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Cuento | Volver a mentir

Por Aldo Cicardi González

Don’t believe a word, 

‘cause words can tell lies. 

And lies are no comfort 

when there’s tears in your eyes.

Gary Moore

“¿Qué tienes?”

“¿Te encuentras bien?”

¡Odio esas dos preguntas! Son lo peor de una rutina social fútil. Ni que me estuviera muriendo. Me cuesta creer que sean sinceras, desbordan un tono de morbosa y zalamera hipocresía que detesto. El que está del otro lado no me conoce, solo ha leído mi nombre en la tapa de algún libro que quizás no terminó. Se asoma por la esquina de mi ser en el momento menos adecuado. Es mejor no mirarlo. Evadir. “Nada, no es nada”. La voz se corta involuntariamente. “Nada, en serio, todo bien”. Construyo una sonrisa de papel para que me deje en paz.

Pero es difícil en medio de esta supuesta fiesta, colmada de gente a la que no quiero comenzar a dar explicaciones. Voy al baño. Lloro frente al espejo, sin ninguna razón en particular, ¿o tal vez por todo? Me tiro agua en el rostro. Pienso en huir. No pretendo atentar en contra de la diversión. Ellos no comprenderían que solo lloro porque a veces pasa en este mundo y es como una lluvia normal de verano. Un desahogo necesario para no forzar demasiado los límites de la salud mental. La vida del escritor es rara: resignifica los momentos felices a través de lágrimas o simplemente está aquí y allá, en el presente y en el pasado, escondiendo la realidad con la ficción, todo en un mismo instante. Experimentos de resultados inciertos. Lloro viéndome a los ojos a través del espejo.

Salgo de ahí. Decido mentir “¿Si doy una razón de peso me dejarán en paz?”, solo quiero que esto pare. Con ello me refiero al origen de esta herida dentro del cuerpo, al instante en el que la sangre comenzó a brotar sin remedio, inútil en sus esfuerzos por coagular, por cicatrizar, por formar una costra al menos; tan siquiera impedir el constante goteo de la desolada realidad que deja una mancha como de aceite quemado, un recordatorio que siempre termina por encontrarme en el lugar menos esperado. Cada ocasión de manera más violenta e intempestiva. Resultados de experimentos inciertos.

—Un amigo perdió la vida. Me acaban de dar la noticia. Estaba llorando. Ya estoy mejor. —Y con un suspiro, fijando la vista hacia un infinito vacío, me dispongo a seguir inmerso en mis propios asuntos. La mentira ha sido dicha y no existe necesidad de más explicaciones. Mis amigos me miran. Saben que estoy más allá de un límite que no se atreven a cruzar. Un valiente dispara:

—¿Quién?

—Joel. No lo conocieron. Joel Prado… era un buen amigo—. En mi voz hay absoluta verosimilitud. En lugar de sacar de la nada a un póstumo amigo, es mucho más sencillo utilizar a Joel Prado, un personaje incidental de la novela que estoy escribiendo. No es que me haya detenido a planear escrupulosamente mi mentira; simplemente quiero perderme en mis pensamientos un poco más, hay intranquilidades difíciles de traducir en palabras. No estoy pensando bien, ¿qué me pasa?

—Oye, y si no es mucha indiscreción, ¿te puedo preguntar qué le pasó?

Silencio que solo yo percibo. Barullo interior. Digo gravemente —Suicidio —. Y al fin, con esa palabra tan fría e impiadosa, creo saciar su sangrienta necesidad de razones. Esa maldita manía de algunas personas, ¿no pueden conformarse con que las cosas pasen sin una explicación aprehensible por la razón y la lógica? Como yo que simplemente lloré, sin una de esas historias interesantes por detrás; que ahora miento y hasta llevo a mis personajes ficticios a cometer actos de muerte, solamente para ganarme unos minutitos de santa paz. Segundos, pues de inmediato todos en la fiesta desfilan ante mí con máscaras de consternación, como si detrás de ellas realmente les importáramos Joel y yo. Solamente es una necesidad enfermiza de estar enterados para no sentirse excluidos en la propagación del chisme.

Más pronto de lo que creo estoy inventando entrecortados viajes a playas, desiertos y bosques; borracheras maratónicas de whisky y ginebra que duraban días enteros, charlas llenas de risas con olor a madera vieja, consejos de los que solo se comparten los verdaderos amigos, noches al calor de la cerveza y una fogata bajo las estrellas, infortunios en cárceles por crímenes que nunca sucedieron. Entonces lloro de nuevo y más amargamente. Esta vez con una razón verdadera. La fragilidad de una amistad que se fue. Demasiado tarde para dar marcha atrás ¿Qué me pasa? Cierro el maldito grifo caprichoso que tengo en lugar de ojos. Finjo nuevamente estar mejor.

Comento bruscamente que prefiero cambiar el tema y pronto todos regresan artificialmente a una normalidad que inventan en el acto, pero en sus ojos uno puede contemplar que solo se han replegado. De vez en vez vuelven a mirarme. No sé qué pensarán.

Cansado de ese circo, aturdido, desangrado, casi en trance; decido que un adiós con la mano a las tres o cuatro personas que de verdad conozco en este lugar basta para escabullirme de esta reunión que desde hace mucho dejó de tener sentido para mí. Al hacer mutis dejo todas mis mentiras detrás en un limbo del que nunca podrán volver a perturbarme. En este momento creo sinceramente que así será. Me convenzo a mí mismo de ello.

Los días siguientes me encuentro mucho mejor, de un humor renovado como siempre me pasa cuando logro desahogar el caño mugroso de mis sentimientos. Recibo algunas llamadas telefónicas, aún de consuelo y pésame. Yo me sonrío taciturnamente (a sabiendas de que nadie de ellos me ve realmente a través de la línea) y sigo la mentira con una voz apagada; — Al fin y al cabo —, pienso, —Ya da igual; lo peor ha pasado y paulatinamente la efervescencia que provoqué con mi torpeza y sensibilidad (absurda en veces, lo reconozco) pasará, como pasa todo tarde o temprano—. En la televisión transmiten El día de la marmota. Bill Murray vive el mismo día una y otra vez.

Vuelvo a la escritura, el gran vicio que tanto éxtasis me ha provocado a lo largo de la vida y que siempre me espera como la amante perfecta que es. Y así como cualquier amante, cada encuentro con ella es un volado, una apuesta. Hoy me espera con un cuchillo ensangrentado entre los dientes y yo todavía no lo sé. Busco entre las páginas de la novela que estoy escribiendo. Todo está ahí, dispuesto para mí. Todo esperándome excepto Joel Prado. Sorpresa. ¿Me está jugando una trampa la memoria? La sangre se agolpa aleatoriamente por el cuerpo. Palpito cada vez más rápido. Joel estaba aquí, yo lo recuerdo, aturdido por las calles de Roma, ensimismado por la contemplación de tanta belleza, ¡recuerdo cómo lo describí la última vez! 

Primero se lo atribuyo al desorden constante de libros, cuadernos y papeles que reina en mi estudio, después pienso que tal vez extravié las hojas en alguna borrachera solitaria de vino (que siempre son traicioneras); pero por más que busco y leo todo el material que llevo escrito, encuentro que cada una de las cosas, lugares y personas que recuerdo están ahí, excepto el señor Prado que, si bien no era el personaje principal, sí era mi favorito, el que de alguna manera expresaba siempre (en sus diálogos, sus acciones, en cada mínimo detalle) mi forma de pensar y de ver el mundo. Pero ahora ya no está. Se ha ido. Se esfumó en la nada, ¿o peor aún?, ¡cometió suicidio!

Me estoy volviendo completamente loco, no puede haber más explicación, ¿de qué otra manera entender la desaparición de Joel Prado de los párrafos que hasta hace poco lo mostraban como un personaje de mi creación?

Detesté una y otra vez el momento mismo en que tomé la decisión de asistir a esa fiesta a la que, cabe mencionar, no quería acudir desde un principio y en donde todo comenzó a volverse como producto de un sueño absurdo e irritante. Comienza a pesarme, ahora sí de verdad, la pérdida de Joel. Es mi mentira materializándose de una manera tan cruel que me hace doler la cabeza, estruja mis entrañas soltando de ellas un chillido como de carbón encendido. Esto exige empujar hasta el fondo la botella de vino en la búsqueda de respuestas. Quiero leer los signos en la oscuridad, pero me cuesta mirar a través de las tinieblas de esta sobriedad engañosa.

Resacas. Trato de reescribir todo lo que desapareció de sospechoso súbito. Apelo a mi poco fiable memoria. Pero por más que lo intento no puedo siquiera esbozar a Joel, a aquel con quien, por momentos, me había sentido profundamente identificado. Ese que era yo en mi otredad de personaje de ficción; o ese otro que era yo en mi vanidad de autor. ¿Por qué habría decidido suicidarse?, ¿lo decidí yo? La sola idea me enferma, revuelve ácidamente mis tripas, llena de sudor frío mi espalda y oprime el pecho con dolor. Pareciera que esos restos, apenas vestigios de lo que queda verdaderamente mío allí adentro, se fueran a escapar de pronto del cuerpo para siempre.

Sé que escribir ficción es el oficio de contar mentiras. Y que te crean —como escritor— es un logro, quiere decir que hiciste bien el trabajo. Entonces, ¿qué exactamente es lo que me molesta?

Pronto voy dejando de comer, no salgo más a la calle. Una fiebre me nubla la vista con humos rojos tempestuosos de resplandores llameantes; la enfermedad se apodera de mi ser y voy cayendo en un letargo que me relega a habitar la cama de tiempo completo. Reposo total, diagnósticos erráticos. Pierdo toda noción: tiempo y espacio se vuelven un aire vaporoso, un letargo anaranjado. 

A veces entre alucinaciones y sueños veo a Joel. En cuanto nos reconocemos él me da la espalda y se va. Corre por una especie de playa, por una franja de arena en medio de un cielo pardo. Corre hasta que se interna en el mar de luces. Se vuelve uno mismo con los resplandores. Refulge en el horizonte. Yo acelero con toda la fuerza de mi espíritu. Quiero alcanzarle, necesito verle el rostro. Pero no podré jamás lograrlo, en el sueño lo sé y no necesito convencerme de ello. Joel lo sabe también. Se pierde en la inmensidad del océano de luces. Me deja jadeando, con el corazón dando tumbos y agitando mi cuerpo. Puedo sentir cómo pierdo todas las ganas de vivir y me hundo hasta ahogarme de luz, hasta fundirme. Siempre despierto en ese instante del sueño. Y aunque el sueño viene y se va, como una ola entre el mar rojo de las alucinaciones, me es imposible llegar hasta él, ver de cerca su cara que de algún modo yo sé que es la mía. Necesito verlo y llorar de nuevo, pedirle perdón tantas veces como sea necesario. Volver a nacer junto con él.

Así transcurren meses hasta que un día decido no perseguirlo. Lo dejo perderse en el horizonte. Decido que voy a quedarme con el recuerdo de su partida como una especie de enseñanza que todavía no alcanzo a comprender del todo. Quedarme con su ausencia, ¡vaya ironía!

Quizás fue él quien me había dejado ir hace tiempo, decepcionado porque antepuse mi estúpido hermetismo a la creación que cocinaba con mis letras en él, un tal Joel Prado. Aceptar ese hecho fue difícil y doloroso, pero al fin nos abandonamos. Solamente entonces comienzo a mejorar y la salud regresa a mi cuerpo.

Doy por clausurada la novela que escribía en los días anteriores a todo esto. Al cabo de un tiempo voy dejando de escribir ese tipo de ficciones que de todas maneras no interesan a la gente. Pasa el tiempo. Ciclos. Olvido casi por completo todo el asunto, como siempre se olvidan las cosas desagradables o que uno no comprende, aunque a veces regresen en medio de la noche con el único propósito de ser olvidadas de nuevo. Y aunque entre sueños me sigue visitando el recuerdo de un lejano amigo al que traicioné y me dejó de hablar, poco a poco lo borré del todo de la memoria, dejé de pronunciar su nombre al interior de mi mente, curé las alucinaciones. O al menos eso creía.

Hace un par de días encontré de nuevo a Joel Prado mientras me sumergía en las letras de un colega leyendo su magnífica novela. Joel ya es mucho mayor, se ha casado y tiene dos niñas. Es capitán de un navío pesquero, las cosas a veces andan bien y otras no tanto. Sin embargo, él no deja de salir a correr a la costa todas las mañanas, le alimenta el corazón ver salir el sol de la profunda inmensidad del mar. La imagen de la luz fundiéndose con el agua le trae recuerdos de otros tiempos, cuando la vida era tal vez más sencilla y menos sofisticada.

Me alegré por él definitivamente y eso me hizo sentir mejor, aunque no pude seguir leyendo y resolví abandonar definitivamente esa lectura. Quizás por miedo de que el final del relato se escapara de nuevo a la capacidad propia que tienen las mentiras que dan forma a mi mundo, o que a la vuelta de la página pasara algo ahora sí definitivo, algo que yo no pudiera aceptar tantos años después. 

Preferí quedarme con el sentimiento de haber reencontrado a un viejo amigo y por un rato lloré, como en los viejos tiempos, sin razón aparente. Y sin embargo al mismo tiempo me hallé de un humor totalmente renovado y limpio, como si algo muy añejo hubiera coagulado dentro de mí, una herida (de varias aún pendientes). Entonces me nació de nuevo ese cosquilleo. Esa pulsión original. Esas ganas de retomar un viejo amor por mucho tiempo olvidado. 

Tomé mi pluma favorita y escribí “¿Qué tienes?, ¿te encuentras bien? ¡Odio esas dos preguntas! Son lo peor de una rutina social fútil…” Releí. Y entonces, sonriéndome a mí mismo, cómplice de mi propia travesura, volví a ser un mentiroso de nuevo, un escritor otra vez.

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