Cuentos

El cuento en cuarentena | Navegante en el olvido

Por Angela Katherine Chamorro Guerrero

–Mira, ahí, un cisne –señaló con el dedo índice.

–¿Dónde? –respondí.

–Justo entre Andrómeda y Pegaso.

Supe que la región izquierda de su corteza cerebral ya había cuestionado mis palabras, cuando sus ojos tímidos se hincharon tenuemente; que el lóbulo frontal había incrementado su actividad, cuando su nariz empezó a expulsar el polvo que recibió mientras su madre barría la sala; también, que las secciones motoras le habían dado permiso a mi querido amigo para que, al fin, pudiera reír. 

Me contestó con gran esmero en la acentuación de las palabras: 

–¡Qué listo eres! Si no supiese que estamos en otoño y que la estrella que brilla más en el cielo está muy alejada de nuestro planeta, de seguro me comería ese cuentico tuyo de ser un “sabelotodo” –dijo mientras sacaba el pañuelo rojo, que esta vez hacía una magnífica combinación con sus zapatos de charol.  

En ese momento me di cuenta de que, además de tomar la presión, tener la habilidad de teclear la computadora mientras los pacientes me miraban con gran preocupación, palabrear síntomas que el personal  repite sin hacer  una descripción más dinámica o  un poco menos aburrida, revisar la lengua de cada individuo, insertar en el estetoscopio un par de audífonos, que muchas veces me lograron transportar a una fiesta psicodélica, además de eso, hoy, podía tener  un amigo. 

Entonces respondí como si lo que había pensado no hubiese tenido existencia:

 –Lo primero que habría hecho si fuese sabelotodo es darle el consejo a la luna de no mirar hacia el exterior del universo, sino a la vi…

El argumento acerca de mi exótico deseo había sido interrumpido cuando noté que en la baldosa café que estaba cerca de nuestros brazos se hallaba solitario un diente, como si las clínicas de odontología hubiesen estado haciendo promoción el día de hoy.

Salió corriendo luego de darle una brusca patada al diente, sin decir nada. Yo salí detrás de él para acompañarlo hasta la salida, que iba directamente al parqueadero, para que no sufriera una crisis. Era mi obligación, pero el trote que proporcioné no fue equivalente a la angustia que le entró a mi amigo, y desapareció de mi vista sin diligenciar la hoja de datos de la sesión que habíamos tenido hoy.

Me acerqué a la fila del teléfono de atención al usuario, una mujer de voz gruesa contestó: 

–Buenas tardes, atención al usuario, clínica psiquiátrica Los laureles, ¿con quién tengo el gusto de hablar? ¿En qué le podemos ayudar?

–Hola, necesito una cita con el psiquiatra Alex Castro –pronuncié mientras Martha, que hacía el aseo, escurría el trapeador escuchando la conversación. Se fijó en la bata blanca que llevaba puesta, sin poder averiguar exactamente lo que pretendía al hacer una cita conmigo mismo.  

La mujer de la voz gruesa continuó:

–¿Nombre del paciente?

–Ehhh… –titubeé mientras recordaba el nombre de mi amigo– Mateo Castillo.

–El psiquiatra que usted solicita no tiene espacio esta semana, el martes tiene su día de descanso. Tendría que volver a llamar la próxima semana al 0099445987, extensión 3, para solicitar una cita.

Cuando la mujer de la voz gruesa acabo de pronunciar su protocolo, supe que mi lóbulo central derecho había hecho ya su trabajo, la dopamina había exagerado y necesitaba que me regaran oxígeno al cerebro porque mis pulmones lo necesitaban.

Toda la reacción que mi cuerpo había experimentado la demostré con mi gran alteración y contesté: 

–Mire, señora, primero que todo, deje de hablar igual a una máquina. Si hay algo que me desespera es la gente que habla lento. Habla con el psiquiatra Alex Castro. Le ordeno que cancele mi día libre del martes, para que me dé o le dé una cita al paciente Mateo Castillo, de lo contrario me encargaré de que sea despedida de su cargo. 

–¿Cómo sé yo que hablo realmente con el psiquiatra? –dijo la mujer.

–Si quiere, se lo demuestro haciendo que la echen de su cargo –exclamé cuando las células de mi cuerpo se habían acelerado tres mil veces más rápido que de costumbre. 

–¡No, no es necesario! La cita quedará asignada para el martes 8 de noviembre, a las 11 a. m. Al colgar bruscamente el teléfono me di cuenta de que había cortado el cable por el movimiento de puño que había hecho mientras los nervios se apoderaban de mí durante la llamada.

–Caramba, ¿acaso pensó que el teléfono era para conversar con su noviecita? –me dijo una anciana que estaba en la fila.

–Perdón, perdón –repliqué mientras me ensimismaba en el vergonzoso asesinato en el que había sido implicado. Antes de irme de la oficina, me encargué de que informaran a la casa de mi amigo sobre la cita que había quedado estipulada. 

Martes 8 de noviembre 

El día ya había nacido y  el sol entró directamente por la ventana central de mi casa. Había olvidado cerrar las cortinas la noche anterior para que no me ocurriera este tipo de accidentes que mis ojos no toleraban. El sabor del vino seco que había bebido antes de quedarme dormido en el sofá aún se sentía en mi lengua, era cómplice del amorío que tenía con los recuerdos de Magdalena. La vida se ponía en bandeja de plata para disfrutar del trance en el que entrábamos los fines de semana, en la casa de la afueras, con lo mucho que nos había costado librarnos de esa deuda.

Había recordado que tendría hoy una cita después del almuerzo con el abogado para la repartición de los bienes (término que me hacía sentir un hombre muy formal). Cuando le contaba a mis parientes y amigos sobre la separación, decían “es una lástima” y me miraban con hipocresía. Siempre levantaba la mirada y me iba. Ya hace  27 meses exactos que no tenía una cercana compañía o con quién compartir el vino que traía del viñedo todos los sábados. 

Acomodé mi corbata, peiné los pocos cabellos que me restaban en mi atroz cabeza, debido a mi tiroides y a mi imparable pensamiento. Mientras iba conduciendo sabía que me esperaba un gran día. Al estacionar mi carro, revisé el bolsillo del abrigo blanco que llevaba puesto, asegurándome de que el diente de mi amigo siguiera ahí. Para mi tranquilidad lo envolví en el pañuelo de rayas marrón con el que mi atuendo me había sobornado para que lo utilizara. 

Me encontraba ya desesperado a  las 11:01, cuando mi amigo no entraba por la puerta blanca. Durante setenta y ocho sesiones siempre había llegado con anticipación, setenta y dos lo había encontrado al frente de la puerta justo cuando el anterior paciente se desplazaba al exterior, en sesenta y cinco  de ellas les había impedido el paso formando un juego, había veces que mi amigo era muy dinámico. Cincuenta y cinco  se asustaron de su particular risa, los dientes salidos, el labio inferior grueso, cuarenta y cinco  no comprendieron la expulsión  de sus emociones y pensaron que era un gemido, acostumbrados a que la carcajada solo sea expresada a través de un “jaja”. Mi amigo los sorprendía haciendo otro tipo de sonido con su lengua y su molares, replicando incontables veces un movimiento oblicuo entre estos. La mayoría de las veces era muy notable que la demencia se había apropiado de mi leal y único amigo. Durante la terapia jamás respondía mis preguntas y ocupaba su tiempo hablando de pingüinos, veleros y constelaciones, esas cosas que solo se saben por la pasión que se siente por ellas. Al principio me sentía como un miserable psiquiatra porque cada sesión era diferente a la otra y no dejaba de sorprenderme….

Todos los martes llegaba con el mismo traje y el corbatín ajustado, y durante los 45 minutos, más cinco del abrazo de despedida, no resistía y se molestaba el cuello, hasta terminar con moretones en la piel. Los jueves llegaba con una nariz de payaso, de vez en cuando permitía que pasara por las habitaciones de niños y bebés, aunque siempre tuve problemas por su incontrolable expulsión de felicidad. 

Eran las 12 p. m. y mi amigo no había llegado. Con el pañuelo en la mano y sintiendo desde afuera la forma del diente, bajé al registro a confirmar tal evento. Efectivamente, no estaba. Desconcertado, decidí marcarle al teléfono de casa.

–Buenos días, familia Castillo, ¿con quién hablo?

–Hola, soy el psiquiatra de Mateo. Hoy tenía una sesión, ¿por qué no ha venido? –pregunté desconcertado.

–¡Ah!, con que usted ha sido el cretino que se ha aprovechado de la situación y le ha sacado un diente para negocio propio –dijo una voz al otro lado de la línea.

–Todo ha sido un accidente, jamás quise que eso pasara –dije defendiéndome de tal acusación. 

–No lo vuelva a buscar, que nosotros lo encontraremos primero –dijo y colgó. 

1:00 p. m.

La mano me bailaba, la muñeca jugaba con mi brazo como si fuese un trampolín. Regresé al carro y saqué un cigarrillo Winston, después de todo de lo único que me habían servido las terapias y el club de lectura, era para reemplazar el Marlboro. Empecé a conducir hasta el restaurante donde el abogado y yo habíamos quedado. Entré al establecimiento revisando que el diente estuviera a salvo en su lugar.

–Ey, ey –me gritaron de atrás, cuando entré al lugar. Di la vuelta pero no vi a nadie. Entonces seguí buscando al hombre de baja estatura, con bigote y, por supuesto, como todos los abogados, con una maleta en la mano que los hace   lucir más interesante, hasta que sentí una palmada por atrás. Mi reacción no fue muy grata, le doblé los tres dedos. Ya había cometido dos pequeños asesinatos en menos de 72 horas, quizá eso no me haga más formal, pero gano un punto en la sociedad. 

–Perdóname, Castro, no te he visto. Pensé que era un ladrón –dije mintiendo.

–¡Ave María purísima! Allá donde los locos te tienen más loco –dijo mientras se secaba la sangre de los dedos con su propio pañuelo, soltando una gran carcajada, riéndose de su propio dolor. 

–Pasa por el consultorio esta semana, te recompensaré el daño –dije obedeciendo las clases de ética y moral. 

–Vale, vale, he traído el último contrato que debes leer, solo hace falta que lo firmes para que la acción de la repetición quede en pie… 

Mientras el hombre usaba términos profesionales, yo tenía las palabras susurrándome al oído: “No lo busque, que nosotros lo encontraremos primero” ¿A dónde se había ido mi amigo, si cada vez que tenía una crisis recurre a mí?, ¿por qué esta vez no fue así?

El hombre seguía hablando y lograba ser un poco más odiado, los abogados siempre creen tener la razón, así que me levanté de la mesa sin mirar atrás ni decir nada. Saqué de la billetera dinero para pagar el parqueadero y recordé en aquel momento una estampa que mi amigo me había obsequiado el primer día que entró por la puerta blanca. La verdad es que muchas veces había pensado en tirarla, pero ahora ya lo conocía lo suficiente para saber qué significaba. Agarré la estampa con los dos índices de mis manos, le di un raspón y se formó una constelación que de título llevaba “La catedral del cielo”. Desde aquel momento, todos los recuerdos que tenía con mi amigo fueron como un látigo en el cerebro. 

4 p. m. 

El sol se iba y regresaba. Mi primer hogar era el de mi amigo junto a mí, con su risa veloz y atolondrada, con su vida hecha pedazos para los demás, pero para sí mismo era como si todos los días volviera a nacer y a brindarle a la vida sus primeros pasos. 

Regresé a casa a cerrar las persianas de la ventana de la sala y a vestirme de ropa clara. Si me perdía, quería ser insignificante pero brillante ante la nocturna que me hallara.  Metí en una bolsa de papel la bata blanca. Salí de casa con los pies descalzos. A las 6 de la tarde, en la mano derecha llevaba la estampa, en la izquierda la bata, mi caminata había empezado y buscaba estrellas como un niño que aún no comprendía que ellas no eran las que me seguían. Esta vez era yo quien las seguía a ellas para poder volver a ver a mi amigo.

Entre la media noche y la madrugada, pisé un puerto muy viejo. Parecía estar abandonado hace mucho tiempo por el olor y las aves que empezaban a apropiarse del espacio. A los lejos alcancé a ver una silueta dentro de un velero, similar a los que hacía de pequeño cuando no había para juguetes pero sí una poceta grande y hojas de papel para jugar al navegante. Al acercarse me di cuenta de que se trataba de mi amigo. Su sonrisa se formó como de costumbre y me invitó a que lo acompañara, a la vista del mar, cerca de la proa, en medio de la  novena carcajada que había explotado durante 4 minutos. Rompí el silencio y mirándolo a los ojos le dije:

–He venido a dejar tu diente.

–¿Acaso el ratón Pérez no dejaba dinero? ¿Cómo ha llegado a tus manos? –me preguntó.

Me destelló una furia de sentimientos en ese momento y la inquietud me entró por los cueros de las uñas y salió por mi boca diciendo:

–¿Acaso no recuerdas que lo dejaste en el consultorio la última sesión?

Soltó una más de sus carcajadas y me dio un abrazo afirmando que su diente se le había caído en lo recóndito del mar. Decidí bajar del velero con los ojos llorosos y el paso lento.

Al llegar al consultorio me despidieron del cargo. La familia de mi amigo puso una demanda porque según ellos no di un diagnóstico temprano de que el alzheimer se había reencarnado en las células de su ser. Hasta ahora no termino de comprender cuán cegado estuve por tener un amigo y cómo dejé que la enfermedad lo absorbiera por completo.

Mi amigo sigue navegando en un velero que lo dirige hacia su constelación favorita. Me ha remplazado como compañero de bromas con las estrellas que forman la catedral del cielo. Hecho de menos el movimiento oblicuo de sus dientes y sus molares. Dicen que recordar es vivir y, bueno, él vive mucho más sin recordar. Aunque me haya olvidado y me haya conocido 78 veces diferentes, yo lo recordaré siempre.

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