Por Sandra Romina García López
La suave tarde llenaba de calidez mi rostro, calentando mi cabeza y el largo de mi cabello que para el momento me llegaba a la espalda baja. Los cantos de los pájaros, el zumbido de las abejas y el aire limpio del campo me recibieron en este siempre perfecto pueblo. Siempre había sido un lugar hermoso en la Sierra de Puebla, tan lejano de la ciudad que en la noche las estrellas en el cielo brillaban tanto que se podían observar todas las constelaciones. Lo visitábamos anualmente desde que tenía memoria, claramente solo recordaba las últimas siete veces más o menos, pero vamos, antes no tenía tanta retención con los recuerdos. Ahora tenía once años, ya no podría olvidar el paisaje, el aroma, las plantas con sus flores, los frutos que estaban en esa temporada; esas peras gigantes que hacían que las ramas de los arboles cayeran prácticamente hasta el suelo por el peso; o los capulines que adoraba, con los que podía sentarme bajo un árbol a comer hasta hartarme; tampoco los animales que se movían con tanta confianza que podían estar en cualquier sitio sin que lo esperaras, tan confiados.
Cada año mi hermano, mi madre y yo viajábamos alrededor de cinco horas dependiendo del tráfico para llegar a ese espacio abierto en la montaña de camino al centro de un pueblo pequeño. El camión se alejaba en esa dirección mientras nosotros caminábamos por unos buenos veinte minutos para terminar de subir la cuesta y poder llegar a la pequeña casa que estaba rodeada de vegetación. Esta siempre nos recibía con ladridos de perros que se volvían adorables perritos en busca de amor después de un par de minutos de recibir caricias, por lo menos hasta que mamá decía que teníamos que entrar a saludar a nuestros abuelitos, por lo que dejábamos los juegos para después.
Este año las cosas estaban normales. Saludé a mis abuelitos dándoles fuertes abrazos y luego a mis tíos y tías. Tres de ellos estaban de visita al igual que nosotros y mis primos. Como cada año comimos en la pequeña cocina que funcionaba con madera y con un comal incrustado en la piedra. Pronto las tortillas hechas a mano estuvieron listas para la comida y la plática de los adultos llenó el silencio mientras mis primos y yo comíamos felizmente los frijoles y los huevos.
Ignoraba esa plática a propósito, de hecho comía lo más rápido que podía al igual que mis primos ya que quería salir a correr al campo acompañada de los perritos para visitar los sitios que siempre visitaba, ver de cerca las flores nuevas para cortar algunas y hacerle un pequeño ramo a mi abuelita, además de jugar con mis primos a las escondidas. Dejé de ignorar la plática en el momento en que mi tío mencionó “el nombre”. Parpadeé dejando de comer en ese mismo momento.
—… Román. Lo que sucede es que encontré a la señora Margarita. Luce muy acabada, pero me contó que los padres de Román están muy mal, al parecer el padre esta postrado en cama, no se puede mover y su madre ya está muy grande y no puede con todo.
Mi mamá dejó momentáneamente la tortilla que estaba en su mano y miró a su hermano.
—¿Qué más te dijo?
—Que no todos sus hijos están interesados en ayudarlos. Román y Juan son los únicos de los seis hermanos que los ayudan —el momento en que mi tío me miró fue cuando extendí la mano hacia el vaso de agua cerca de mi plato de frijoles con huevo, bebí mientras le daba una mirada y él me la devolvía—. Creo que ahora es cuando tu hija necesita conocer a sus abuelos —no supe exactamente qué trataba de decir, pero algo estaba colgando en el modo en que dijo eso, algo que no quise preguntar.
Para el momento en que terminamos de comer me encontraba de camino a una casa lejana. No es que especialmente me hubieran preguntado si quería ir, de hecho mi mamá no me preguntó. Solo nos dijo a mí y a mi hermano que nos apuráramos, que teníamos que irnos ya a la dichosa casa, que estaba bastante lejana por cierto. Tuvimos que caminar por más de media hora, tiempo que tuve para pensar en ello. Para ser mas específica, en realidad todo el camino estuve pensando en “él”, en las palabras de mi tío, las palabras que dijo cuando se supone que no debía estar poniendo atención, esa frase sobre mi papá cuidando de sus padres, mi papá llamado Román Luna Luna, al que solo había visto una vez cuando tenía como cinco años. Paré de golpe con mis pensamientos cuando llegamos al camino de entrada de una casa que lucía más pequeña que la casa de mis abuelitos, hecha de madera y adobe, con solo una puerta y lo que lucía como un microestablo, donde había un caballo amarrado. Suspiré por enésima vez cuando mamá me empujo un poco por el hombro.
—Anden, vayan ya.
Mi hermano me echó una mirada rápida y caminó primero. Por mi parte miré a mamá, ella me dio una leve sonrisa y me hizo una seña para que siguiera. Continué detrás de mi hermano hasta la casa, conforme avanzábamos el olor fuerte de un puerquito me golpeó. Detrás de la casa, un poco más lejos había un chiquero, un puerco muy gordo lanzó unos chillidos como si nos estuviera saludando. Dimos la vuelta por la casa y la puerta estaba abierta, mi hermano miró un poco adentro y habló fuerte: —Buenas tardes.
En menos tiempo del que pensé las cosas se dieron. Una ancianita salió de la casa, con piel y ojos claros, estaba un poco encorvada. Después de las presentaciones que mi hermano, que era tres años más grande que yo, se encargó de hacer, nos encontramos dentro de la casa y pronto dentro de la habitación por una plática fácil que mantuvieron entre ellos. Yo solo alcancé a murmurar un “buenas tardes” y miré mucho al piso. Estaba incómoda, incómoda con el lugar, incómoda con las dos personas dentro de la casa. Lo único en lo que podía pensar era qué pasaría si él entraba en la casa en ese momento. ¿Actuaría igual que la única vez que lo había visto? ¿Me ignoraría de nuevo? ¿Esta vez podría recordarlo cuando pasara el tiempo? De la única vez que lo vi recordaba el evento, recordaba cómo me sentí, pero no podía recordar su rostro.
El ancianito frente a mí que estaba recostado en la cama lucía delgado y enfermo. Me miró y preguntó varias cosas, cosas sobre mi edad, mi escuela, si me gustaba el campo, tantas preguntas que respondí sin tardanza, preguntas que no sabía por qué hacía. Mi hermano solo había mencionado nuestros nombres y el nombre de mi mamá. Eso parecía bastar como para que ambos quisieran saber cosas sobre mí.
En algún momento la ancianita nos invitó a comer, no sé porque mi hermano no dijo que ya habíamos comido. Por lo que pronto estuvimos sentados en su mesa con dos platos de caldo con pollo enfrente. Ella se fue al cuarto con el señor y me quedé mirando la mesa un momento antes de ver a mi hermano y murmurar: –No hay cuchara.
Él me miró un segundo antes de ver por varios lados, pero solo estaba esa mesa de madera. Un poco a la izquierda había una pequeña estufa con madera quemada y encima de un comal estaba una olla con más caldo, por ningún lado vimos cucharas, solo una servilleta con tortillas. Lo siguiente que supe es que mi hermano sonreía, cortaba la tortilla en cuatro y hacía cucharitas para beber el caldo. Me reí suavemente por unos momentos y tomé el plato para llevarlo a mi boca. Lo incliné y comencé a beberlo escuchando las suaves risas de mi hermano. Escuchamos un ruido y bajé el plato, también la cabeza. Ese simple hecho lanzó mi corazón a una carrera de locura.
Esperé verlo en la entrada, parado, mirándome, esta vez de verdad mirándome, no como esa vez cuando tenía cinco, esa vez que él habló con mamá, esa vez en que intenté que me mirara, que intenté que me hiciera caso. Hice todo lo que debía hacer, corrí, salté y jugué mientras ellos hablaban, esperando que me mirara, que me hablara, que algo sucediera, pero él jamás lo hizo, jamás me miró. Solo la miró a ella, solo habló con ella y a mí me ignoró, como si no estuviera presente, como si no le importara. Levanté la mirada a la entrada, en la misma había un perrito delgaducho, se alcanzaban a ver sus costillas, tenía las orejas gachas y la cola entre las piernas, pero estaba olfateando. Miré mi plato, una pierna de pollo estaba ahí y yo no tenía hambre. Sin pensar mucho en ello, tomé la pierna y miré al cuarto, no estaba la señora, mucho menos el señor. Miré al perrito y le sonreí. Lancé la pierna detrás suyo y él salió corriendo detrás de ella para comérsela de inmediato.
Sonreí volviendo al plato y bebí lo último del caldo. Miré a mi hermano e hice una reverencia pequeña mientras él sonreía. Miró detrás de mí y miré a la puerta de nuevo, estaba el mismo perrito moviendo esta vez la cola. Mi hermano tomó también su pierna de pollo y se la lanzó. Esta vez el perrito la atrapó en el aire y corrió para comerla cuando escuchó un ruido de la habitación de atrás. Ambos nos pusimos derechos y esperamos hasta que ella salió y nos hizo otra plática larga en la que contó algunas cosas sobre el campo, los pollos que estaban en una casita de madera un poco más alejada de esta y otra casita chiquita de madera también con chivos dentro. Miré de nuevo el plato vacío esta vez. Lo único a lo que ponía atención en realidad era a que conforme pasaba el tiempo la esperanza de ver a mi padre se agotaba.
Precisamente, el tiempo pasó y pronto estuvimos fuera de su casa. Como despedida, ella puso una mano en mi cabeza y acarició mi cabello hasta las puntas del mismo, me sonrió cálidamente y agregó: —Hace mucho tiempo que tenía la esperanza de que vinieras, todos saben que mi bella nieta viene todos los años a casa de sus abuelos. Esperaba que en alguno de esos momentos pudieras venir a vernos, me alegra que pudieras venir esta vez. Ojalá puedas venir en otro momento, cariño.
El viento agitó mi cabello mientras caminábamos de regreso con mamá. Estaba parada bajo la sombra de un árbol no demasiado lejos, mi hermano salió corriendo hacia ella y la abrazó. Me quedé parada justo donde estaba, los miré a ambos, se parecían mucho, tenían prácticamente el mismo tono de piel. Yo por otro lado tenía más clara, más parecida, la piel a la de los viejitos con ojos claros que acabábamos de visitar.
—¡Nani! —elevé la mirada del pasto que no estaba realmente mirando y vi a mi mamá que sonreía mientras le revolvía el pelo a mi hermano—. Vámonos, mi amor. Hay que llegar a casa de tus abuelitos antes de que anochezca, tenemos que ir a ver las estrellas desde el camino.
Caminé lentamente hasta llegar con mi madre y hermano. Ella acaricio mi cabello y comenzamos a caminar alejándonos de la pequeña casa, la casa de los padres de Román Luna Luna, esos ancianitos que se supone que eran mis abuelos, a los que no conocía en realidad, a los que no quería abrazar, no como quería hacerlo normalmente con mis abuelitos, a los que en realidad no quería volver a ver. No quería quedarme más tiempo ahí, me volteé hacia mi hermano y le sonreí.
—¿Carreritas?
Él sonrió mucho y gritó: —Órale.
—Uno, dos… tres —el tramposo empezó a correr antes y lo seguí, corrí con todas las ganas saltando las piedras del camino y me detuve cuando mi hermano lo hizo, que por cierto fue de golpe. Un poco más adelante, un hombre que venía por el camino se detuvo unos segundos, luego caminó hacia nosotros. No es que realmente pudiera irse por otro lado, ya que estábamos en el camino. Me quedé muy quieta mirándolo. Él, después de varios pasos, se quedo quieto mirándonos por un breve momento, hasta que la vio a ella.
—Vicky.
Mi mamá murmuró suavemente:
—Hola, Román. Los niños vinieron a visitar a tus padres.
Parpadeé mirando al hombre frente a nosotros, al que tantas veces intenté recordar. Tenía muy presente que me había ignorado cuando lo conocí, pero no recordaba su rostro, ni si quiera alcanzaba a recordar su voz. Mis tíos me decían que yo me parecía a él, por lo que muchas veces intente verme en el espejo e imaginarlo. Ahora que lo veía no tenía nada de lo que pensé que habría, no era como lo imaginé. Con piel clara, ojos claros, cabello castaño, no era exactamente como yo, como siempre me dijeron, su piel de hecho lucia igual de tostada que la piel de mi tío Toño, pero sin ser tan oscura como la de él.
Él caminó de nuevo, pasó a mi hermano sin hablarle y en el segundo en que se acercó a mí, sentí que mi corazón iba a salirse de mi pecho, hasta que pasó, ignorándome, directamente hacia mi mamá. Algo dentro de mi pecho se apretó y miré mis tenis blancos llenos de tierra.
—Hace mucho que no te veo, Vicky. ¿Cómo has estado? —un nuevo suspiro salió de mi mamá.
—Estoy bien —esta vez mi mamá se dirigió a mi. —Nani, ven —caminé sin levantar la vista y me detuve a unos cuantos pasos de ellos—. Ella…
—Sí, ya sé —él la interrumpió. Su mano fue a dar a mi cabeza y golpeó un par de veces, dándome palmaditas—. Hola, cariño —levanté la mirada porque nunca nadie me había llamado cariño de ese modo, como cuando le decían a mi hermano que hiciera la cama, ese modo en que contestaba, como si lo estuviera obligando a hacerlo.
—Hola —murmuré viéndolo moverse incómodamente de un pie a otro. Regresó su mano a su costado y su mirada a mi mamá.
—¿Pasaste a verlos?
—No, solo los niños pasaron.
—¿Te vas a quedar mucho tiempo con tus papás? —de nuevo mi mamá suspiró. Yo regresé la mirada a mis tenis. Él ya ni si quiera me miraba, había perdido el interés, si es que en algún momento le interesó. Me mordí la mejilla intentando encontrarle sentido a lo que pasaba dentro de mí, ya que ahora mismo sentía una especie de ardor en la garganta.
—No, nos vamos a quedar unos tres días más —volví a mirarlo, solo un poco, solo por unos segundos, el tiempo suficiente para saber que no me iba a regresar la mirada. Solo la veía a ella. Bajé la mirada de nuevo y esta vez sentí los ojos húmedos, un brazo me rodeo los hombros y pronto sentí el movimiento que me alejaba de los adultos. Mi hermano me llevó hasta donde estaba un árbol de capulín no tan lejos del camino, me hizo recargarme y sentarme en el árbol. Él se puso a saltar para poder atrapar capulines. Yo miraba a mi mamá con él, a esta distancia ya no escuchaba nada, después de unos minutos mi mamá lucía enojada.
Mi hermano saltó frente a mí y puso en mis manos capulines. Me sonrió cálidamente. —Cómetelos —miré los capulines y sentí los ojos mas húmedos que antes. La sensación en mi pecho no había cambiado, seguía sintiéndome mal. Intenté respirar pero lo único que conseguí fue finalmente llorar. Solté el aire en mis pulmones y seguí llorando, lloré por cada ocasión en que me obligaron a hacer regalo de día del padre en la escuela, por cada vez que vi a mis amigos darles sus regalos a sus padres y me quedé con la maldita cosa en mis manos; por cada ocasión en la que deseé verlo para que me abrazara y me dijera que todo iba a estar bien, que me quería, como lo hacía el papá de Frida, mi mejor amiga. Mi hermano se hincó a la vez que me abrazaba y segundos después lo reemplazó mi mamá que también terminó hincada frente a mí.
—No llores, cariño, todo estará bien —lloré más porque esta vez la palabra cariño significó algo.
—No —jadeé intentando llenar mis pulmones—. No va a estar bien —gruñí, porque ahora, a diferencia de antes, estaba segura de que él nunca me iba querer, nunca iba a aparecer de la nada a decirme que me quería y a pedir disculpas, nunca me iba abrazar, nunca me iba a amar. Sentí la caricia de mi hermano en el cabello, miré a mi mamá a través de las lagrimas.
—¿Qué hice mal mami? –Lágrimas asomaron en sus ojos.
—Mi amor… —llevó sus manos a mis mejillas y limpió las lágrimas a pesar de que pronto fueron sustituidas por más–. No has hecho nada mal.
—¿Entonces…? —comencé a hipar de modo feo, como cada vez que lloraba de esa manera— ¿Por qué no me quiere? –Mamá suspiró.
—Nani, tú no has hecho nada mal. ¿Entiendes? Tú eres perfecta tal como eres, nunca dudes de ello. El hecho de que él sea un idiota y haya decidido perderse la maravilla que es conocerte es su pérdida. Cuando pase el tiempo, él se dará cuenta de lo que perdió y se arrepentirá de no haberte amado como lo hacemos nosotros, mi amor.
Mi hermano se puso en pie y jaló mi mano hacia él: —Vamos, hermanita, no debemos seguir aquí –mamá se levanto y me ayudó a levantarme. Rodeó mis hombros con su brazo alejándome del árbol, pero sobre todo del hombre que estaba en la pequeña casa junto al camino, el que no me amaba y que dudaba que en algún momento llegara a hacerlo.
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