Por Harvey Duhameth Valendia
Ya estaba entrada la noche más oscura del invierno, siquiera alcanzaba a divisar el árbol sembrado en el jardín junto a la fachada del antiguo inquilinato. Héctor asomaba su cabeza por la ventana, no con el fin de distinguir algo en la espesa negrura, sino que tan solo pretendía disipar el mar de ideas y emociones que pasaban por su cabeza. Sabía que no debía gastar las pocas velas que disponía. Aún restaban doce días para recibir nuevamente dinero de sus padres; además, lo habían despedido de su último trabajo. Sin embargo, ese mismo día se había hecho con una buena traducción de una conocida obra de Leibniz y quería terminarla antes de tener que devolverla. Pero la concentración, indispensable para la lectura filosófica, no llegaba esa noche.
“Las mónadas no tienen ventanas por las cuales alguna cosa pueda entrar o salir” (Leibniz 3)1, leía y releía este fragmento una y otra vez. No le era incomprensible; el texto en general era de su agrado y seguía con cierta facilidad los argumentos expuestos en cada postulado, pero repasar dicha afirmación le causaba estupor. “Que las mónadas son cerradas y sin ventanas”, se decía. ¿Cómo no se podían comunicar? Acaso ¿eran espejos del universo y no podían conocerlo? Cualquier otra noche no hubiese puesto en cuestión a Leibniz, pero los sucesos de aquellos días no permitían que fuera así.
Tres jornadas atrás, salía de la universidad con rumbo al centro de la ciudad, pues había concordado reunirse con Manuel, un viejo profesor y amigo que le encargaría algunos escritos con los que pretendía conseguir algunos pesos de más. Como fue previsto, a las tres de la tarde se encontraron y quedaron de acuerdo respecto a la digitación de algunos artículos que estaban en manuscrito y que Héctor pasaría a máquina de escribir. Este suceso carecía de trascendencia alguna. Desde los primeros semestres se había encargado de dicha labor, pero en la vida, tan solo los momentos comunes pueden rebosar de asombrosa novedad y cautivar la existencia. Esta fue una de esas excepciones. Aquel día, tras la cita, el profesor le encomendó acompañar a una joven estudiante recién llegada a la ciudad, para que pudiese hacer algunas compras, pues ella aún no se conseguía ubicar.
“Solo le tomará unos minutos de su tiempo”, le indicaba el profesor, sin saber que ese inesperado encuentro le tomaría toda la vida.
—Me llamo Adelaida —le dijo mientras emprendían el camino—, pero me puedes llamar Adele, siempre me han dicho así. De verdad agradezco tu compañía, este cambio de ciudad me tiene desorientada.
Héctor la observaba mientras pensaba en lo encantadora que resultaba aquella joven. No era muy alta, tenía un tono de piel trigueño que le recordaba las almendras, pero lo más cautivador —le pareció— fueron sus ojos grandes y cafés que, de algún modo, lo invitaban a la intimidad.
—Si fueras tan gentil —prosiguió—, me gustaría ir a comprar algunos textos, pues pronto empezaré un nuevo curso y no cuento con lo necesario.
Tal como pronosticó Manuel, las compras les tomaron tan solo unos minutos, si a mucho poco más de una hora, pero la compañía les resultó tan placentera que pasaron el resto de la tarde conversando sobre sus pasados, elaborando algunas disertaciones “filosóficas” y creando algo nuevo, ese tipo de invención que solo se potencia en el encuentro, en el encuentro dador de posibilidad.
“Que las mónadas son cerradas y sin ventanas”, repitió Héctor saliendo de su ensueño. Observaba con calma la esperma que goteaba de la vela y sentía una extraña punción que se intensificaba en sus entrañas. “¡No puede ser!”, exclamó sin ningún tipo de duda. Aceptaba que las mónadas fueran simples, que carecieran de extensión. Apoyaba con todo entusiasmo la unicidad y diferencia de una mónada de las demás, pero algo le causaba desasosiego en el alma: la incomunicación de las mónadas le resultaba casi fatal. Él se pensaba como una mónada, que de un modo particular se ubicaba en el mundo como un punto en una de esas espectaculares obras de Monet. En ello no difería de Leibniz, pero en dicha obra mental, las partes no se disponían como dadas, como terminadas, era una obra que se renovaba. En ella, cada punto, cada trazo, influía sobremanera en los demás. El encuentro implicaba su transformación.
Su pensamiento se trasladó nuevamente en el tiempo. Esta vez se encontraban en la parte alta de la universidad, la tarde del día anterior. En su mente, podía repasar los pequeños detalles de un árbol frondoso junto al que estaban recostados. Era grande, majestuoso, tenía unas hojas diminutas que al caer formaban un tapete natural. Sin duda, un lugar magnífico. Además, desde allí se podía observar la pequeña y bella ciudad; miraban a lo lejos el campanario de la catedral y los primeros edificios que se encumbraban sobre las humildes casas. Aunque se sentían cómodos juntos, era indecoroso estar allí acostados y solos; sin embargo, a pesar de estar privados del significado de la felicidad, sabían que esta carecía de pudor, pues era como una carcajada al viento, tan estrepitosa que causaba escándalo. En fin, un día de ensueño. Héctor se preguntaba si verdaderamente la felicidad solo se encuentra en el justo medio como lo decía el viejo Aristóteles. Caminaron por la ciudad guardando en su memoria cada momento. Todo parecía más vívido y luminoso, pues esa era la magia de compartir la existencia. Al caer la noche, estaba convencido de no haber conocido a nadie igual antes.
“Que las mónadas son cerradas y sin ventanas”, volvió a repetirse mientras experimentaba un dolor que le desgarraba el alma y se esforzaba por retener las lágrimas en los ojos para no dañar el texto. “¡No! Las mónadas han de ser como una melodiosa y sublime sonata —pensaba—, una de aquellas compuesta por Bach. En una sola nota se encuentra la melodía entera; en ella, se dispone toda la escala musical, pues sin ella no sería posible. Es única, como afirmaba el optimista Leibniz. Pero con una sola nota no se puede componer el Evangelio según San Mateo. ¡La nota es el universo musical, pero sin la comunicación no existe la música!”, afirmó casi a gritos. Sabía que sus sentimientos no lo engañaban, que a pesar de su falta de argumentos estaba en lo correcto. Solo puede existir un mundo en la medida en la que se construye, en la medida que se comunica, pero ¿cuál era su prueba?
Lo recordó nuevamente. Esta vez estaba en la mañana de aquel mismo día. Él y Adele habían quedado otra vez para conversar, pero ella nunca llegó. ¿Qué había sucedido? ¿Lo habría olvidado? ¿Acaso su olvido significaría algo más? ¿Tal vez desinterés? O ¿había sufrido algún infortunio? Este último lo consolaba. Tan solo recordaba que había esperado como nunca, lo había hecho.
“Que las mónadas son cerradas y sin ventanas”, se dijo con lágrimas que enjugaban su rostro. Había quitado el libro, pues no podía contener su llanto y temía arruinarlo. Esa era su evidencia. Incluso la ausencia implica en algún grado al otro. La ausencia. La ausencia sentida que no resulta ser lo mismo que la soledad, pues en ella existe carencia. Leibniz se equivocaba porque él sentía en su interior a Adelaida. Junto a él estaba Adele que, según supo después, en un accidente de la noche anterior había dejado de ser.
1 Gottfried, Leibniz. La Monadología. Philosophia, 1715. Web.
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