — los muchachos que están a cargo de nosotros toman mate, hablan por celular, escuchan música e incluso juegan al truco porque la vida sigue sin esperar a nadie. El mundo no se detiene. Lo que daría por cantar un envido con veintiuno. Sí, la vida, chiste malo, malísimo. 

Como no quería estar ahí, de un suspiro huí, deambule por el hospital. Mi único miedo después de muerto era que llegara María Elena, mi madre. No estaba preparado para eso, nadie lo está. Ojalá todo fuera al revés y no así.

 Me dirigí hacía uno de los baños porqué me urgía verme el rostro,  el estado en que me encontraba. Floté sin pedir permiso, sin que nadie me viera, sin que nadie notara mi presencia.Quería tocar el suelo, quería apoyar mis piernas destrozadas para poder caminar, me resultó imposible. 

Primero pensé que el vidrio del espejo estaba muy sucio y no podía verme, después me di cuenta que no me reflejaba, ya no me reflejaba, que ni siquiera tenía sombra y que, poco a poco, la sensación de las texturas, los sonidos y las fragancias ya no las recordaría. Tendría una leve sensación, pero no las recordaría como quisiera. 

Fue inevitable darme cuenta que no crecería más, que no volvería a sonreír, que no volvería a imaginar, pensar, ni tener proyectos. Ni siquiera algún beso de alguna chica de ojeras melancólicas con el pelo largo, dorado, con ojos esmeralda. Tampoco terminaría el colegio para que mamá se pusiera feliz y les contara con una sonrisa mágica a las vecinas que yo había terminado el secundario. Ni sabría qué sería ir a la facultad ni tomar una cerveza aguada y fría a la salida de algún parcial en un barcito. No volvería a oler ni sentir la lluvia, ni el viento ni mis lágrimas saladas bajar por las mejillas. No tendría hijos ni experimentaría tener nietos. 

Mi retrato se conservaría joven, bello, esbelto sin el filo ni el óxido tirano del transcurso del tiempo. 

Tampoco sabría lo que sería tener miedo, convivir con angustia, ni sentir peligro. No viajaría a todos los lugares que me hubiese gustado. Ni  me sentiría inmenso al observar el mar, ni sentiría la dulzura musical que le otorgaba a mis oídos escuchar a mamá tocar el piano. Todo sería solo recuerdo y es la única forma de la que viviría hasta que el olvido se volviera cruel y ya no existiera. Una lápida con mi nombre inscrito, el pasto largo,  flores marchitas, una pequeña  placa de bronce y un banderín de River Plate. 

Si tuviese un deseo, por más efímero que fuera, sería volver a los brazos de mi madre, lamer el gusto a inocencia, volver a escuchar su voz, perpetuarme en sus manos y observarla tocar el piano aunque sea unos  instantes  para volver a ser eterno. 

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