Por Antonio Téllez-Bencomo
Desde que perdió su trabajo, las cosas no eran nada fáciles para Sebastián, menos después de lo que vivió, pero es bueno que las cosas no sean fáciles. Hace seis años cuando era el novato de la compañía, veía todo desde una perspectiva diferente. Todo le parecía nuevo, cada emoción, cada experiencia, era todo lo que Sebastián necesitaba para adorar su empleo nuevo. Ahora que todo eso se había acabado de golpe, un puente se abrió en su mente y decidió que era hora de cruzarlo.
Siempre hubo señales que le indicaban que tarde o temprano su jefe le diría “adiós y no vuelva nunca”, que en su momento no tomó en serio y mientras caminaba hasta la estación del transporte le cayeron como bofetadas en sendas mejillas. Empezó primero con el relevo de su mejor amigo de la oficina. Arturo y Sebastián obtuvieron el empleo al mismo tiempo. Sebastián por aquel entonces se acababa de titular de la carrera de contador público. Durante su último semestre, se embarcó en la búsqueda de un trabajo acorde a sus necesidades y por ello enlistó mentalmente los requisitos que debía de cumplir su trabajo deseado: que fuera bien pagado, que no estuviera lejos de su casa y que no fuera difícil. Compraba cada domingo el periódico, puesto que era el mejor día para encontrar las ofertas de trabajo y comenzó a circular con una pluma las opciones que le iban llamando la atención. Conforme pasaban los meses y el semestre llegaba a su fin, encontraba que sus opciones eran tan limitadas que se vio obligado a sacrificar de sus requisitos algunos elementos importantes. Después de varios intentos infructuosos un día lo llamaron a su casa y le pidieron que se presentara a una entrevista de trabajo ese mismo día.
Al principio Sebastián se quedó maravillado con lo que sus ojos veían: era el paraíso de los godínez: cubículos propios, computadoras que a ojo de buen cubero tendrían como máximo cinco años de antigüedad, comedor de estilo moderno con un refrigerador. Claro que para él esto ya era Privilegio con mayúscula. Sin más aceptó el trabajo y la semana siguiente (después de su debida capacitación) se convirtió en un miembro más del equipo. Una semana después, Arturo, quien sería el único amigo que logró hacer en su instancia en la empresa se instaló en el cubículo de enfrente, convirtiéndose en su vecino.
La quiebra en cualquier punto de la historia hizo su aparición pública cuando el departamento de ventas, sin quererlo ni proponérselo, les hizo saber a sus compañeros del área administrativa que desde el ultimo año y medio no se reportaban ingresos y que la deuda era mayor a lo poco que ingresaba a la empresa. El de ventas se lo dijo al de producción y este a la de recursos humanos, y esta a unos cuantos subgerentes de otras áreas. El fin se venía fuerte y los iba a golpear a todos.
Sebastián se encontraba revisando facturas cuando Arturo lo llamó para decirle que el jefe lo necesitaba. Sebastián dejó lo que estaba haciendo y se dirigió hacia el despacho privado que le servía de oficina a su jefe. Al abrir la puerta lo primero que notó fue un extraño olor a sangre seca, un hedor metálico muy fuerte similar al hierro, que hizo que por unos instantes cerrara los ojos y tuviera nauseas. Ese hedor invadía por completo la sala y aunado a una nada reconfortante oscuridad, que luchaba por entrar completamente en la habitación. Lo hubiera logrado de no ser por una pequeña entrada de luz de una de las persianas mal cerradas, por la cual el jefe veía atentamente la calle, dándole la espalda a Sebastián.
–Dice Arturo que me mandó a hablar, señor.
El jefe dio un respingo y rápidamente movió la silla hacia donde provenía la voz y al mismo tiempo abrió en su totalidad las persianas de la ventana.
–Claro que sí –dijo el jefe. Con la mano derecha hace la señal a su empleado para que se siente, lo que hace Sebastián en un instante. –Le mandé hablar porque requiero de uno de sus servicios. Verá, la empresa está pasando por un momento en el que me es difícil continuar a flote por mucho más tiempo.
El jefe en los años de gloria de la empresa era un joven ambicioso y hasta cierto punto un hombre atractivo. Ahora que Sebastián lo tenía enfrente, hubiera jurado que este hombre envejeció por lo menos tres décadas de golpe. De ser esbelto pasó a ser una fofa bola de grasa cuyas dimensiones hacían que cada parte de su cuerpo se moviera como la gelatina de fresa del refrigerador. El hombre soltó la diatriba sobre los números rojos, la cantidad de clientes y proveedores a los que debían, los excesivos prestamos cuyos pagos e intereses no parecían tener fin.
En algún momento de la charla, Sebastián observó un pequeño detalle. Mientras el hombre hablaba, este se paseaba en círculos por el despacho, moviendo unas cuantas cosas de lugar, desordenando unas y acomodando otras, todo mientras su empleado seguía con la mirada fija en el escritorio, buscando algún punto fijo para no observar a su jefe en esta conversación, pensando todavía en el olor a sangre de hace unos minutos. El hombre, harto de hurgar en su oficina y con el aire agitado por su pequeño paseo, volvió a su asiento y miró a su pequeño empleado, que mantenía su mirada en otro lugar.
Al escuchar cómo crujió el asiento, Sebastián levantó su mirada, observó a su jefe y no le agradó lo que vio: de la nariz de cerdo salía una secreción de sangre negra, negra como el alquitrán, que viajaba lenta sobre su boca y caía en la camisa blanca del jefe, dejando una mancha que crecía sin control sobre el pecho de su jefe. Sebastián ahora no puede apartar la vista de la mancha, ni de la boca de su jefe que sigue hablando de la decadencia de la empresa. Ve cómo la sangre se mete dentro de la boca y tiñe de negro los dientes blancos del jefe. La escena le parece repugnante y asquerosa, y su jefe parece notarlo.
–¿Hay algún problema, joven Sebastián?
–Ninguno… señor, solo que… –y en este punto Sebastián luchaba por gritar y huir de ese lugar, donde el hedor a sangre podrida lo hipnotizaba, porque era como los accidentes en la carretera, no quieres verlo y sin embargo lo ves. Su mente se enfrascaba sobre decirle o no lo que le ocurría, al final optó por decirle. –Creo que le está saliendo sangre de la nariz.
El hombre se lleva las manos a la cara y limpia con ellas lo que salía de su nariz. Después las retira y las levanta hacia sus ojos. Sebastián ve como sus manos están totalmente cubiertas de esa sustancia negra, como si en lugar de haberlas usado para limpiarse la cara las hubiera metido en el fango y las hubiera dejado ahí por mucho tiempo. Después de verlas por un rato, el jefe se lleva los dedos a su boca y saca su lengua para lamber sus dedos. Con esto Sebastián no puede reprimir una mueca de asco, un llamado de su estomago para sacar de él lo que desayunó en la mañana antes de salir a su trabajo.
–Veo que le gusta lo que estoy haciendo –respondió el jefe en un tono. Ahora su lengua relamía sus labios de forma grotesca, limpiándose los restos de sangre de la boca. Movía la lengua de una forma sensual y grotesca, y recordó cómo algunos animales se movían para iniciar sus ritos de apareamiento antes de arrancarles sus cabezas.
Cuando el acceso del vomito fue controlado, Sebastián regresa la mirada hacia su jefe y ve cómo las manos del hombre están completamente limpias y relucientes, como si nunca hubieran sido el trapo para limpiar la sustancia X que emanaba de la nariz de aquel sujeto.
–Es gracioso cómo las cosas funcionan, jovencito. Ayer podría jurar que nada malo vivía en mi ser. Pero así son las cosas y así planeo que sigan. Es algo que no puedo controlar, es algo que vive en cada hombre del planeta y que ha estado unido a su alma desde el inicio de los tiempos, cuando el hombre aprendió a caminar sobre sus dos pies y a erguir la espalda. Es un llamado de la naturaleza.
Sebastián, atónito por lo que el hombre le decía, le responde.
-Eso no es verdad, señor. Yo también soy un hombre y esas cosas no me salen de repente.
El jefe, moviendo toda su gigantesca humanidad para acercar la silla y acercarse a Sebastián piensa por un instante la respuesta.
–Tal vez no, por lo pronto. Lo que yo tengo es algo que muchos hombres tienen, algunos saben que esto vive dentro de ellos y a la larga aprenden a convivir con ello, otros simplemente olvidan su instinto y se dejan llevar…
De pronto se ve interrumpido por el rugido de su estomago y este comienza a regurgitar. Lo que antes entró como un manjar ahora salía por su boca, manchando los papeles en el escritorio. El hedor metálico era sustituido por un olor a huevo podrido, a azufre. Los papeles se quemaban tras tocar el vomito negro del hombre. Sebastián estaba horrorizado y petrificado por la escena que veía enfrente de él. El hombre se llevó la mano a la boca intentando detener el flujo negro que salía de su garganta, pero los intentos eran en vano. Segundos después el hombre tosía desesperadamente y sin control, pero el vómito había remitido. El hombre yacía sobre la moqueta en posición fetal y todavía con la mano en forma de puño cubriendo la tos.
Cuando por fin el ataque de tos se calmó, el hombre se levantó del suelo y volvió a sentarse. Atrás, la secretaria del jefe tocaba la puerta y preguntaba si todo estaba en orden. El hombre contestó que sí, que solo era un ataque de tos pero que no se le ocurriera abrir la puerta y que si necesitaba algo ya la llamaría. Después ambos escucharon que se alejaba por el sonido de un taconeo que se desvanecía y después remitió.
El hombre se recarga sobre la silla haciendo que esta vuelva a crujir por el peso que se ve obligada a soportar. Cierra los ojos por un instante para descansar por un momento del esfuerzo de sacar sus tripas al aire. Cuando los abre, el joven observa cómo las cuencas de los ojos están inyectadas en sangre, esta vez en su color normal. Cuando hace el esfuerzo de levantarse de la silla cae sobre el escritorio, se mueve hacia el lugar en donde se encuentra Sebastián y se ven cara a cara.
–Lo que ves en mí es lo que cada hombre esconde detrás de la máscara, muchacho, lo que la evolución nos quiso negar y nosotros recuperamos, y que después de tanto tiempo y trabajo conseguimos. Observa detenidamente, niño, porque este es tu reflejo y lo que ves en mí lo verás en ti cuando llegue el momento.
El hombre se movía como un caracol en un árbol y llegó a donde estaba Sebastián. Este lo veía con asco y mucho repelús, aguantándose las ganas de vomitar y terminar de enviciar el ambiente cerrado y putrefacto que invadía sus sentidos.
–Yo no soy como usted –-contestó el muchacho de forma tajante hacia la masa que se encontraba enfrente de él–, yo no soy como usted.
–¿Ah, no? Pero lo serás tarde o temprano, a todos les pasa. Aquí nadie hace algo en contra de su voluntad, todos disfrutan, todos son felices como son. Y si no eres tú cualquiera lo hará.
–¿Hacer qué?
Y en lugar de responder, el hombre gira las cuencas de los ojos y estas desaparecen de su rostro. En su lugar son reemplazadas por un río de sangre que emana de ellas. Levanta las manos y le muestra las palmas y debajo, por las muñecas, estas se abren en forma de líneas horizontales y también de ellas sale sangre. Las heridas parecen estar vivas porque se abren y se cierran, dejando cicatrices por todo el brazo del hombre, enrojeciéndolo por completo. Las persianas se mueven, hacen temblar el cordón de las mismas. Al mismo tiempo de su boca negra se llegan a notar los colmillos negros, mientras que la saliva espesa y de aspecto viscoso le escurre de los labios, cayendo sobre las rodillas temblorosas de Sebastián.
El muchacho cubre su boca para ahogar el grito que desde hace minutos ha reprimido, pero no puede, solo le sale un murmullo, un gemido brutal. Algo dentro de él le impide apartar la vista de este horrendo espectáculo. No sabe qué lo provoca, no sabe si es nigromancia, la llegada de los abortos de la naturaleza, de aquellos errores que debieron ser olvidados por el planeta y que ahora decidieron llamar a la puerta de la humanidad para ser reconocidos para cada uno de sus habitantes, bromas infinitas de mal gusto que atentan al orden público de las leyes naturales que rigen y cimientan el suelo de la vida. Es el espíritu de la tierra rugiendo, gimiendo de dolor, emergiendo de sus entrañas para surcar los cielos y reclamar lo que le pertenece y lo que el sueño eterno le impedía recuperar.
El hombre-bestia mantenía su mirada. Nadie ni nada la apartaba. Y en breve instante, Sebastián, despertando del letargo que la imagen a su alrededor imponía a su mente, logra levantarse de su asiento y aparta de sí a la cosa sin ojos. La cosa enfurecida por tal acción intenta tomarlo del brazo, pero es demasiado tarde, ya que el joven logró abrir la puerta y escapar del calvario. Corrió hasta las escaleras no sin antes voltear y ver cómo sus compañeros, también convertidos en bestias salvajes, intentan detenerlo, pero no pueden alcanzarlo.
Sebastián alcanza la calle y huye hacia cualquier lugar, lejos del horror y la incertidumbre que los tiempos le deparan ahora que todo lo que conocía se ha derrumbado de su pedestal de cristal. Corre hasta llegar a la parada del autobús y la encuentra libre. Se detiene a respirar y nota que aún conserva el olor de muerte, que invade su alma y su consciencia.
La respiración comienza a relajarse. Su corazón deja de palpitar y se recuesta en la banca de la parada de autobús. Su mente reflexiona todo y ve lo anterior como el pasado que tiene pies y garras, que en la noche cuando duerma saldría del armario y lo llevaría a la tierra de las pesadillas porque ahora esas tierras yermas tienen un nuevo vecino. Esa bruma confusa lo abate y cierra los ojos por un instante, mientras el sol de la tarde-noche se oculta en el horizonte.
“¿Quién en el mundo podrá creer esto?”, se cuestionó Sebastián. Hay secretos que carcomen el alma y la empequeñecen. ¿Esto es la vida, un valle de lágrimas donde no se puede encontrar consuelo ni un mísero gramo de misericordia para un pobre desamparado? ¿Acaso es un calvario donde al final del camino la puerta falsa se posa ante nuestros ojos y engañados acudimos a ella?
El viento murmuró “ingenuos” y continuó durmiendo.
Categories: El cuento en cuarentena, General