Por Emmanuel Santana Guzmán
Por fin llegaba a casa. Sábado por la tarde, después de un día agotador en el trabajo, corriendo y persiguiendo en mi pequeña bicicleta a las viviendas que se distribuían por toda la ciudad exigiéndome comida vehementemente. Llegar a una tienda, recoger un pedido y salir disparado para que el tiempo me diera la oportunidad de realizar nuevos pedidos, que eran mi única comisión por ganar. Mi jefe era un ser admirable en cuestiones humanas, pero detestable en cuestiones económicas. Soportaba el trabajo porque era el único que se acomodaba a mi horario de fines de semana, ya que los demás días tenía que asistir a la escuela.
No era fácil cargar con tantas responsabilidades, aunque sabía que, al final del día, todo el esfuerzo realizado en el trabajo se recompensaría con la posibilidad de seguir manteniéndome en la escuela. Por la noche salí a despejar la mente, quedé de acompañar a una joven al teatro, y no era porque me gustaran mucho las cuestiones relacionadas con ese tipo de lugares. La joven a quien yo acompañé era el motivo para aún tener fuerzas de ir al teatro después de haber trabajado bajo el sol durante 10 horas continuas y sin descanso.
Nos conocíamos de la escuela, por lo que se sumaba a mis motivos para seguir asistiendo. No hace falta realizar descripción alguna de cómo era, porque lo importante en esta historia confusa es relatar lo que aconteció después, aunque me gustaría mencionar que sí tenía cualidades que, verdaderamente, la hacían parecer única. Hablo de detalles pequeños, tan pequeños como el lunar que tenía en su ojo, o las manchas claras en su rostro causadas por el sol. Eran cuestiones que no podía sacarme de la cabeza. Mi mente se cubría con la presencia de sus excepciones propias como su abdomen que se encontraba cubierto por algunas estrías. Así de increíble era la admiración que sentía por ella, en donde la perfección no tenía cánones ni reglas generales. La perfección tenía nombre: ella. Dormí el sábado por la noche aún conservando la esencia del último abrazo que nos dimos y su olor que no me pude quitar porque mi cuerpo no estaba dispuesto a abandonarlo.
Amaneció el día siguiente con más brillo de lo habitual. Revisé el calendario para checar la fecha, la fecha que tanto tiempo llevaba esperando y que también se me había olvidado por la presión de la escuela y el trabajo: el primer domingo de marzo. Mi mente se sobresaltó ante la impresión. Era su día especial y lo había olvidado por completo. No había reparado en ello hasta ese momento. ¡Estaba perdido! La carta que tardé tanto tiempo en escribir no llegaría a su casa, tenía que haberla enviado por correo desde 3 días anteriores a la fecha de entrega. Ese día tampoco podría verla, porque saldría con su familia a celebrar su día especial. Todas las posibilidades de demostrarle una parte de lo que yo sentía por ella se extinguían conforme pasaban los segundos.
Salí de casa temprano, antes de ir al trabajo, con la intención de despejar la mente e improvisar un plan para hacerle llegar algo de mi parte. Subí en la bicicleta y me desvié del camino habitual para ir entre las calles, sin rumbo fijo, con la esperanza de que la luz, la luz del brillo de sus ojos, me iluminara alguna opción viable y de su agrado. Error completo es tratar de andar y pensar algo que no concuerde con el ritmo al que vas. Sumergido en mis pensamientos, omití un pequeño desnivel en la calle y fui a dar al suelo, estrellándome con dureza y sin haber metido las manos siquiera para defenderme.
De pronto, unas manos frías me tomaron del suelo y me ayudaron a levantarme. Era un hombre entrado en años, de complexión robusta y con una barba descuidada y canosa que no me entregaba la confianza necesaria. Le di las gracias y me subí a la bicicleta para continuar mi camino, porque ya estaba cerca mi hora de trabajo y disponía del tiempo justo para llegar a mi destino. Pero no terminaron las cosas ahí. El hombre me entregó un pequeño algodón para colocarme en la cara (porque un raspón evidente se marcaba en mi hemisferio derecho) y me contó que vendía cosas mágicas en su bazar, que se encontraba al final de esa misma calle. Yo, fiel esclavo de la cordialidad y un represor de los “no”, accedí, como pago de su favor, a asistir a su bazar para observar las cosas “mágicas” que en él se encontraban.
Caminamos hasta el lugar, sin dirigirnos palabra alguna (sabrán que no soy muy bueno dialogando) y llegamos a una fachada descuidada que se protegía por un pequeño negocio que solo tenía el nombre de Bazárgico con letras despintadas por la erosión y el paso descuidado del tiempo. No me inspiraba confianza el ambiente, pero ya estaba en el lugar y ahora resultaría imposible intentar un “no”. Entramos al local y las cosas se pusieron extrañas. Por las paredes colgaban cuadros de todas las formas, tamaños y colores, además de un sinfín de objetos antiguos que estaban desordenados por todo el suelo. Ninguno de los objetos parecía tener utilidad alguna para mí, a excepción de una luz que provenía de una de las paredes más alejadas.
—Sí, es hermoso ¿verdad? —comentó el hombre que me miraba mientras yo contemplaba el reloj con forma de ojo que se encontraba preso en la pared.
En verdad lo era. Tenía un brillo, un brillo tan peculiar que me hizo recordar el inicio del día. ¡El regalo, el cumpleaños, el plan! Todo llegó como un tropel de preocupaciones y me hizo suspirar profundamente.
—Parece que le provocó algo —continuó el hombre—. Todas las cosas de aquí sirven para algo, están hechas y fabricadas para que alguien en específico las compre y las regale a otra persona específica. Es la magia de este bazar, de estos objetos y, usted, joven, parece haber encontrado un objeto mágico que le pertenece. Este reloj se convertirá en sus ojos. Regálele sus ojos a la persona que cree que los merece y los cuidará. Lléveselo.
Nunca sabré si eso decía a todos los clientes que llegaban a su local o si adivinaba algo en mi manera de mirar al reloj, pero me convenció totalmente de llevármelo para regalarlo a esa especificidad que dominaba mis pensamientos destinados al sentimiento. El reloj tenía la forma de un ojo y estaba hecho con materiales que brillaban. No puedo describir el objeto, no lo recuerdo exactamente. En ese momento era lo que yo necesitaba, mi salvación estaba ahí.
Para no hacer más larga la discusión, resultó que el reloj no era para nada barato, pero yo traía el dinero del pago semanal para comprar un regalo y mi almuerzo del día. Tenía pequeñas piezas de plata y cosas de joyería que hacían que su precio se incrementara considerablemente en comparación con el resto de los objetos, que además no me aportaban nada emocionante. Después de haber regateado, logré un pequeño descuento y la envoltura gratis del regalo. El hombre insistió en que hacía el descuento porque notaba que el objeto tenía una parte de mí, porque vio una conexión entre el reloj y yo, y parece que acertó un poco al hacer ese comentario.
Con toda la sorpresa preparada, me dirigí a la casa de la cumpleañera. El tiempo se agotaba, no podía permitirme llegar tarde al trabajo, el tiempo en domingo se convertía en dinero y más en un fin de semana donde el negocio aumentaba considerablemente sus ventas. No tardé mucho en llegar, porque el poco tráfico ayudó a mi buena orientación para encontrar pronto el camino más corto hacia mi destino. Como era de esperarse, no se encontraba ella. Todas las ventanas estaban cerradas y la puerta negra de su entrada principal estaba ahí, inerte, protegiendo la vivienda de la intemperie.
No intenté llamar a la puerta, porque también quería que la sorpresa se mantuviera en el anonimato, por lo que me dirigí hacia su buzón. Deposité el regalo en la caja y, justo cuando estaba por subirme a la bicicleta para retomar el camino hacia el trabajo, recordé que no había colocado ninguna nota y que el regalo estaba ahí, vacío, sin un mensaje siquiera para condecorar su celebración. Saqué un bolígrafo y una hoja de la canasta de mi bicicleta y, con todas las prisas que llevaba, escribí una nota muy corta:
Los mejores regalos son los que están destinados para ser regalados. Entre el objeto hubo una conexión desde el primer momento, así como la que he sentido contigo, desde el primer momento que te vi. Que ese reloj refleje el brillo de mis ojos cuando te veo y se descargue todo lo que siento por ti y no te lo he podido decir. Felicidades, mujer de los detalles perfectos.
Pasó el día de su cumpleaños y nos encontramos al día siguiente en la escuela. Lucía increíble, con la sencillez delicada que siempre la caracterizaba y, tan pronto como nos vimos, algo en mí revivió nuevamente: el deseo de estar ahí, con ella, como un paréntesis que separaba los momentos mágicos del resto de la vida taciturna que jamás tiene cabida para lo inexplicable. Platicamos sobre su celebración y muchas cosas más de nimia importancia. Yo me dejaba llevar por su voz y mi mirada me delataba al verla, pero en ningún momento me comentó nada del reloj que había llegado directamente a su casa con una nota.
Con el pasar de los días, mis pensamientos sobre ella comenzaban a saturarme, al grado de que me distraía durante ciertas partes del día y me quedaba congelado mirando hacia el horizonte, como si en aquel punto se reflejara la fiel imagen de ella con un par de relojes mágicos en sustitución de sus ojos reales. La diferencia entre ambos no existía para mí y eso me parecía hermoso y a la vez extraño. Ella estaba distanciándose de mí, cada vez me frecuentaba menos y llegué a observar cómo trataba de evitarme en los pasillos y en las clases. No entendía nada de lo que estaba pasando. Mientras yo estaba subiendo la montaña que me llevaba a ella, que estaba en la cima, ella estaba tirándome piedras para intentar que yo cayera y no la alcanzara.
Así pasó un mes, un mes desde aquel fatídico primer domingo de marzo en el que el reloj mágico que le regalé a la admiración de mis pensamientos me había alejado de ella. Ya ni siquiera hablábamos, ella siempre se mostraba irritada conmigo y, aunque no me lo decía directamente, notaba que lo que menos quería era que yo le dirigiera la palabra mientras la miraba a los ojos y sonreía porque ella brillaba cada vez más para mí.
Llegó el tercer domingo de abril. Mi mente estaba invadida de recuerdos de todos los momentos en los que ella había estado presente en mi vida y se atestaba con recuerdos y pensamientos propios que se construían sobre ella con la rapidez de la magia. Ahí fue cuando me di cuenta de que estaba en el punto crítico, el límite de la admiración, estaba pronto a sobrepasarlo para convertirla en obsesión. Miré al espejo y noté que salían colores de mis pupilas, me acerqué un poco para revisar de cerca lo que estaba pasando y me sorprendí como nunca antes lo había hecho. Los recuerdos que yo imaginaba se representaban en mis ojos. Todo pensamiento que tuviera que ver con ella se proyectaba evidentemente en mi mirada. Cualquiera podía verme y no tenía manera de ocultarlo.
Me dirigí raudamente hacia el Bazárgico, pedaleando con fuerza y sin pensarlo. Estuve cerca de ser arrollado un par de veces. El claxon de los vehículos que gritaban e insultaban mi irresponsabilidad al andar me devolvían a la realidad de la que estaba tratando de escapar. ¿Desde hacía cuánto tiempo mis ojos se habían convertido en el espejo de mi mente? ¿Ella habrá notado mi transformación y por eso se habrá alejado? ¿Será que…
Llegué a la calle donde me había encontrado al hombre aquel día que compré el reloj. Me bajé de la bicicleta para dirigirme a pie hasta el final de la calle y miré hacia el lugar en el que estaba el Barzárgico. ¡Sorpresa! ¡El lugar no estaba, había desaparecido el negocio y el señor! En su lugar se encontraba una vivienda totalmente diferente, adornada por colores vivos y sin las cualidades de tristeza y descuido que tanto me habían impactado del lugar. Pregunté a los vecinos acerca del señor, pero tampoco obtuve ningún resultado positivo. Todos me decían que nunca, en sus años que llevaban viviendo en la misma calle, habían escuchado de un hombre que cumpliera con las características que yo les mencionaba. Estaba perdido.
Pasó la hora del trabajo. A las 7 de la noche arribé a casa con el cansancio mental que superaba por mucho al cansancio físico de pedalear durante tantas horas seguidas. Pero había algo más en aquel día. Mis ojos me dolían y ardían más de lo normal. Era un dolor insoportable que me hacía olvidar las penas de amor que me embargaban desde hacía ya más de un mes. Traté de pensar en cosas que me hicieran sentir mejor para alejar ese dolor físico y ahí fue cuando cometí el grave error. Recordé el nombre de ella y, cuando vinieron a mi mente todos los recuerdos, sus recuerdos, sentí que algo se rompió, mas no lo escuché. Las luces se apagaron y me sumergí en una oscuridad inmensa e infinita que me devoró hasta el miedo a lo desconocido.
En la mañana del lunes volví a la vida, pero volví a oscuras. Estaba ciego y vacío. La noche anterior había perdido algo más que la vista, también perdí sentimientos por alguien que creía eternos, pero ya no recordaba con viveza nada, no lo sentía real. Mi familia se comunicó con la escuela, mientras la preocupación reinaba en la casa y la desesperación en mí, que no observaba nada más allá del vacío. Escuchaba las voces quebradizas de mi madre, los gritos de mis hermanos, olía el aroma de la comida y todo se sentía más intenso, mas la vista ya no se encontraba conmigo.
Pasó una semana más, inicios de mayo. En mi habitación me encontraba sentado, escuchando la radio, con las ganas de ver algo aunque fuese por un momento, pero con la decepción de que los médicos no encontraran explicación para mi ceguera y, aún peor, tampoco pudieran formular una cura para recuperar mi más preciado sentido. De pronto, la puerta sonó y me interrumpió todas mis reflexiones que vagaban en la nula importancia. Mi madre entró con alguien más, me dijo que ese alguien quería hablar conmigo y salió presurosa. Sentí unos brazos que me apretaban con fuerza, como aquella vez después de la obra de teatro. Escuché una voz que me llamaba por mi nombre, como la voz que siempre me llamaba en la escuela. Era ella, estaba conmigo, llorando por mi infortunio y con muchas cosas que decirme. Tan pronto como se armó de valor, comenzó a hablarme sobre su experiencia:
—Hace tiempo recibí un regalo por mi cumpleaños. Llegó a mi correo con una nota extraña, sin nombre. No quise darle importancia porque no creía que fueras tú quien me hubiera regalado algo así, no lo esperaba de ti. El reloj era demasiado hermoso para no hacerlo lucir en mi casa, por lo que lo reservé para mi habitación. Todo comenzó normal, pero, conforme pasaron los días, el reloj en forma de ojo se transformó, cobró vida. Ruidos extraños provenían de sus manecillas, que exclamaban mi nombre con una voz que suspiraba y no podía reconocer. En el centro del ojo, la parte que correspondía al iris, se proyectaban imágenes sobre cosas que tenían que ver conmigo, recuerdos de alguien más que me observaba con cuidado. Veía las manchas en mi rostro, los lunares, mi sonrisa, ¡incluso llegué a ver mis estrías! Pero no adivinaba quién era, porque jamás mencionaba una sola palabra que lo delatara. Ya no soportaba ver el reloj, sentía que me miraba, que era un espejo que acosaba mis detalles. Seguido se escuchaban canciones que se asociaban conmigo…
Yo estaba palideciendo, sentía que mis extremidades dejaban de obedecerme, pero ella continuaba con la historia que provocaba que todo en mí se destruyera lentamente.
—Luego, me harté de tanto, de sentirme tan observada. No le comenté a nadie por miedo, pero guardé el reloj para dejar de ver sus imágenes. Por eso me alejé de ti, porque el reloj me hacía recordarte, y no quería pensar que todo lo que veía era tuyo. Era insano, no comprendía nada de lo que estaba pasando. La solución de esconderlo no funcionó. Los ruidos seguían oyéndose y, un domingo por la noche que llegué harta de un paseo, escuché el ruido. Tomé el reloj y lo lancé al suelo, se rompió en cientos de pedazos al instante. Junté sus partes y las tiré a la basura. Dormí tranquila y todo en mi vida mejoró, aunque sentía nostalgia porque ya no tenía aquellos recuerdos que me hacían ver que alguien más valoraba y encontraba belleza en mis “detalles”, como la voz los llamaba. Pasaron los días y dejaste de ir a la escuela, no entendía nada, hasta que me enteré de tu ceguera y, después de no dormir la noche anterior, encontré lo que había pasado. Lo siento, en verdad lo lamento.
El reloj se había apoderado de mí, de mis pensamientos sentimentales y me delataba precisamente con la persona que menos quería que lo hiciera. Reflejaba todo de mí, todas las imágenes que yo había visto de ella, así se habían mostrado. Mi voz mental se escuchaba distinto a la que escuchaban los demás y eso me protegía de ser descubierto. Mi admiración se había traspasado a un objeto mágico, que robaba mis sentimientos para tratar de comunicarlos al destino, por eso las palabras del viejo del bazar mágico: “Todas las cosas de aquí sirven para algo, están hechas y fabricadas para que alguien en específico las compre y las regale a otra persona específica”. ¡Todo era verdad, el reloj era mágico!
—Lo he estado pensando y, como he podido ser la confidente de la admiración que sientes por mí, he notado que es realmente bello. Todas tus palabras, tus canciones, tus imágenes mías. No era una obsesión, era la admiración tremenda que tenías y que en cada mente humana se refleja con esa misma intensidad cuando sentimos algo así por alguien. Me arrepentí enteramente cuando supe de esto, de las consecuencias de mis actos. Busqué por toda la ciudad los restos del reloj, pero no he encontrado nada. Te pido una oportunidad, ahora, no solo para que estemos juntos, sino también para que mis ojos sean los tuyos y puedas ver con ellos lo que le he quitado inconscientemente a los tuyos.
Cualquier persona habría cedido ante la emoción y la vivacidad de esas palabras, que eran pronunciadas entre sollozos y con un tono angelical que seguro merecería ser grabado y reproducido en el mejor de los museos. Pero yo no sentía nada, no recordaba qué sentía por ella, solo sabía su nombre y cosas sin valor. El reloj no solo se había llevado los recuerdos, también cargaba con los sentimientos y, cuando ella lo rompió, no solo me quitó la posibilidad de seguir viendo, me quitó lo que yo sentía por ella. Lo destruyó todo, nubló mis ojos por la agresividad de mis pensamientos y deshizo mis sentimientos en piezas que jamás podrán volverse a unir.
No pude corresponder a sus palabras, decidí que lo mejor era que se fuera, porque no sabía quién era y mucho menos podía verla. Yo le ofrecí mis ojos con inocencia y ella los destazó con demencia. Por supuesto que el regalo era para alguien en específico, pero el viejo hombre del bazar mágico jamás me dijo que el remitente y el destinatario podían ser la misma persona. Ahora no solo no puedo ver a quien yo creía admirar con todas mis ganas, sino que no recuerdo siquiera haberla admirado…
Te preguntarás, al terminar de leer esta nota, cómo fue que la pudo haber escrito un desdichado y desamado ciego. Bien, mi historia llegó hasta los oídos de mi vendedor de desgracias, quien es el que ahora se encarga de escribir esta nota como única forma de indemnizar el daño, porque nadie más quiere creer lo que le pasó a mis ojos y a mis emociones desbordantes, y él es el único medio por el que esto puede llegar a ser evidenciado de algún modo. He terminado, no escribas más. Ahora vete, que solo me has traído desgracias.
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