Cuentos

El cuento en cuarentena | La maldita máquina

Por Jesus Ugarte Vázquez

El cuarto piso del conjunto habitacional de la calle Florencia se encontraba acordonado y custodiado por policías que habían acudido al llamado de la señora Estefi, quien decía haber escuchado gritos en el departamento de su vecina, la aclamada escritora de cuentos de terror Carmen Esquivel, la madrugada del viernes 30 de abril. Los peritos criminalistas cubrían la escena. Tomaban fotos, sacaban muestras, buscaban indicios de huellas dactilares, algo que pudiera explicar la forma tan severa en la que había sido asesinada la escritora. Nunca antes aquellos hombres se habían enfrentado a algo parecido. El cuerpo tenía tres perforaciones exactas en cada costado, el rostro destrozado, los brazos cortados como con una cierra y un gran hueco en el abdomen. Se interrogó al portero del edificio, quien decía que la joven vivía sola, y que nunca la había visto llegar con alguien. Se pidieron los videos de las cámaras de seguridad y en la última grabación donde aparecía, se le veía cargando una caja gris y nada más. 

Todo comenzó dos días antes, durante la noche. 

Carmen se encontraba sentada en la sala del departamento frente a su computadora intentando conseguir algo verdaderamente bueno para su próxima novela.

Libros tirados en el suelo, hojas con palabras apenas legibles, olor a café quemado, tazas con cigarros. Aquella sala era un campo de batalla. Carmen balbuceaba algunas palabras, se apresuraba a escribir, pero se arrepentía y volvía la vista al frente. Llevaba todo el día sentada, su posición encorvada daba cuenta de ello. Sus ojos estaban tan irritados que por momentos los cerraba para calmarlos un poco. Era increíble que no se le ocurriera nada, que a cada idea le siguiera otra que saboteaba por completo sus esfuerzos. Un intento desesperado la llevó a leer sus obras anteriores, creyendo encontrar así la forma de salir de ese laberinto obscuro de interminables paredes.

La noche había terminado. El reloj del monitor marcaba las tres de la mañana. Lanzó un suspiro, se levantó y apagó la luz.

Pasadas las cinco de la tarde, mientras acomodaba las hojas y los libros del suelo, decidió visitar a su abuela, la señora Lidia que vivía a un par de calles. Necesitaba salir de esas cuatro paredes que la empezaban a asfixiar. 

Carmen encontraba en su abuela una madre protectora que, a diferencia de sus padres, había seguido de cerca su trayectoria y nunca había faltado a la promesa de ayudarla en lo que pudiera.

– ¡Hija mía! ¡Pasa! – dijo la señora Lidia – Justo estaba pensando en ti esta mañana.

–  ¡Abuela! ¿Cómo estás? – dijo Carmen mientras se acercaba para abrazarla.

El abrazo duró unos segundos, luego la señora Lidia la separó tomándola de los hombros.

–  Hija, ¿qué tienes? Te noto rara.

–  Nada. No he podido escribir– dijo Carmen evitando por vergüenza mirar a su abuela.

–  No es el fin del mundo hija ¿Te parece si lo platicamos adentro? – dijo la señora Lidia que sonreía y acariciaba la mejilla de su sobrina.

La plática con la abuela se extendió hasta las once, tiempo en el que se habló de todo menos de Carmen y su problema creativo. 

– Y a todo esto hija, ¿me contarás qué sucede?

– Te voy a decir. He pensado retirarme un tiempo de esto, no sé. Cualquier cosa por mínima me distrae y es algo que no pasaba antes. Es un martirio. Tiene uno que retomar la idea que traía, y luego las horas pasan y nada. ¡Un fastidio!

– Es algo normal. Hasta al mejor le pasa. A tu abuelo le pasaba seguido. Me recuerdas mucho a él. Los dos, escritores apasionados… ¡Ay mi viejo!

Carmen compartiendo aquella nostalgia, la miró compasivamente.

– Lo extraño. Parece que fue ayer cuando todavía reíamos juntos en esta sala y contaba aquellas historias tan asombrosas que escribía. ¿Te acuerdas abuela? 

– Bueno, al menos murió feliz. Murió haciendo lo que más le gustaba

–  Aún no puedo creer que cerca del final se haya comportado tan distante contigo, tan indiferente. Eran inseparables y de pronto parecía irreconocible

Hubo un breve silencio. El tictac de los relojes se hizo presente en toda la sala. La abuela sonrió y se levantó de golpe. Tomó los platos sucios y se dirigió a la cocina mientras continuaba hablando.

– Tu abuelo ya estaba grande y enfermo. Alucinaba de tanta pastilla que tomaba. Con decirte que entre sueños susurraba el nombre de su máquina de escribir.

Carmen, impresionada por esto último, se dirigió a la cocina a interrogar a su abuela.

– ¿Le puso nombre a una máquina de escribir?

– Sí, Carlota. Desde que la compró en un bazar de la India le puso así. Tu abuelo compraba tantas cosas cada vez que viajábamos, pero yo no sé por qué compró esa máquina si tenía las otras, aunque he de decir que la restauró bastante bien. Le dedicó tantas horas. Yo creo que tu abuelo presentía su muerte. Cuando la gente siente eso empieza a hacer cosas extrañas.

De pronto, la abuela dejó los trastes y miró a Carmen con los ojos iluminados.

– ¿Y si te la llevas?

– ¿Llevármela? Pero son recuerdos importantes para ti. No podría llev…-dijo Carmen que de pronto fue interrumpida por su abuela

– ¡Anda llévatela! Lo he pensado de pronto. Si a tu abuelo le funcionó seguro a ti te pasará igual. Desde luego no quisiera que te pasaras tanto tiempo escribiendo como él pero para el propósito que tienes considero que es una idea formidable.

Carmen pensó que la idea era absurda pero por otra parte su abuela estaba haciendo un esfuerzo por ayudarla. Esto la conmovió lo suficiente para aceptar.

Abuela y sobrina entraron al cuarto donde se encontraba la máquina. La habitación no había sido acomodada desde el día en que el abuelo había fallecido, lo que daba la impresión de que en cualquier momento entraría a retomar el trabajo. En medio de todo, encima del escritorio, estaba la máquina. Su color negro era profundo y las piezas de metal brillaban como recién pulidas. El trabajo de restauración había sido realmente espectacular. Bajo esa imagen hipnótica, Carmen cambió de idea. Se había enamorado de aquella máquina, y estaba convencida de llevársela.

Eran las doce cuando Carmen se despedía de su abuela, llevando consigo la máquina en una caja color gris.

Como una niña, iba sonriente, caminando apurada hacia su departamento. Imaginaba lo fabuloso que sería escribir en aquellas teclas blancas tan hermosas y escuchar su golpeteo. Impaciente se apresuró a abrir la puerta.

Una vez instalada la máquina en su escritorio, Carmen tocó delicadamente las teclas blancas sintiendo el relieve de las letras. Estaba enamorada de aquella máquina. Hacía tiempo que algo material no le causaba tal emoción. 

Se dispuso a escribir, para lo cual colocó torpemente una hoja blanca girando el rodillo. La colocación de la hoja le llevó un par de minutos. Finalmente, cuando todo estaba en su lugar, sintió la necesidad de inspeccionar el mecanismo que llevaba la máquina a imprimir con tinta una palabra. Primero escribiendo letras al azar, después su nombre varias veces. El golpeteo de las teclas la emocionaba. El sonido era tan agradable que le hizo imaginar estar escribiendo desde una época distinta. Pensaba que así habían escrito varios de sus autores favoritos y que ahora ella formaría parte de ese gremio tan selecto de personalidades. 

A medida que pasaban las horas, su habilidad con la máquina progresaba de forma gradual. El suelo se empezaba a llenar de hojas con ideas descartadas pero en general, la escritura iba tomando buen cauce. Una jarra de café cargado era el único combustible que necesitaba para escribir de esa forma hiperactiva, sustituyendo así la necesidad de ir a la cocina por algún aperitivo. 

Haciendo una pausa, tomó la taza de café con ambas manos y miró orgullosa la hoja en la máquina. Sus ojos se movían exaltados, leyendo línea por línea lo que había escrito, repasando al final las últimas palabras: “[…] algo la acechaba desde la obscuridad de la noche”

En ese preciso momento, las cortinas iluminadas por la luz de la calle obscurecieron por un instante. La sombra, apenas vista por Carmen, era de un tamaño considerable. No era raro que esto sucediera. Estos eventos se daban a menudo producto de algún ave que interrumpía con su vuelo el paso de la luz hacia la ventana, provocando proyecciones majestuosas en el departamento. 

Con cierta displicencia, Carmen se levantó. Aprovechando el pretexto de la sombra, estiró las piernas, se asomó por la ventana y observó la calle que estaba tan sombría como amenazante. Alzó la mirada al alumbrado público y divisó una paloma que se posaba justo encima del foco. Pronto el ave voló, perdiéndose en la mancha obscura de la noche.

Colocó un cigarro en su boca y lo encendió para poder continuar. Inclinó su cabeza hacia atrás, despidiendo el humo que tomaba formas espirales que bailan hasta llegar al techo para luego desaparecer. Cerró los ojos y una idea maravillosa atravesó de pronto su cabeza, provocando una reacción enérgica en ella. Tomó una hoja blanca, la colocó y empezó a escribir. 

El reloj marcaba las dos de la mañana cuando dos golpes graves se escucharon en la puerta, lo que crispó los nervios de Carmen que llevaba inercia en su escritura. De inmediato pensó que quizá algún vecino, molesto por el sonido de la máquina, iba a reclamarle. Se quedó en silencio por un momento, con esperanza de escuchar de nuevo la puerta que no sonó más.

Resuelta por fin a encarar el problema, se dirigió a la entrada asomándose por la mirilla para descubrir al posible vecino. Para su sorpresa, un largo pasillo obscuro era lo único que se veía a través de la puerta. Dio media vuelta y observó la máquina a lo lejos, percibiendo algo extraño. Se dirigió a la máquina y leyó las últimas líneas: “[…] se acercó a la puerta para intentar abrirla.”

Un leve escalofrío recorrió su cuerpo. Tomó la taza de café con la intención de atenuar su nerviosismo. En el preciso momento en el que sus labios tocaron la orilla de la taza para darle un sorbo, Carmen la alejó, mirándola con desconfianza. Empezó a creer que se había excedido en el consumo de café, habiéndole este provocado una sensibilidad mayor, por lo que tiró al drenaje el resto de café en la taza.

No pasó mucho tiempo para que Carmen decidiera que había sido suficiente. Cerca del final había escrito apenas unos cuantos párrafos que la dejaron satisfecha. Terminó leyendo la última línea: “[…] entra sigilosamente por la ventana

Decidió tomar una ducha para poder conciliar el sueño. Se desvistió y se colocó una bata blanca. Con la mano calculó la temperatura adecuada del agua. El vapor cubrió por completo la superficie del baño, creando una visión nublada del ambiente. Bajo el chorro de agua, Carmen seguía pensando en su historia, creando nuevas alternativas, eventos inesperados, personajes misteriosos. 

Cerró la llave, secó su cabello, se colocó la bata y salió del baño. Un aire frío golpeó sus piernas desprotegidas haciendo que se le enchinara la piel. Volteó hacia la ventana que daba a la calle. Estaba abierta. Quiso recordar por un momento si la había abierto. Cerró la ventana sin darle importancia, observó en el reloj que ya pasaban de las tres de la mañana y antes de apagar la luz echó un último vistazo a su nueva compañera de escrituras.

El silencio invadió todo el departamento. La máquina en la sala se mostraba bellamente expuesta bajo la luz ámbar que entraba de la calle.

Mientras Carmen dormía, algo empezó a hacer ruido en el departamento. Despertó de pronto, intentando buscar sentido a lo que escuchaba. Eran sonidos provenientes de las teclas de su máquina. Encendió la luz y buscó con ansiedad tomar algo para defenderse. Lo único que encontró fue un viejo trofeo. Lo tomó con ambas manos cual bate de beisbol y sin salir del cuarto gritó.

 –  ¡Detente! 

Se hizo el silencio.

– ¿Quién está ahí? ¿Qué quieres?

Lentamente salió de la recámara para dirigirse a la sala, tomando tan fuerte el trofeo con la intención de matar a quien se le apareciera. Aterrada, encendió la luz para descubrir que no había nadie sentado en su escritorio. Giró su cabeza de un lado a otro buscando la presencia de alguien en la sala. Se detuvo frente a la máquina y se inclinó para leer lo que estaba escrito. 

Carmen palideció completamente. Mientras leía, empezaba a correrle de la frente un sudor frío. Su respiración empezó a agitarse. Lo que leía era terrible. Dirigió su mirada  hacia el techo, donde vio lo que el texto decía. Estremecida de horror al clavar su mirada hacia lo que la estaba asechando desde la altura, pegó un grito con todas sus fuerzas mientras una bestialidad amorfa le caía encima.  

La maldita máquina seguía escribiendo.

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