Por Saul Aparicio Botello
El escudo portaba un grabado del zorro dorado del alba desplegando su cola mientras mantenía una posición de inquieta curiosidad, una criatura mitológica propia de los escritos de los bardos y los juglares en allende el mar de Kzar. Era un zorro desconocido en las tierras a las que había arribado el caballero hacía siete años.
Era su rostro la marca del tiempo, de los veinticinco años que le habían llevado el seguir los reticulados consejos de sabios eruditos que a toda costa tenían la ortodoxia de creer en un zorro imposible de capturar. Era más una prueba colocada a los primogénitos esperando que la leyenda finalmente se hiciera realidad. Cuatro generaciones habían pasado para encontrar tal prodigio. Cuatro hombres, antes que él, habían llevado sus vidas por senderos ignotos, anhelando ser partícipes en llevar a cuestas semejante bestia para empalarla en la plaza pública con la finalidad de dar deleite a los siervos de un mísero feudo.
Como costumbre, la tarea asignada se le otorgó a la séptima cabecilla de un reducido grupo de monarcas enfermizos. Así fue hasta la segunda generación, cuando los purulentos vástagos morían en la cuna con la tez azulada llegando a solo tener como máximo cuatro niños.
Presuroso se fue el quinto hombre de la familia, dejando la noble labor de gobernar a su hijo de siete años de edad. Partió de su castillo y no volvió. El camino lo condujo hacia terrenos elevados, tierras escarpadas, lagos y ciudades acogidas por las aguas de fuerzas fuera del control de los hechiceros. Escuchó en sus andanzas a cuantas voces utilizaban el mismo modo de engalanar el discurso como él lo hacía, con palabras y sonidos entendibles. Cuando pasaba por prados que llevaban a poblados donde las costumbres y más aún, la palabra, eran tan discordantes con los suyos, hacía más bien en esperar la noche y atravesarlo cuando los únicos con los que podía tratar eran los vigilantes, hombres con modales más sutiles que los de sus congéneres.
En vano dieciocho años buscó un producto de una mente febril de los cientos de hostales en los que bien se podía equivocar la ficción con la realidad, el amor con los insulsos pechos de una prostituta. Así, tras vagar y llevar su cargada armadura como piel, desistió de la búsqueda, y, buscando evitar traer la deshonra a sus generaciones futuras zarpó en el primer navío al llegar a la costa de Rinin. La alabarda de poco le iba a servir una vez subiendo a las galeras, por lo que pagó con ella su viaje.
En alta mar, mirando el cielo, guía del vaivén de la nave, soñaba con el zorro, lo miraba en el escudo y daba a su imaginación algo en qué entretenerse. Si era un zorro, si es que el lenguaje no se hubiera deformado con las transcripciones, debía de ser una bestia de innata curiosidad capaz de soltar la misericordia de quien lo viera con tan solo observar sus facciones rebosantes de luz. A menudo se cuestionaba sobre el fulgor ¿Sería acaso así un animal capaz de escapar a la muerte traída en el metal del hombre? ¿Qué más podría fulgurar como lo hacía esa bestia? Largas eran las noches en la oscuridad de las aguas y los cielos estrellados. En ocasiones, las fantasías lo llevaban a escenarios tan vívidos que una o dos veces salió por la borda… Una colina, al amanecer en donde se observara a la bestia, juguetona y escurridiza, ajena a lo que sucedía a su alrededor. Solo entonces, podía tener la cabeza centrada en el dilema que le planteaba el matar a tan majestuosa criatura. Una vez que la estocada, la flecha, el filo del metal le arrancara la vida ¿entonces? El zorro se iría arrastrando dejando un rastro de sangre…. ¿Dorada? ¿Negra? ¿Tendría algún color en sí? O tras tantos años de fructífera búsqueda ¿Escaparía? ¿Habría más? ¿Sería mejor llevarse a todos cuantos fuera posible? Pero la encomienda era posible para un solo hombre. No debían de errar en sus designios los eruditos… Ellos no podían equivocarse, por alguna razón es porque estaban ahí, viviendo en la oscuridad sesgada por la luz de alguna que otra vela. A ellos se les había educado para educar a las futuras generaciones, si no ¿De qué manera se justificaba la abundancia que había corrido cuando él solo había sido un infante?
Días, noches, tempestades, calma, lluvias, todo ello no fraguó a la nave que arribó a la otra orilla del mar con poco menos de dientes, una enfermedad y la piel curtida por la salinidad del aire. Agradeció con palabras que había escuchado durante su estadía en la pequeña nación del capitán. Recogió el casco, la capa y salió en busca del primer reinado.
Caminó, pues un caballo era más un lujo que una necesidad y aún conservaba algo de su orgullo cuando pensó en cabalgar sobre un borrico casi en el final de su vida.
Con la vista centrada en ir lo más lejos que pudiera llegar al norte, siguió los caminos empedrados que salían de la zona costera, se guio por lo que escuchaba, no era mucho pero lo suficiente para entender que las caravanas salían con rumbo a los feudos. Poco a poco el empedrado se iba desvaneciendo, avanzaba acompañado de una caravana de hombres y mujeres ataviados con colores en los rostros que se les despintaban cuando anochecía. A base de señas se daba a explicar con ellos. Si no podía encontrar un zorro, por lo menos se prestaba para hacer de guardia cuando la noche llegaba. De buen modo aceptó el que parecía ser quien tenía más poder. Con ello, pudo alimentarse de las sobras que ya no iban a parar a los hocicos de los perros salvajes.
Llevado a ignotas tierras, desprestigiado y ahogado en su propia miseria observó, en una de tantas tardes en que practicaba con su ya oxidada espada, Belfnoir, su miserable viaje vuelto un humo del que ansiaba agarrarse para salir en lo que se había convertido. Fue entonces que se alejó de la caravana y se dirigió a entrar a la espesura del bosque. El trinar de aves que se escondían entre el follaje y los sonidos de insectos con mayor mimetismo le acompañaban a los pasos que daba; fuertes y certeros resonaban, dejando en el musgo la muestra de su voluntad que ahora se empeñaría en buscar una nueva labor que le flagelara y le permitiera expulsar su fracaso.
Un par de días después, con cansancio, delirios y oníricas representaciones frente a él, se encontró en la meseta del Licántropo, con la montaña Lupus en el fondo. La naturaleza había sido invadida por una construcción humana: un castillo en ruinas y cientos de chozas desperdigadas en los alrededores, algunas consumidas por el fuego, la ceniza aun revoloteaba, danzando con el viento.
Entró tan rápido como le fue posible, cruzando el puente de madera a grandes zancadas, y se encontró con una abertura enorme en la puerta principal, madera astillada. La atravesó, desenvainando a su compañera. Ojeó la enorme sala alumbrada por la luz del sol cenital descubriendo pares de columnas barrocas, excelsas en figuras embellecedoras proclives a la vida si se les quitaba de encima la vista. Reproducciones de la naturaleza y Putto de redondel faceta vislumbraban los cansinos ojos del anciano Rey. Tocó la embellecida roca volcánica e imaginó sentir la calidez de tal criatura celestial.
Un ruido en el fondo le hizo ponerse en guardia. Se culpó por haber sido tan ingenuo al bajar la guardia en un lugar como tal. Se maldijo con los dientes que le restaban apretándolos contra sí. Saltó al frente, entre la hilera de columnas para enfrentarse a lo que hubiera perturbado su ingenuidad. Ni un solo movimiento que delatara al enemigo, solo una silla engalanada de metales brillantes refulgente. Y en ella, un anciano con un bulto de mantas en las rodillas.
Envainó y se postró ante, visión o mortal presente, para mostrar sus respetos y asimismo prestar servicio como un vigilante, un maestro, un guardia, un espía o cualquiera que fuera la encomienda que tuvieran para él y que le permitiera desaparecer del mundo con apenas un suspiro como testamento.
Sin ver movimiento en los labios, una voz retumbó e hizo caer de las alturas de la estructura un fino polvo gris. Hablaba y sentía el sonido en los huesos huecos de su cráneo. Amedrentado por tal prodigio mantuvo el filo dirigido hacia la garganta del anciano. Sería la primera carne humana que probaría su acero oxidado. Le deseaba una cálida bienvenida a pesar del maltrecho lugar en el que se encontraban e imploraba que se le salvase de la criatura torpe y viscosa que había atravesado por el feudo, destruyéndolo a su paso, devorando a los siervos con un certero latigazo de su lengua bífida, la esperanza del linaje residía en sus manos temblorosas y si aquella estúpida bestia pasaba de nuevo sería imposible rescatarle.
El cansado viajero preguntó entonces por indicaciones, hacia donde se había dirigido y qué clase de ser era aquel que amenazaba a los únicos dos humanos en kilómetros a la redonda. Enorme, viscosa, de lengua peligrosa eran las señas que se habían quedado grabadas en la memoria del guardián. El rastro no debía de ser difícil de ubicar, con tales dimensiones y dejando tras de sí un ceniciento sendero seguro sería dar con eso.
Una vez fuera, tras haber hecho las reverencias pertinentes, rodeó el castillo y encontró en la lejanía el movimiento de los árboles que se sacudían para dejar escapar parvadas de aves irreconocibles por el sol que daba contra los ojos azules. Fue entonces cuando corrió esperanzado en que su vida no había pasado en vano, en donde asimiló la idea de ser aun un alma para rememorar en las centurias siguientes en las historias orales. Una viga más cayó y terminó con la vida del anciano en el trono. Entre las mantas solo estaba el esqueleto de un infante.
El aire a su alrededor cargaba con una mescolanza agridulce. Por una parte, los aromas de la vegetación, esos propios del verdor y la naturaleza demostrándose en su máxima expresión se permitían respirarse con total saciedad para el caballero; las cenizas en que se habían convertido la frondosidad y todo cuanto ser vivo estuvieron antes ahí, por otro lado. Dicotomía fútil de presencia efímera y constancia terrenal acompasaban el viaje, ahondaban en las abstracciones de la débil alma, comprometiendo la cordura inflamando a la superstición.
Cedió por momentos a su peso, hincándose, brindando quemaduras a sus rodillas hasta el punto de tener pústulas que menguaba al azotarse contra la brisa de la mañana, el único alivio que había tenido en un largo tiempo. Siguió adelante, esmerando a su respiración inflar su pecho con bocanadas del aire lóbrego. Incapaz de razonar sobre el ataque a proseguir… Sería cuestión de una estocada y nada más, el orgullo renacería.
Sin dar cuenta de su alrededor, el ambiente cambió, la vegetación estaba marchita, la tierra era negra, estéril en forma de claros rodeados de árboles con cenizas por hojas, los aromas no se entremezclaban y solo reinaba…
¡Ahí a la distancia! Se observaba una línea de rojo incandescente. Debía ser la cola de la salamandra, no había duda de ello, pues el movimiento irregular de la incandescencia delataba que se mantenía aun en movimiento. Más larga que su propio cuerpo debía de ser pues no menguaba en su velocidad.
Calor. Fue entonces que percibió como la tierra firme que antes tenía bajo sus pies ahora era inestable. Le provocaba un mayor esfuerzo el posar la planta de los pies en la serpenteante arena negra. Por momentos sus extremidades eran tragadas hasta casi la altura del tobillo, pasando después a la mitad de la pierna y más adelante eran los muslos los que entraban en contacto con la negra sensación. Suave sensación, agradable como para revitalizar el ciclo de su sangre a todo el cuerpo.
La cola se ramificaba, eran ahora millares las que recorrían su alrededor. Subía abochornado, sediento por ver la cara de tan singular criatura, y esperanzado por ver su hado realizado, ya no por una insigne criatura. Esta vez sería algo tan magnánimo que faltaría espacio en el escudo que portaba para poder dar una identidad a su linaje. ¡Que la oscuridad del olvido sea la que enmarque al zorro! ¡Sea la vida próspera a quienes se acogen con la salamandra ígnea! ¡BRAVURA, FUERZA, HONOR Y ORGULLO! ¡El fuego prevalece cuando se le alimenta: abre el camino! ¡El sol es devorado cada día!
Se divisaban en la punta de la ladera rocas negras afiladas que sobresalían como pequeñas mesetas. Se asió a una piedra y sacó el cuerpo de la arena, sintiendo la diferencia de temperaturas desde el torso hasta sus pies. Nunca pensó en envainar la espada, atento a un nuevo elemento en el panorama: Volutas de lo que conocía como éter, ese que incluso llegaba a ver en las épocas del frío. Debía de estar bajo de él, aguardando a atacarle desde el subsuelo…
Tropezó, cuando llegó a la última meseta, con la cara dando contra la dureza y abriendo la frente hasta tocar el cráneo con el aire. Ensangrentado, cegado daba tumbos y prevalecía en guardia. Podía prestar atención ahora a los bufidos que salían a su alrededor. No era una bestia, eran cientos, miles de bestias que formaban una sola. A sus espaldas borboteaban alaridos indómitos. Halló la guarida, la morada que sería la fosa que merecería ese monstruo.
Enervado, afilado hado al frente caminó hasta perder el suelo y caer… Gritó, maldijo a los eruditos, a su linaje, a todo cuanto conocía, el viaje, las meretrices de sus años mozos. Se descubrió dando tumbos, sintiendo la presión en los oídos, escuchando como el bufido lo rodeaba. El calor aumentó tanto que deseo estar desnudo y aun plantarle frente a la salamandra. Estaba cayendo directamente en sus fauces abiertas. Maldijo haber tenido un hijo…
La cabeza dio contra la lava hirviendo por lo que murió rápidamente en el volcán. Había sido el primer hombre en subir hasta un volcán, e igualmente nadie reconocería su esfuerzo.
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