El cuento en cuarentena

El cuento en cuarentena | A la mitad del antes y el después

Por Axayácatl Tavera Rosales

Tengo un sueño recurrente, uno en el que parece que no todo va mal y que la marcha de la vida posee un sentido, no es algo perfecto, no es una utopía de paz y amor, no, solo las cosas van. El mundo gira, con tropiezos, sí, pero gira, todos seguimos, damos, hacemos. Hay una intención que de fondo anima todo, le da un propósito, que aunque no puedo verlo, está y es válido. Quizá sea un dios, la fe en un destino, el sentido de realización a través de la acción, no lo sé, pero ahí está, un algo que le da a la existencia el empujón necesario para ser y no detenerse demasiado a pensar. Porque, en el marco onírico de mi inconciencia, la quietud es la muerte.

No hay tiempo para un respiro, no podemos pararnos a pensar si lo que se hace es bueno o malo, si está bien hecho o es un esfuerzo inútil. No podemos detenernos, no hay tiempo para reflexionar porque si pensamos, si nos tomamos aunque sea un instante para considerar qué es lo que hacemos todo se va al diablo y no podremos reemprender la marcha.

Detenerse es quedar atrapado en el pantano de nuestro propio pensamiento.

Ser un quiste.

Hay que seguir, hay que caminar, hacer, dar, besar, correr, leer, quemar, coger, quitar, gritar, golpear, robar, matar, lo que sea.

Hay que hacer.

Ser haciendo.

Haciendo el ser.

Pero entonces llega la mañana. Aún es temprano para los parias como yo, pero ya es demasiado tarde para la gente con deberes, para la gente con propósitos. Abro los ojos solo para darme cuenta de que el tiempo es lo único que anda sin un segundo de descanso. Entonces vuelvo a cerrar los ojos, quiero volver ahí, no a mi fantasía existencial, sino a ese punto intermedio entre el sueño y la conciencia diurna, a esos escasos segundos de pérdida total, al mínimo instante en el que todos los límites se pierden. Al desierto del todo. A nada.

No pasa mucho tiempo, diez minutos tal vez, y sigo aquí, en la cama.

Maldito calor.

Como sea, me levanto, me visto, preparo el desayuno y luego, luego.

No sé.

Había un tiempo en el que vivía de estar sentado, pero en esos días por lo menos solía desplazarme por toda la ciudad pero ahora no recuerdo cuando fue la última vez que siquiera salí de la puerta principal. Como sea.

Estoy aquí en una lucha a muerte contra la acción, contra el hacer. No es algo voluntario porque de depender enteramente de mí seguramente haría muchas cosas, pero creo que mi problema es que, a diferencia del mundo con el que fantaseo, perdí mi impulso, perdí mi dios… o algo parecido a él… en fin, tampoco importa mucho. Lo que sí es un dolor constante es que en esa guerra entre el actuar y yo es que a lo más que he podido reducir mi acción es a la contemplación, es desesperante.

Podría hacer un montón de cosas, en serio que sí, no soy holgazán pero lo soy, no por elección, sino porque he perdido y ya que estoy ahí, a unos cuantos metros del fondo, lo menos doloroso parece ser llegar al final, a ese fondo, recostarme en la oscuridad más densa para perderme por completo, borrar los limites, quién sabe, quizás ese sea el punto… a lo mejor ahí encuentro a Dios, no lo sé, y al final no importa. Llegar a eso debe ser la sensación más liberadora de todas, tanto que incluso no habría sensación alguna, solo habría nada.   

No dejo de pensar en eso. Estoy ahí, le doy muchas vueltas y pienso, y luego, vuelvo a pensar. Pasan horas. En la ventana la luz pasa de una insoportable intensidad a las tenues ondas rojizas del atardecer. Se me va el día ahí, tirado en el piso, mirando fijamente el techo, esperando que de entre las gritas de las paredes nazca el tenue susurro que me provoque algo, que me deje perderme o que me levante del suelo, algo.

Entonces vuelve la noche.

Maldito calor.

Vuelve la noche y hay un entorno distinto, todo se transforma, todo cambia. No digo que sea mejor, solo no es igual. A cada minuto los sonidos se van apagando y el silencio crece apoderándose de todo el espacio, al grado que el más pequeño de los estertores genera un eco tan grande como el vacío en el que existe.

Es hermoso.

No mejor, solo distinto.

Llega el momento en que todo pesa. Pesa demasiado. Siento el peso de cada una de mis extremidades. Caminar es difícil, arrastrarse no es distinto. Me vuelvo consiente de la forma y movimiento de cada centímetro de mi cuerpo. Escucho mis entrañas, todo es sensación, todo es terrenal, húmedo y sucio. Sucio como solo la vida puede ser.

Los olores, las excreciones, los trozos de mi carne muerta que se desprenden a cada instante están ahí; los veo, en la cama, la alfombra, la ropa de la que ya me deshice, en la silla, en el polvo que sea acumula sobre lo muebles, ese polvo soy yo.

Estoy aquí.

Estoy en todo.

Cierros los ojos al fin. Floto. Tenía tantas ganas de dormir, pero no para volver a soñar con ese mundo sazonado con la bendición del destino, no, añoraba dormir porque antes de que por enésima vez el sol matinal me castigue pueda volver al incuantificable momento de verme sin centro en el medio de un desierto, sin lugar, sin tiempo.

Maldito calor. 

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