El cuento en cuarentena

El cuento en cuarentena | El ojo de lo impalpable

Por Paulino Gutiérrez Gómez

I

Dorothea Gorvana es una señorita poseedora de extensos conocimientos sobre lo que está más allá de lo que nadie ve. Obtuvo dicho conocimiento gracias a la enseñanza de sus abuelos, ambos grandes maestros de lo que nadie ve, quienes esperaban poder continuar la tradición con su hijo, Gabriel Gorvana. No obstante y muy a pesar de los venerables ancianos, esto no pudo ser. El fuerte y siempre vigoroso joven se vio forzado a dejar esta tierra mucho antes de lo que cualquiera pudiese prever, dejando atrás a sus padres en su búsqueda por develar la verdad absoluta de lo que nadie ve y a su hija Dorothea en los asuntos de la vida de un hombre común. 

Dorothea era producto de los efectos que la lujuria produce en las cabezas jóvenes, cuestión que en primera instancia le valió el desprecio de sus abuelos, ya que el vehículo que la trajo al mundo, la incubadora que le dio carne a su ser, era una común, de una simpleza de mente tan asquerosamente prosaica que los maestros no soportaban ni la idea de su presencia. 

Sin embargo, no transcurrió mucho tiempo antes de que compartiera el mismo destino que su marido. Fue entonces cuando los ancianos reconsideraron su posición con respecto a la niña.

–Sé que está contaminada de por vida —decía la anciana— pero ya nada puede estorbarnos. Haremos nuestro mejor esfuerzo para contener su innata putridez. 

–No lo sé —respondía el abuelo con cierta resignación—. No podemos confiarnos, lo más probable es que ni siquiera posea las capacidades suficientes.

–¿Qué dices? ¿Se te olvida de dónde vino la semilla que le dio vida? 

Crecer como la única heredera de tan ilustre familia no fue una tarea fácil para Dorothea. Sus abuelos eran siempre exigentes, siempre críticos al extremo del menosprecio. Ni una sola vez en sus veintiún años de vida terrena ha recibido una mínima muestra de afecto. 

Pero esto nunca hizo mella en su persona, puesto que era todo lo que conocía. Este estéril y frío mundo era tan acogedor para ella como lo sería el de nuestros hogares para nosotros. Al menos así lo sentía desde la parte de la consciencia, del mundo tangible, no así en aquel que pertenece al páramo de la fuerza creadora, en el que todo es y no es al mismo tiempo. 

Como resultado de lo anterior, Dorothea gozaba de una salud deplorable, estaba delgada hasta los huesos y era víctima de continuas enfermedades que la postraban en cama. Además de cargar con un cuerpo tan débil y nervios tan sensibles que sufría de constantes desvanecimientos, el menor sobresalto o esfuerzo físico la hacían desfallecer. 

Aun con todo, Dorothea mantenía su espíritu en alto, estudiando de forma rigurosa todo lo que sus abuelos le daban a leer, sin mencionar que también incrustaron en su mente lo importante que era su familia y lo especial de su tarea. Como consecuencia su mayor anhelo se convirtió en traer gloria a su linaje y mantener su nombre en alto. Por su mente nunca cruzó la idea de la futilidad de su propósito, pues, más allá de sus abuelos y otros como ellos, muy pocos lo entenderían y aún a menos les importaría. 

Llegaba la hora de partir, irían a visitar a un hombre igual a los maestros, versado en los secretos de lo impalpable, deseoso de descubrir la verdad absoluta sobre lo que nadie ve y dispuesto a hacer lo que fuera necesario para alcanzar su objetivo.

–¿Ya estás lista? –pregunta el anciano en tono pedante. 

–Casi, abuelo. Solo termino estas últimas páginas sobre la transfiguración del alma, y…

–Basta. No me interesa. Continuarás con tus estudios luego. Ahora es imperativo que estés lista ¿Entiendes? 

–Sí, señor. 

–Bien, pues muévete. 

Durante el camino, Dorothea se contenta con admirar el paisaje, hay mucha neblina y el frio cala hasta los huesos, y entre la casi nula visibilidad parece que algo inhumano les sigue el paso. Es justo el tipo de mañana que Dorothea encuentra sumamente placentera.

De improvisto, la oscuridad los envuelve y una presión apremiante aplasta el pecho de la joven. A diferencia de ocasiones anteriores esta vez logra no desmayarse (asunto que pone a sus abuelos en muy buena disposición, ya que tal vez ahora pueda soportar una sesión más extensa y provechosa que en la última ocasión). 

Mientras son transportados entre el interminable vacío, Dorothea aprovecha el tiempo para hacer un repaso mental de sus lecciones del día. Los ancianos de igual modo van absortos en sus pensamientos, todo cuanto están a punto de lograr se presenta ante ellos en su imaginación, el placer que experimentan en cada fibra de su cuerpo es tan extático que pronto todo atisbo de pensamiento se disuelve y quedan completamente solos en un mundo de sensaciones. 

Finalmente la luz comienza a penetrar de forma lenta pero continua, el manto de oscuridad se va agujerando hasta que ya no queda nada. Es ahí cuando saben que han llegado a su destino, justo como en otras ocasiones su respetable socio envió por ellos en este cómodo medio de transporte. 

El hogar del hombre es uno de los lugares favoritos de Dorothea, aunque no precisamente porque el trato que ahí recibe sea muy distinto al de su hogar, sino porque es el sitio en que puede conectar con otro ser como ella. También ha sido víctima de maltrato y menosprecio, y por lo tanto es el único por quien Dorothea puede sentir algo distinto al miedo o la indiferencia, pues los hijos del dolor solo son comprendidos por sus hermanos. 

El nombre de aquel desdichado afortunado es MckGabee Huakyere, nacido en una isla que el mundo común no conoce y cuyo nombre no podría pronunciar. Una criatura bastante peculiar, MackGabee es de enana estatura (no más de 1.50), extremidades gordas, tronco delgado (aunque algo chueco) y una cabeza desproporcionalmente grande con prominente quijada, diminuta nariz y ojos enormes y cristalinos.

Su historia es muy simple. Es un esclavo, su amo lo raptó y lo llevó lejos de su hogar, se disponía a estudiarlo, pero en el último momento cambió de parecer y decidió conservarlo entero. ¿Por qué? Bueno, tal vez consideró que tener servidumbre en la que confiar le sería más útil, o tal vez solo espera para cerciorarse de que está completamente desarrollado antes de comenzar con su estudio. Nadie puede decirlo con certeza, lo que sí es seguro es que ni la compasión ni nada parecido tuvieron algo que ver con tal decisión. Desde que llegó, MckGabee fue recibidor de constantes palizas (una casi le cuesta un ojo) y humillaciones. Los hijos del dolor no solamente son los únicos capaces de entender a sus hermanos, también son su única fuente de consuelo, por lo que las visitas de Dorothea representaban para la criatura una fuente de felicidad quizás mayor que para la joven. 

Al verla atravesar el umbral de la puerta, la saluda con un tímido movimiento de mano, ella se percata y le sonríe, aunque lo hace tan rápido como un parpadeo, pues ni el amo de MckGabee ni los abuelos de Dorothea desean que entre ambos haya más relación que la mínima necesaria (claro que ignoran por completo el sagrado lazo de sus víctimas).

–Ah, Gibalba, Mozoreno, sean bienvenidos —saluda a los ancianos cortésmente el anfitrión.

–Un gusto reunirnos contigo una vez más —contesta Gibalba.

–Veo que han traído a nuestra ayudante de costumbre —prosigue el anfitrión en tono sardónico mientras clava sus ojos en Dorothea.

II

Tercer piso, tercera puerta a la derecha, ahí está la habitación destinada a sus actividades. Un espacio vacío, a excepción de una silla colocada justo debajo del tragaluz. Para los ojos inexpertos esta silla podría parecer una silla eléctrica debido a todas las correas, pero en realidad es completamente inútil para tal propósito, y casi nunca mata a su ocupante, es una herramienta que ayuda al viajero a canalizar la energía esparcida y usarla a voluntad.

Dorothea cierra sus ojos y respira hondo, mientras MckGabee, por orden de su amo, aprieta las correas, tarea que no le disgusta porque así puede asegurarse de que no estén tan tensas como para lastimar las muñecas de su hermana, con cuidado de que nadie del desagradable trío de ancianos lo note.

El sagrado objeto celeste por fin toma su lugar como reina del cielo, el ritual da comienzo. Dorothea puede sentir la energía recorrer cada fibra de su cuerpo. Al principio es agradable, como suave espuma que la acaricia, sin embargo, no pasa mucho tiempo antes de que las caricias se conviertan en pinchazos y luego en la sensación de ardientes cortes de papel que aumentan paulatinamente en intensidad, hasta mutar en un cruel desgarramiento de su interior. El dolor es insoportable, debía resistir…debía… pero se sumió en la oscuridad. 

Las consecuencias por su “acto de debilidad” fueron severas. Como el ritual solo podía producirse en luna llena,  para reintentarlo debían esperar hasta la próxima, y ahí en el horrible asiento en el que perdió el conocimiento es donde se quedaría hasta entonces, esto porque debía practicar diariamente el proceso hasta que ya no hubiera más fallos, aunque con estímulos artificiales claro está. 

El cruel anfitrión cuenta con un cuerno de marfil extraído de la tumba de un rey ya hecho polvo. No es muy grande y parece frágil, pero este pequeño artefacto posee una centésima parte del poder que tiene la luna, puede que la cantidad parezca poca, pero al ser disparada de forma constante se obtienen resultados bastante afines a los propósitos del macabro trío de ancianos. 

Dorothea debe comer, beber y dormir ahí. Solo es liberada para ir al baño, y por supuesto que tales condiciones la hacen padecer múltiples desvanecimientos, los cuales, cuando no son tratados con la mayor indiferencia, lo son con la más sórdida crueldad: despertando a la joven al son de lastimosos improperios. 

No obstante, su ánimo se mantiene a flote gracias a la multitud de cuidados con que MkGabee la cubre. Al pobre le toca obrar de carcelero porque su amo la mayor parte del tiempo se la pasa experimentando con métodos más mundanos para conectar con el mundo de lo impalpable. Así pues, Dorothea está enormemente contenta de que su hermano de espíritu se ocupe de la tarea que a él tanto lo martiriza. MckGabee le trae raciones extra de comida y de cuando en cuando la desata y juntos juegan a las cartas. Otras veces solo hablan y hablan de sus sueños y esperanzas, como el deseo de Dorothea de impresionar a sus abuelos, o el de MckGabee de convertirse en un ser grande y poderoso y volver a su hogar. Otras veces solo permanecen en silencio llorando quedamente sobre el hombro del otro.

Por fin la luna reaparece entera en el cielo, esta vez comienzan desde el inicio de la semana para asegurarse de tener más oportunidades continuas. No era la mejor opción, todo el mundo sabe que este tipo de rituales son más efectivos el séptimo día, pero su impaciencia puede más que el buen juicio. Además, Dorothea también lo prefiere así, porque de fallar otra vez, la idea de un castigo como el que acaba de recibir la horroriza.

Todo ocurre justo como la vez anterior, es muy obvio que fracasarán de nuevo. El corazón de MckGabee se llena de angustia al imaginarse las consecuencias para su hermana de espíritu, las horribles expresiones en los rostros de los ancianos le dicen todo. ¡Pero ya no más! ¡No está dispuesto a soportarlo ni un día más! ¡Ni su hermana ni él volverán a ser víctimas de nadie! 

Salta sobre la silla y empieza a desatar las correas, aún no sabe cómo, pero ya encontrará la manera de escapar. Pero cuando su mente se ve ocupada en tales pensamientos, su cuerpo es golpeado por uno de los rayos lunares, y, como su mente no estaba preparada, siente como si su cerebro se fundiera mientras su piel se desprende en ensangrentados girones. Intenta soltarse, mas una fuerza invisible se lo impide, por más que forcejea nada puede hacer, y el dolor se torna tan intenso que él también se pierde entre las tinieblas. 

III

Un helado viento que azota contra su rostro es el encargado de despertarlo. Le duele la cabeza y las manos le arden, no es hasta que trata de enfocar su borrosa vista que nota a Dorothea sentada al frente suyo aunque de espaldas. Se levanta y al tratar de rascarse al rostro se da cuenta de que está cubierto por una arena como la que no hay en este mundo, fría cual hielo y negra cual carbón. A sus oídos llega el canto de un océano color violeta, la luz que todo lo ilumina no parece venir de un punto en especifico.

–Doro…Dorothea— la llama, pero ella no se da por aludida—. Dorothea —repite, esta vez sacudiéndole un hombro.

–Ya estamos aquí —dice ella en voz queda.

–¿Qué? 

–Ya estamos aquí, MckGabee. Éste es el lugar, el lugar del que hablan mis abuelos. Aquí hemos de encontrar la perla lunar, ¡el ojo de lo impalpable! 

–¡Genial! Pero… ¿cómo vamos a encontrarla? Y aun si la hayamos, ¿cómo vamos a volver? 

–No te preocupes por nada, MckGabee —por primera vez en su vida la voz de Dorothea denota seguridad—. He estudiado todo lo que los exploradores cósmicos han escrito de este lugar. Sígueme, haz todo lo que te diga y muy pronto habremos vuelto a casa.

–Mejor vámonos y aprovechamos para escapar a un lugar mejor. Yo no deseo volver a donde estábamos, solo a la Tierra y —la joven no escuchaba nada, ya le llevaba varios metros de distancia—. Hey. ¡Oye, espérame! 

Así pues, la frágil muchacha de nervios de cristal se ha convertido en la más decidida y estoica comandante. Su paso es rápido y firme, y sus órdenes claras e indiscutibles. Gritos y toda clase de indicaciones llueven sobre el pobre MckGabee, que apenas puede mantener el paso. Aunque está feliz por la nueva vigorosidad de su hermana, después de un cuarto de hora de órdenes y gritos, se cuestiona si no prefiere a la vieja Dorothea. Ella, por su parte, está llena de alegría. ¡Por fin se probará digna de su linaje! ¡Todo lo que ha padecido se ve a escasos metros de ser recompensado! 

Llegan a su destino en la cúspide del monte Gadvetzu, único monte sobre la superficie lunar. Encuentran las ruinas de un abandonado templo cubierto por hierba gris, en el que se dice habita una criatura de una apariencia indescriptible. Es el guardián de la joya, pero a Dorothea eso no le importa. Con su previo conocimiento del lugar y del funcionamiento de todas las posibles trampas, consigue sin dificultades la perla lunar, el ojo de lo impalpable.

Sin embargo, una vez el tan preciado tesoro estuvo en sus manos, ni ella ni MackGabee pudieron dar un paso más. Comenzaron a sofocarse, la peste equiparable al lento desprendimiento de carne gangrenada ataca sus narices, y el peso de una pila de cadáveres cae sobre sus hombros. Dorothea mantiene la calma, leyó innumerables veces cómo lidiar con la bestia. Así lo hace, siempre con los ojos cerrados recita los sagrados cantos, de inmediato cientos de lóbregas imágenes atacan su mente. Después siente cómo la toman de sus cabellos y tiran de ellos hasta arrancárselos, muerden sus extremidades al tiempo que sin piedad arañan su rostro. Pero Dorothea ya sabía que esto ocurriría, así como sabe lo que pasará si no termina pronto  los cantos sagrados.

La horrible criatura suelta un alarido y Dorothea siente su cuerpo libre, escucha un estrepitoso golpe, sabe que es momento de actuar. Abre los ojos y con mucho cuidado de no mirar al rostro de la bestia, que yace tendida sobre la hierba gris, toma sus pies y con toda la fuerza que le es posible reunir arranca una de las garras. Con mano de verdugo se la clava en el pecho, un alarido más horrible que el primero hace estremecer a MckGabee, pero a Dorothea no le causa nada, no le importa, ya nada le importa.

La perla ha hablado con ella y le ha dicho cosas que muchos no podrían ni imaginar. ¿Por qué ha de llevarla de vuelta a la tierra? No, ya tiene mejores planes. A partir de hoy ella es la única y verdadera poseedora del ojo de lo impalpable. 

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