Por Luis Olaf del Lago
Siempre has sabido que los ojos en esa calle son abundantes, que hay ojos en el piso, en las paredes y hasta en la corteza de algunos árboles, incluso hay ojos que nos observan sin que sepamos dónde están. Sales de la escuela como cualquier otro día, te detienes un momento frente a la calle empedrada para amarrar tu pelo con una liga atada a tu muñeca. Siempre las pierdes, nunca sabes dónde ni cómo, pero las ligas para amarrarte el cabello parecen huir de tus cajones. Hay algo diferente en el aire de hoy, la ciudad vacía, la ausencia de esa vecina que ya no estará esperándote al llegar a casa. Ya te habías acostumbrado a tener ese deseo de buenas noches en la boca de la anciana, y aunque nunca fueron cercanas, la muerte de esa mujer seguro pesa en tu camino. Los fallecimientos cada vez más frecuentes están menguando la población de tu mundo.
Emprendes el viaje a la avenida, se hace tarde y nunca es bueno confiar en la oscuridad de las calles, aunque estás acostumbrada a caminar sola sabes que hay que desconfiar de las sombras desconocidas, sobre todo de aquellas que dibujan siluetas masculinas. En la noche es más notorio, tus pupilas se abren como ojos de lechuza, tu falta de oído y de voz te han hecho escuchar el mundo con tu mirada, de ahí tu vocación como fotógrafa, de ahí tu impulso de propagar ojos por todos lados, de tener lentes de diferentes tipos en tu mochila, en tus bolsas, en los cajones y hasta en tu cocina.
Primer paso, segundo paso, vas buscando en la calle algún auto, alguna persona… nadie. El cruce de la calle Tres cruces y Presidente Venustiano Carranza siempre está atascado de transeúntes, nadie, hoy no hay nadie, solo las calles que siempre te conducen de la escuela a la casa.
Das vuelta en Tres cruces para dirigirte a la parada de autobús a un par de cuadras. Siempre te has preguntado por qué se llama así esa calle, tu afición profesa por el periodismo te ha hecho buscar en los archivos sin encontrar una respuesta a tu pregunta. Igual es la calle misma la que se quiere llamar así. Durante mucho tiempo has buscado con tus ojos y con los ojos de tu cámara esas tres cruces, algunos días han sido dos, otros seis, otros nueve, pero nunca tres, nunca has podido encontrarlas. Igualito que tus ligas las cruces de esa calle parecen esconderse, aparecen y desaparecen a voluntad, a veces salen de una ventana, otras aparecen como el copete de un balcón, como el encuadre de una casa. Hoy, en la soledad de tu caminar y en el miedo de ser atacada por alguna sombra inesperada, piensas en otras cruces, en las cruces rosas del norte del país que recuerdan muertas sin nombres. Te estremeces y sigues tu camino en soledad. Te repites a ti misma que estás segura aunque no haya nadie, que a final de cuentas Coyoacán siempre te ha cuidado desde pequeña.
Tus pasos hoy resuenan en el eco de una ciudad sola. El eco de tus pasos se traduce en la sombra de tu cuerpo proyectada sobre los muros de las casas. Una a una vas pasando por esas estructuras viejas que te han observado a lo largo de los años. Te detienes, aún no hay nadie a tu alrededor, aún no hay autos sobre la calle y a lo lejos, en la avenida, donde está la parada de autobús tampoco hay nadie, los árboles se mueven lentamente dejando caer hojas sobre tu cabello rizado.
Te das cuenta de que te detuviste frente a la mezcalería a donde ibas cada jueves con tus amigos al salir de clases, ves esa enorme pared negra decorada con un ajolote rosa gigante, del otro lado un xoloitzcuintle y uno que otro personaje con huesos en lugar de cara. Te quedas hipnotizada por esos ojos, esos dos pequeños ojitos encajados en el enorme monstruo de agua rosa, tomas tu cámara, enfocas el rostro casi sonriente del animal. A través de la cámara algo se mueve detrás de él, una sombra se acomoda en la pared, retiras la cámara y ves el mural con tus ojos desnudos, nada extraño en la pintura. Piensas en los ajolotes, piensas en que solo has visto unos cuatro ejemplares vivos en toda tu vida, pero que desde niña imaginaste que un día uno te llevaría al otro lado del espejo, al otro lado del agua en la chinampa, al otro lado de tu mirada.
Tomas con miedo la cámara y piensas un momento. Piensas en esos relatos de Cortázar donde los ajolotes parecían detener el tiempo en ese zoológico de París, piensas en los dioses internos que guardan esos animales y piensas ahora en ese mural frente a ti, con el enorme ajolote que ya casi te rodea con su cola. Tomas tu cámara de nueva cuenta y sí, sobre el fondo negro brillante se mueven sombras, sombras de personas sin rostro, detrás del ajolote hay vida reflejada en el negro pedernal de ese mural. Enfocas más, las personas van y vienen, discuten frente a ti. Quieres voltear la cara, ya no puedes, una fuerza te impide mover los músculos del cuello. Sientes cómo se tensan los poros de tu piel y ahí te quedas congelada con tu cámara enfocando las sombras detrás del monstruo rosa. Tu figura petrificada recorrió el camino de una vida para acabar ahí, con tus rizos amarrados, con tu cámara enfocando, con tus ojos clavados en el reflejo de las personas que observan esa fotografía de la calle de Tres Cruces con una mujer y un enorme ajolote rosa en el centro. Ahora te preguntas cuánto tiempo estarás ahí, en ese cielo, en ese limbo o en ese infierno fotográfico en el que nunca imaginaste acabar.
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