Por Luis Miguel Bande
Si entras en esta casa no salgas. Si sales de esta
casa no vuelvas. Si pasas por esta casa no pienses.
Si moras en esta casa no plantes plegarias.
La Mansión de Araucaíma
EN EL PAÍS DE LAS ALICIAS
En el País de las Alicias hay liebres que están soñando… Y en la oniria todo quedará suspendido, fluctuando en el aire, como si esta vez Alicia, en caída libre, se desbaratara desde lo alto de un andamio; como si en el interior de una nueva madriguera sus fragmentos se maceraran con extractos de sueños, creando una pasta viscosa que alcanza las dimensiones exactas de tu memoria, de lo que alcances a recordar. Así, lo vivido se fundirá con lo imaginado, con lo que acaso alguna vez ocurrió y pronto se desvanecerá.
ALICIA LA DE ACÁ
La espectral muchacha había invadido el aire de la Madriguera como un leve aliento, escapado de alguna boca producto del más frío invierno. Traslúcida y delgada (otros escribirían liviana como el éter), Gracielle deambula por la casona sin que nadie repare en su presencia. Incluso cualquiera pudiera pensar que la muchacha, en realidad, no existe. Su mutismo y hosquedad contribuyeron con el hecho de que nadie quisiera indagar en sus orígenes. Un buen día (o sería mejor escribir, un día cualquiera) brotó en el patio trasero de la Madriguera como brotaron las begonias. Pero quien resulte un poco más observador y no se conforme con explicaciones pueriles podrá darse cuenta de que la muchacha es realmente la propia casa (eso explicaría su ubicuidad, y esa facilidad para aparecer y desaparecer a su antojo, volverse hálito, respiración), y que los demás son quienes la habitan, creyendo que ella es, tan solo, ese fantasmita relegado a la cocina, esa invisible mucama de la escritora.
ALICIA LA DE ENFRENTE
Ovípara según el mito. Quizás su madre también fue Leda y no lo sabe. Gracielle hablaba hasta por los codos. Sus peludos dedos siempre se enroscan en un puñado de páginas amarillentas y gritan lo que su boca no puede (lo correcto sería escribir no quiere), sabrá Dios producto de cuál trauma. Pero cuando te observa, descubres que su voz tiene más rugidos que el ronco mar. Si alguien pudiera verla, alguna vez, a los ojos, descubriría que son negros y más peligrosos que cualquier acantilado, pero Alicia la de enfrente tiene al Conejo Blanco en la cabeza. Y su silencio es un abismo en el que cualquiera desearía perderse. Gracielle debe tener las arterias henchidas de tinta, quizás eso explicaría el entramado azulejo debajo de su piel traslúcida. Una muchacha repleta de tinta, un tintero ambulante (quizás a eso deba sus ojos negros). Si alguien le arrancara la cabeza o le produjera alguna mortal herida seguro habría podido escribir muchas páginas con su negruzca savia.
LA ESCRITORA
Había muerto ya varias veces, siempre con la misma aberrada manía: que la sepultaran en el interior de un ataúd de papel. Pero uno de los días en los que murió, su familia decidió encerrarla en una urna de plomo. Razón suficiente para que, en pleno velatorio, la mujer decidiera levantarse del lecho y escribir otro tanto más. Así se entretuvo esperando la siguiente venida de la muerte, esta vez, con forma de castrati, interpretando alguna aria sombría que la sumergiera en la notte etterna.
Pierrette Pernot (como realmente se llamaba) resultaba excéntrica cuando la contemplabas detalladamente. Podías verla en el patio recoger las hojas secas de los árboles con tanta parsimonia que parecía abandonar su cuerpo, dejando la cáscara a merced del viento. Acariciaba a las hojas con tanta familiaridad y ternura que cualquiera podría pensar que se había reencontrado con extraviados parientes. Resultaba contradictorio que una mujer que parecía amar tanto la madera se obsesionara con el papel, al punto de exigir un ataúd biodegradable, dado que la obtención del papel demandaba el sacrificio de muchísimos árboles, pero en algún momento Catherina Arley había confesado: Me volví escritora para reparar el crimen que se comete contra la naturaleza. El papel me sirve para vengarla.
Pero, ¿qué escritor no es excéntrico? Tal fijación por el papel llevó a Catherina Arley a ungirse como Emperatriz. Edificó su imperio a base de resmas y resmas de filamentos blancos. A veces se le veía andar por la casona luciendo un vestido ceñido con retazos de pergaminos. Le encantaba imaginar un cortejo invisible de pajecitos que esparcían frente a sus pies un sendero inagotable de papiros. Podía ir y venir por todos los recovecos de la Madriguera recorriendo aquel alfombrado camino hecho de folios, luciendo su real majestad. Otras veces, cuando no podía escribir, era común encontrarla en la terraza haciendo figurines de origami (siempre pájaros extraños), criaturas que la atormentaban y venían a comerle las ideas a cada tanto, para luego regenerarse como un hígado.
Tales eran las excentricidades de la matrona que gobernaba a lo ancho y alto de la Madriguera. Muchos aseguraban, en varios de sus múltiples sepelios – y creyendo que la mujer no los estaba escuchando- que la habían visto descompensada en un arranque de histeria, frente a un árbol talado, pero permanecer rígidamente petrificada e indiferente cuando perdió a uno de sus nietos.
EL SUEÑO DE LA ESCRITORA
Las hojas secas caen siempre en otoño. Las mías, quizás mucho más fuertes, soportarán el crudo invierno y caerán cuando amenace con llegar la primavera. Catherina Arley se ha visto, de pronto, cayendo en el interior de la Madriguera como si fuera una delicada hojarasca. En su descenso reconoce a una tríada de pájaros que caen entrópicamente en dirección contraria, dispuestos a carcomer, como siempre, sus pensamientos más inquietos. Uno de ellos tiene las facciones del nieto perdido en el pasado. Los otros son solo rostros ausentes. Verlos caer en contrasentido le hace comprender que esta no es una muerte más, sino la definitiva. La veo venir desde el fondo del abismo, como un ángel exangüe y sediento de culpas, con sus alas coloridas como una mariposa carroñera, dispuesta a posarse sobre mí como si entendiera mis miedos y prometiera disiparlos con su grácil contacto. La muerte castrati, tan erótica, pulida y erecta como obelisco, pero imposibilitada para fecundar. Extirpada de todo placer, dispuesta a hundir sus raíces en mí, para contaminar con su sequedad este fértil suelo llamado piel que poco tiene que ver conmigo…
LA MADRE PARAULATA
Se creía pájaro. O más bien, la reina de los pájaros. A fin de cuentas, descendía de una Emperatriz. Pero no estuvo dispuesta a esperar que la matrona abdicara, de modo que se construyó un reino propio. Su emplumada majestad nunca disimuló su neurosis por las rosas rojas. Eso permitirá explicar por qué se manchó sus blancos tallos con sangre escarlata. Contrajo segundas nupcias con un hombre flacuchento y menudito que la hacía sobresalir voluptuosa. A pesar de encontrarse en lo alto del arbusto como una fruta madura, resultaba una hembra hermosa y apetecible para los pájaros. Sus anchas caderas revelaban haber podido empollar a la más preciosa cría. Hija de Pierrette Pernot, Paula comprendió mejor a su anciana madre cuando tuvo sus propios huevos. Pero el tiempo, indomable animal que todo lo agrieta a su paso, no le permitió subsanar la brecha que la separaba de esa isla llamada madre quien, atrincherada en su alcoba, nunca dejó de picotear las teclas de la vieja máquina de escribir o entretejer sus nidos ficcionales, para atender algunas de sus demandas.
El único instante en el cual ambas islas se acercaron, solo para rozarse un instante y relamerse mutuamente las heridas, fue cuando murió el hijo mayor de la Paraulata. Parece que la muerte es la única tregua que mitiga las guerras femeninas entre las madres e hijas de esta familia. Así lo habían hecho las generaciones pasadas del emplumado linaje. La pérdida del nieto bienamado fue el único evento que hizo que Catherina Arley dejara, por única vez en su historia, una página a medio terminar. A pesar de la frialdad con la que muchos la describen durante el funeral del pájaro muerto en cautiverio, Paula siempre supo que aquella página inconclusa expresaba el fracaso compartido y mucho más que lo que comunicaba para todos el petrificado rictus de la mujer durante el sepelio.
El mote de madre Paraulata se lo adjudicó Gracielle la vez que la propia Paula le contó un sueño que había tenido a los pocos días de la muerte del hijo. A veces el remordimiento, el agujero interior de la culpa, ese mismo que nos traga de adentro hacia afuera nos hace confundir las confesiones con los sueños.
EL SUEÑO DE LA PARAULATA
Viene la muerte oculta en el corazón de una semilla, dosificadamente salvadora, y la madre Paraulata lo sabe… Cuando su cría cae en cautiverio prefiere verla perecer, envenenada por su propio pico, que escuchar su cantar triste. La jaula me recordaba mi propio vientre y en esa analogía monstruosa, era inevitable no sentir las pulsiones de la maternidad quemándome las entrañas. La madre Paraulata sabe que mientras su bienquerido permanezca prisionero, es su deber alimentarlo ya no de vida, sino de muerte. La jaula habría de incubarlo hasta que se encontrara preparado para nacer. Era mi deber parirlo de nuevo. ¡Devolverle su libertad! Salvarlo del encierro. ¡Y todo parto es doloroso! Arranca tanto de ti, te siembra un vacío tan insondable que la expulsión te deja viviendo para siempre incompleta. Madre Paraulata lo sabe. Por eso su pico adormecido por la ponzoña frutal debe trabajar afanosamente, arriesgando con cada proximidad a la jaula su propia libertad. El preparado adiós tiene la duración exacta de cada revolotear azaroso. Cada visita una semilla. Cada peligro una promesa de liberación. Podría decir que, en tan adversas circunstancias, también mi pico transportaba la simiente de un ofrecido rescate, mostraba de qué estaba hecha y para qué: amar al hijo, amarlo como se ama una protuberancia henchida de savia pura. Y así la madre Paraulata sabe que, con cada aletear contiguo y nuevo piñón, la muerte se va formando como un cálido nido. Hasta que el bienquerido se encuentre apto para volar, cantando alegre, hacia un cielo desmedido, infinito y sin trampas.
LA CUERVO
Bianca graznó a los dos años de haber nacido el hijo mayor del matrimonio. Y todo auguraba que sería la excepción de una sucesiva herencia de relaciones fracturadas entre madres e hijas; hasta que Paula enviudó y un par de meses después su hermano pereció en la cárcel, víctima de una sobredosis. Su destino de muñeca rusa se cumplió a cabalidad. La maternidad, como fracaso, era un estigma hereditario, como un lunar trasmisible genéticamente, sabría Dios hasta cuándo.
La muchacha, aunque hermosa y de tez clara, siempre pareció oscura. Era como si debajo de la blanca epidermis le crecieran plumones negros. Con el tiempo la negritud que recorría sus venas y le hinchaba las arterias del corazón la harían merecedora del mote con que Gracielle la bautizó. Bianca odiaba a todo lo que se movía a su alrededor, pero más odiaba a la muchacha con cabeza de conejo. (O quizás lo correcto era decir que la envidiaba). A pesar del muro infranqueable edificado frente a la figura materna, Bianca siempre se supo cercana a su abuela con quien compartía muchos de sus gustos, a pesar de sus desaciertos e inmadurez, pero no podía soportar las atenciones de su abuela para con su simple mucama. Por esta razón, imitaba inconscientemente a su adversaria. Se la pasaba encerrada dentro de un libro para ignorar el grillete que la ataba a aquella familia o para fraguar su premeditada revancha, y quien la viera de reojo podía darse cuenta de que, en realidad, leía tanto para parecerse a Gracielle. La diferencia entre una y otra era que las emplumadas manos de Bianca acariciaban la solapa broncínea de algún pesado libro escrito por su abuela y las fantasmagóricas manitas de la chica conejo se aferraban a los amarillentos manuscritos.
EL SUEÑO DE LA CUERVO
En lo más alto del andamio tubular, Bianca se encuentra pendiendo en el aire, sujeta de la mano del hombre Fiero. Sus graznidos son aterradores. Bianca sabe que Piero la dejará caer desde la cumbre de sus sueños y, aun así, prefiere seguir soñando. “Por lo que más quieras, no me sueltes…” El hombre, apenas si puede contener la respiración: “No voy a soltarte, Bianca pero necesito que me ayudes. No puedo sostenerte por mucho tiempo. Tienes que hacer un último esfuerzo y… volar.” Es inmenso el abismo de la soledad cuando el miedo patea profundo en las entrañas. Es inestable el amor cuando el corazón pende de un hilo. El hombre Fiero te dejará caer, Bianca. Tú lo sabes: El secreto que los une ha quedado desguarnecido. Y hay pasiones que solo conocen el futuro cuando las amenaza el presente, cuando el hoy es imposible porque el ayer, equivocadamente, las despertó. La joven realiza un nuevo esfuerzo por sostenerse, pero es imposible lograrlo. Lanza un último graznido y cae estrepitosamente al vacío sin siquiera aletear. El hombre Fiero no pudo evitarlo (quizás sea necesario confesar que, en realidad, no quiso hacerlo).
EL HOMBRE FIERO
Aquella cagarruta de pájaro usaba siempre un sombrero de copa, quizás para esconder su anunciada calvicie. Y solía vestir como si fuera la reencarnación de un médico della peste. Piero- así se llamaba- más que un galeno, era la peste misma. Tendríamos que decir que es el principal responsable del desastre (sin que esto libere de responsabilidades a los demás).
De padres italianos y dudosa fortuna, Piero Alessandrus entró a la Madriguera persiguiendo a la reina emplumada. Enseguida se convirtió en la nueva razón para que la relación entre Bianca y su madre sufriera una estrepitosa fractura. La rebeldía de la muchacha alcanzaba niveles estratosféricos con cada intento de Paula por hacer que su marido ocupara un espacio en los afectos enlutados de Bianca, para quien los únicos hombres habían sido el Sr. Plumas y su hermano mayor, ambos arrebatados por la muerte como un par de huevos caídos desde lo alto del nido de la vida.
Pero Fiero más bien representó la estilla para que el cristal del cual estaba hecha la relación madre-hija se resquebrajara para siempre. El hombre siempre evitó hablar de su pasado. Por eso Catherina Arley siempre desconfió de él, como quien desconfía de un lobo al que se le ve mal puesto el disfraz de cordero. Hay quienes dicen que Piero Alessandrus sirvió de inspiración para muchos de los personajes peligrosos inventados por su suegra. Lástima que ella no haya podido escribir el desenlace de las acciones del hombre en la vida real. Todo hubiera sido distinto. Quizás la casa-andamio aún estuviera de pie.
LA MADRIGUERA
La casona debía tener las dimensiones exactas de una memoria inquieta. Sus anchos corredores parecían susurrar pensamientos desquiciados. El olor a vértigo impregnaba cualquiera de sus esquinas. Una sensación de vacuidad flotaba en el aire como un trapecista invisible, pues una vez dentro cualquier visitante podía preguntarse si aún estaba afuera, de tal manera que la casa parecía existir en su interior y no en el espacio externo. Cuando algún recién llegado consideraba estar viendo dentro de la casa, era la casa quien seguramente lo estaba espiando por algún intersticio.
Si me preguntan a qué se parecía aquella rara edificación donde la soledad habitaba como una obesa inquilina desparramada, asfixiada por los vapores de su incalculable volumen, tendría que decir que resultaba muy parecida a un pronunciado andamio. La idea de un esqueleto descalcificado sería la mejor imagen para develar el trágico destino que siempre se advertía en el aire. Y es que los huesos corroídos de la casona anunciaban, hasta para el más despistado visitante, la catástrofe de un derrumbe latente, siempre visible desde el techo. Quizás por eso sus inquilinos vivían con un constante mareo y esa sensación de náuseas como quien se siente deambular al borde de un abismo cuya profundidad, extrañamente, no está debajo de sus pies sino sobre ellos.
Decir que era lo más parecido a la madriguera del conejo blanco, no la desmejora. Todo lo contrario, la hace cobrar la amplitud exacta de los recuerdos difusos. Los habitantes tenían la latente sensación de estar montados sobre una estructura siempre desigual, con muchos desniveles. Estar arriba o abajo no era otra cosa que pensar haber pasado de una habitación a la otra, sin la certeza de recordar quién dormía (o estaba confinado) en aquella pieza. En la casa-jaula, muchas veces, podías tener la sensación de estar cayendo al vacío cuando en realidad solo estabas subiendo a la segunda planta. Arriba y abajo eran términos que, en medio del ataque de vértigo, no podías diferenciar.
Gracielle muchas veces era la casa. Y todos estaban condenados, según el estado anímico de la muchacha, a vagar por sus mudas paredes o permanecer guindados como lienzos desconchados. Como la muchacha no lograba sacarse al Conejo Blanco de la cabeza, cobraba sentido que aquel espacio fuera la perfecta Madriguera. Y todo aquel que se atreviera a husmear en sus fauces, terminaba cayendo en un abismo infinito donde las plumas flotaban en el aire y un olor a zanahoria descompuesta embriagaba los sentidos.
LOS SUCESOS
De un extremo habían entrado todos llorosos. Caminaban como en una procesión, hasta terminar repartidos en el amplio maderamen. Los miembros de la familia esperaban a que el notario diera inicio a la lectura del testamento: Hija, yerno y nieta lucían el perfecto luto. Gracielle, resplandecía de blanco. El notario era el hombre de confianza de Catherina Arley. Su mejor lector (legal y ficcionalmente hablando). La vez que la escritora regresó de su primera muerte, supo que debía comenzar a poner en orden sus papeles, por eso hizo traer al notario y a la chica con cabeza de conejo. Pero el hombre fue el único que no se quedó a vivir en la casona, solo visitaba a su clienta tres veces por semana. Nadie en la familia recordaba su nombre (quizás nunca lo dijo), solo sabías que el funcionario estaba en la casa cuando veías una flamígera pipa atascada en los delgados labios de un hombretón flaco, largo y elegante como un flamenco albino.
La historia tendrá que comenzar justo como lo está haciendo ahora: con un regreso. No se necesita que una cosa se marche a algún sitio para que se vea forzada a volver, solo basta con que la sobrevivan los que han hecho el viaje para renunciar a ella. Yo me he ido al cementerio, y no tengo necesidad de estar en esta sala teñida de negro. Vuelven los otros, los que saben que estoy muerta. Vuelven los que esperan escuchar la última voluntad de la finada…
Bianca, tal como lo predijo en sus sueños, se encontraba en gestación para aquella fecha. A lo sumo cinco meses la separaban de ver a su pequeña cría romper el cascarón y adentrarse en aquella jaula. La primera en darse cuenta fue su abuela. Por eso, la noche en la que todos cenaban y Gracielle desparramó sobre el piso la sopa de zanahorias y un embriagante olor a violetas inundó el comedor, Catherina Arley supo que Bianca se encaminaba hacia la comprensión absoluta de los errores de su madre. Mirando a la nieta con una ternura insospechada, se levantó de la mesa, sonrió y soltó al viento estas palabras: Ya no comeremos sopa de legumbres, sino crema de piñón. De inmediato regresó al estudio a fabricar, con sus manos inquietas, una bandada de pájaros.
Pero fue la propia Bianca quien se puso en evidencia frente a todos. El embarazo parecía ser el frasco de un veneno que, con cada día, desenroscaba su propia válvula para verter en su exterior dosis cada vez más letales que le producían las más estrepitosas arcadas. La muchacha tuvo que encerrarse en su habitación durante tres días continuos para soportar con estoicismo el mal que la aquejaba. Una actitud que, sin bien no era extraña en la Cuervo, terminó alertando a su madre el día que sorprendió a Gracielle recogiendo algunos libros de su hija, olvidados en la terraza. Sin embargo, Bianca supo mantener el secreto por unas cuantas semanas. Mas, no pudo disimular el extravío de sus ojos, los cuales si los mirabas bien, parecían palpitar siempre temerosos.
El día que Catherina Arley insistió en morirse, Bianca pudo darle riendas sueltas a su dolor. Aquella poción ponzoñosa que le quemaba las entrañas le hizo vaciarse de lágrimas. Y todos mitigaron con palmaditas la comprensible aflicción de una nieta desconsolada. Pero Bianca no pudo resistir por mucho tiempo. Y mientras el hombre testamento enumeraba las posesiones de la difunta, La Cuervo se levantó del sillón donde anidaba y extendió sus largas y reconstruidas alas, dispuesta a arrojarse en picada para salir, finalmente, de la Madriguera. Su aleteo tomó a todos por sorpresa. Graznó fuerte, como nunca antes lo había hecho. Enronquecida se convirtió ella en el brebaje tóxico abierto en el interior de aquella sala y lo infectó todo. Ese fue el día en que la Madriguera implosionó y el suelo se vino encima.
Bianca ascendió al trono como la nueva Madre Paraulata al día siguiente. La encontraron muerta en su habitación, como una rosa sesgada. Al igual que a Ícaro, algún secreto sol le derritió las alas. Emulando a su madre, dijeron que había decidido llevarle, a través de su pico, la venenosa semilla a la cría encerrada en su interior. Solo así pudo liberarlo de su inevitable trampa y liberarse ella misma de todas sus ataduras.
Atadura y castradura eran los extremos de aquella balanza familiar. La extirpación constante de la libertad era el motor de todas las acciones. Un hijo nunca puede volar muy alto, lejos del vasto cielo de una madre. Nos pertenece hasta derribar su vuelo. Es un derecho irrenunciable. Nos pertenece como nos pertenecemos a nosotras mismas. Un hijo es de una madre como nunca lo será de un padre. Y si se trata de una hija la pertenencia es imperecedera, porque nos pertenece nuestra extensión y también su vientre, multiplicador de nuestra existencia. Solo la muerte puede romper el cordón umbilical invisible que una madre ha trazado con su hija. Porque la muerte también es una vengadora castrada. Imposibilitada para procrear, solo puede incubar inconsistencias, deseos, sueños.
Aquella gran vulva, desnivelada, a modo de armazón recalcitrante, y hambrienta de formas puntiagudas, representaba a todas las mujeres que vivían en la casona. La concavidad femenina siempre se ofrecía necesitada de superficies filosas que la preñaran de soledad, eso le hacía recordar la extirpación de tantos miembros viriles en aquella casta emplumada. Por ello la tragedia la desencadenó un varón.
La reina emplumada no tuvo que descargar el revólver en la entrepierna de su marido cuando descubrió la traición. Solo le bastó con propinarle un disparo certero. Nadie tuvo necesidad de decirle nada. La mujer pudo armar, por sí sola, el pérfido rompecabezas con tan solo leer unas pocas líneas de una nota vengativa, oculta entre la solapa del pesado libro de Bianca. Paula ni siquiera puso resistencia cuando la policía pisaba entre los escombros del andamio, alertados por el inminente desastre. Gracielle, se hallaba en un rincón. Decapitada. La cabeza de conejo reposaba cerca de sus pies. Y sus inmensos ojos parecían haberse gastado toda la tinta escribiendo minuciosamente esta historia.
LA ONIRIA
Alicia escribe, escribe y escribe. Desde que la gran jaula se abrió, precipitándose desde lo alto, los pájaros no regresaron. La Madriguera poco a poco se fue quedando sola. Perdió el aroma inconfundible de los nidos y el raro hedor de las hortalizas putrefactas. Ahora es solo un hoyo abismal que se devora a sí mismo como un lobo hambriento. Todo se desvanece… Memoria… Espejismo… Deseo… Las Alicias se quedaron sin País, suspendidas en el aire. Sus partículas flotan dispersas, sin saber qué hacer, agitadas por el soplido de aquella mofletuda inquilina, desparramada, cuyos labios sonríen como gato nocturno. Quizás el olvido pueda hacer que los fragmentos de la Alicia Rota vuelvan a unirse y Alicia la de acá (pero ¿qué digo?) ¡la de mucho, mucho más allá!… pueda volver a ser una en la escritura… Mientras tanto, Alicia sueña, sueña y no quiere despertar.
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