El cuento en cuarentena

El cuento en cuarentena | Tegolotl

Por Tom Corvus

Solo vinimos a dormitar, solo vinimos a soñar:

no es verdad, no es verdad que vinimos a vivir en la tierra.

En yerba de primavera vinimos a convertirnos:

llegan a reverdecer, llegan a abrir su botones

nuestros corazones, es una flor nuestro cuerpo:

algunas flores da y se seca.

Poesía Náhuatl.

1519

A la llegada del atardecer la caballería española encontró lo que parecían ser los restos de una masacre descomunal. Habían quedado tan perplejos que una sensación escalofriante se propagó sobre todos, como si se tratara de un virus gripal y les resultara difícil sobrellevarlo.  Salvo aquel hombre de carácter duro e incrédulo casi a cualquier cosa, menos su Dios. Aunque no estaba exento de emociones, sí tenía mayor capacidad de control sobre ellas. Ya había visto antes un panorama similar, sin embargo, la causa había sido la artillería de barcos y fortalezas. En esta ocasión desconocía por completo la causa. La corteza de los árboles, las hierbas y ramas estaban impregnadas de sangre que, expuesta a la restante luz natural del día, lucía un tono oscuro parecido al de la brea. También había fragmentos de piel, cabello y órganos, así como ropas y armas pertenecientes al grupo de soldados que había desaparecido hacía horas. De eso el hombre, que era el general de esa tropa, no tenía duda.

Yacían en silencio, como si conmemoraran a sus caídos, pero era el horror lo que bloqueaba sus gargantas. Además de los últimos cantos de las aves y la fauna de la selva, el general Augusto Reyes quebraba la quietud pisando las ramas al pasearse entre los restos, hasta que un siseo del roce producido entre hojas presentó a dos soldados que cargaban a un hombre apenas cubierto con mantos de piel desgarrada. Ambos soldados lo soltaron y el hombre de melena larga, negra y tez morena cayó de rodillas al suelo. Un cuarto hombre vestido de fraile apareció tras los soldados, muy atento a lo que se avecinaría. Tenía el cargo de intérprete, pues desde su llegada se había visto interesado en la lengua y la cultura de las tribus que habitaban ese nuevo mundo.

Esa mañana una armada de caballeros españoles había llegado a las inmediaciones de un pequeño poblado oculto en la selva, al que los pobladores llamaban Tegolotl, y una disputa territorial se había efectuado. No era de extrañar que los hombres con ventaja en equipamiento hubiesen vencido. Tras la victoria, el general Reyes mandó a un número reducido de sus tropas a peinar la zona en busca de otros nativos que hubiesen abandonado por cualquier razón la comarca de Tegolotl. Pero tales hombres fueron a encontrarse únicamente con la muerte. Dos de sus exploradores, cerca del crepúsculo, encontraron primero la masacre.

El general contempló al nativo con un talante lleno de arrogancia y furor. Luego miró al pequeño fraile y le exigió que tradujera todo lo que ellos le preguntarían al nativo y sus respuestas. Pero las respuestas obtenidas no le resultaron confortantes al general. El nativo aseguraba desconocer la causa de los hechos y certificaba, tras habérsele preguntado en específico, que no había ningún ejército de su tribu ni de ninguna otra merodeando las inmediaciones. Al general Reyes le parecía difícil creer en la traducción del fraile. Se fiaba por instinto y por la preocupación en la voz y el rostro del nativo. Fue entonces cuando extrajo de una caja de madera un látigo con varios filamentos de cuero y múltiples incrustaciones puntiagudas de metal. Primero se lo mostró mientras le daba una segunda oportunidad de confesarse ante el fraile, intentando que el pánico funcionara, pero al obtener la misma réplica, el general dejó caer el látigo sobre la piel del nativo, que se desprendió con violencia. Lo hizo en múltiples ocasiones hasta que los gritos murmuraron un conjunto de palabras inaudibles. El general le permitió recomponerse de su agonía. Moribundo, repleto de marcas rojizas y aberturas uniformes en la piel, con la sangre corrida, el nativo murmuró  —tartamudo pero con precipitación— cuanto suponía saber. El general miró al fraile, quien se había acuclillado cerca del nativo para oírle mejor, y le pidió que lo tradujera.

—Dijo que no fue hombre alguno que nosotros podamos imaginar —respondió el fraile, temeroso por la violencia—. Dijo que ningún hombre, ni siquiera usted, tiene la fuerza para hacer… lo que ve.

El nativo pronunció algo más y concluyó con palabras legibles para todos.

Nagualli, nahuatl.

En su voz había un dejo de advertencia, pero aquello no escarmentó al general. Orgulloso de ello, decidió ejecutarlo él mismo de una forma lenta y dolorosa. Cuando terminó, imploró a su dios en los cielos su perdón, montó en su caballo y junto a sus hombres se dispuso a dar caza a lo que el nativo había denominado como náhuatl. En su travesía el fraile le explicó a grandes rasgos lo que para ellos era un náhuatl, el hombre–bestia. Era conocido que un hombre, específicamente un chamán o curandero, tenía la capacidad de convertirse en una criatura animal durante las noches habituales y de luna llena. Y aunque había distintas interpretaciones, esos eran los caracteres generales. Además de los testimonios recabados por los nativos, durante las exploraciones se habían encontrado inscripciones y grabados en ruinas que manifestaban tales ideas.

—¿Qué me dice usted? —le preguntó el general al fraile tras detenerse un momento—. ¿Cree en esas supersticiones?

—Si son parte de la naturaleza —le respondió—, son obra del diablo y no de Dios.

Recorrieron una larga jornada previa al oscuro anochecer, durante la cual no atisbaron otra cosa que el rastro de sangre. Embarnizaba el tronco de los árboles y a causa de la luz de luna el fluido destacaba de entre las sombras a pesar de su negrura carmesí, hasta perderlo cerca de la pequeña laguna, donde decidieron descansar. No fue sino en ese momento cuando el cartógrafo del grupo le señaló al general sobre la incongruente ruta en círculo que trazaban. Según el mapa, se encontraban en un punto muy cercano a la aldea de Tegolotl. 

Mientras los caballeros discutían sus creencias entorno al fuego y descansaban, y el general y sus hombres destacados delineaban las acciones póstumas, el fraile se hallaba ensimismado en todas las anotaciones obtenidas hasta ese momento por los estudiosos. Buscaba, específicamente, lo relacionado con el náhuatl. Pero eran apenas fragmentos, menciones tan cortas que dejaban mucho qué desear. No fue sino hasta la medianoche, después de ser asaltado por una pesadilla, seguido de un extraño presentimiento, que alertó al general. Su escándalo no solo había despertado a los demás, las aves nocturnas parecieron reanimar sus murmullos.

Exaltado, le explicó al general que no estaban seguros, que lo sucedido a los hombres también podía pasarle a ellos. Fue legible cuanto pudo acerca del náhuatl, sobre las distintas creencias del proceso de transformación, como la transferencia de mente a cuerpo y la transmutación. Cuando se las dijo, calló en espera de una respuesta positiva. No obstante, lo que obtuvo fue una interrogante del general Reyes. 

—¿Vos en cuál creéis?

Vacilante, comenzó a hablarle sobre la fe de los indígenas respecto de sus dioses, su inframundo, sus rituales, entre otras cosas, pero eso no le interesó en lo absoluto al general. Le interrumpió exigiéndole ser conciso. Así que el fraile afirmó las posibilidades.

—El diablo existe, señor, y las raíces de su maldad se expanden por doquier de formas incomprensibles.

—No es un animal —dijo el general Reyes a modo de conclusión—. Es solo un hombre que adopta el comportamiento de una bestia y vamos a encontrarlo y a darle caza. Cuando lo veáis con sus propios ojos, entenderéis.

Pero eso dejó intranquilo al general, a un punto en el que, entrada la madrugada, doblegó a sus hombres a continuar. Los guió nuevamente a través de la selva, en dirección norte. Al principio no les informó. Todos se limitaban a cabalgar a una velocidad prudente —pues no anhelaban hacer tropezar al caballo que montaban—, acompañados de sonidos naturales como fondo.

Desde una baja colina (una de las tantas que rodeaban la planicie) observaron la pequeña comarca de Tegolotl compuesta por chozas hechas a base de madera. La civilización, cuando los españoles la encontraron, no contaba con una gran cantidad de mayas como en las grandes ciudades donde se hallaban los templos. Por ende, esa comunidad no tenía estructuras impresionantes. Aunque eso no los dejaba exentos. En las cercanías había uno de los muchos recintos sagrados para esos nativos. Un cenote de grandes dimensiones y amplia profundidad.

El general Reyes les explicó las razones por las cuales habían vuelto a la villa. Antes de partir buscarían indicios que señalaran la posibilidad de que el hombre hubiese vuelto. Aunque eso era en parte verdad, muy en su interior pensaba en una de las probabilidades que el fraile le había dicho. Si el cuerpo del nigromante se hallaba ahí, intacto, y ellos lo habían pasado por alto durante la contienda, debían matarle mientras siguiera en trance.

Los españoles bajaron la cuesta y entraron de nuevo en Tegolotl. El general los dividió en grupos y les ordenó inspeccionar en todo rincón y a cada uno de los nativos, aunque él tenía la mayor ventaja, pues había unido a su pequeño grupo al fraile. Una vez disueltos, fue el general quien le preguntó si podía reconocer al brujo y este le respondió afirmativamente. Le indicó una serie de características propias de los sacerdotes mayas, ya fuera desde su vestimenta o hasta sus tatuajes. Intentó expandir su ilustración contándoles a los hombres que los tatuajes, las perforaciones y las ropas se adecuaban acorde a la postura jerárquica, pero eso no les interesaba a ellos y terminaron por callarlo.

Hombres, mujeres y niños, todos inertes, fríos, que habían perecido a manos ajenas, se encontraban ahora liberados del contenedor humano. Tegolotl había ardido, junto con su gente, pero aún de entre las cenizas la Madre Tierra levantaría a sus hijos, dejándolos florecer nuevamente.

El lugar estaba envuelto en un silencio descomunal. El aire silbaba y hacía mecer las hojas de los árboles: un sonido tétrico. La luna, en su plenitud, se alzaba en lo alto del cielo, formando a su alrededor un arcoíris luminoso y las miles de millones de estrellas la acompañaban.

Dichoso de la oscuridad, el náhuatl se había desplazado todo el tiempo, sigiloso, persiguiéndoles. Era audaz y más lógico, calculador, frío y paciente, pero repleto de una sed carnívora. Los primeros en caer fueron los más alejados, el grupo más pequeño. Fue tan voraz y veloz que no tuvieron tiempo de gritar. Acto seguido, persiguió a los demás como siempre sucedió. Nunca había sido la presa, sino el cazador.

El grupo en el que iban el general y el fraile se encontró con algo muy interesante en una de las tantas chozas. En cuanto lo miró el fraile supo de lo que se trataba y lo señaló como un niño acusador. Los hombres del general se abalanzaron, pues, desenfundando armas, y aniquilaron el cuerpo inanimado del nigromante. Lo apuñalaron y lo abrieron con tal sencillez, como si se tratara de un fruto tierno. Cuando el general les ordenó parar, el fraile se acercó a observar, cubriéndose boca y nariz con la manga de su manto.

—¿Está muerto? —preguntó alguien.

Pero el nigromante ya lo estaba desde que Tegolotl había ardido. Un conjunto de gritos rompieron el silencio antes de que emitiera su respuesta, aunado a los estallidos de las armas de pólvora. Para cuando el grupo del general acudió en busca del resto, no encontraron nada, salvo la muerte. En tan solo minutos los caballeros habían sucumbido de la misma forma que, tiempo atrás, los nativos.

Los tres hombres armados vigilaban, histéricos y atestados de miedo, mientras el general miraba aterrado. Por su parte, el fraile veía una silueta oscura ubicada en una rama alta que le había llamado la atención apenas entraron en la zona de chozas. Lleno de horror, su garganta se había bloqueado, pero con su mano señalaba ese lugar. Antes si quiera de poder gritar, el náhuatl descendió con violencia sobre los tres hombres y les desgarró con sus zarpas y dientes la piel descubierta de la coraza con la misma facilidad que las espadas.

El general, motivado por la pasión, desenfundó su espada y la blandió contra la bestia. Consiguió causarle daño en distintas partes, sin embargo, resultó en vano, pues el náhuatl arremetió contra él. Le clavó sus largas zarpas en la cara y le arrebató la piel, músculo y cráneo como si de un simple trapo se tratara.

El fraile había sido el único en correr, inconsciente de su acción. Sus piernas parecían llevarlo por cuenta propia en medio de la amplia y extensa calle principal de Tegolotl. Pero se detuvo cuando escuchó a sus espaldas un conjunto de bufidos y zancadas. Se dio la vuelta justo a tiempo para poder contemplar su última imagen antes de perecer. Era una criatura horrenda, un hombre bestia, un animal dotado de una morfología más grotesca, protuberante, con ojos grandes y boca repleta de dientes filamentosos. No era un licántropo, pero lucía como uno. Aquel ser de piel café y una espalda prominente, como si la columna le sobresaliera cual agujas, brilló a la luz de la luna. El fraile no escuchó ningún bramido por parte de la bestia. En cambio, a sus oídos llegó la claridad del ulular de un búho, rapaz de mal agüero, y después vino la oscuridad.

Nadie los encontraría hasta mucho tiempo después, así que nadie vio, a la mañana siguiente, la transformación del náhuatl. Su cuerpo encogido y su piel quemada con la llegada de la  luz del sol. Nadie que no fuera animal lo vio morir.

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