Antología

El cuento en cuarentena | Silencio

[Como resultado del concurso “El cuento en cuarentena”, organizado por Palabrerías, con apoyo de las revistas Teresa MagazineTintero Blanco y Zompantle, este cuento se encuentra incluido en la antología El cuento en cuarentena, la cual puedes hallar de manera gratuita en Palabrerías]

Por Rosario Martínez

No quería seguirme atormentando por ese silencio, era abrumador. Llevaba muchas noches sintiéndolo. Mis sábanas se impregnaban de sudor y de miedo. A veces me sentaba y reprimía un grito de espanto, un posible alivio para ese silencio anormal que me rodeaba. Al menos eso creía, después comprobé que de nada hubiera servido. No sabría decir si esos días había viento, lluvia o si algo o alguien pasaba cerca de mi vivienda: todo lo llenaba la absoluta ausencia de sonidos. Poco a poco el insomnio empezó a ensañarse conmigo; al principio, había sido gratificante poder irme a la cama sin ver interrumpido mi sueño por ningún sonido. Atribuí ese silencio a la distancia entre las casas del fraccionamiento, pero una mala noche me percaté: llevaba tiempo sin escuchar al menos ladrar a los perros. Fue un descubrimiento sobrecogedor, algo fuera de lo normal acontecía en mi casa y en mi vida, era un evento tan extraordinario que pensé en la posibilidad de haberme quedado sorda repentinamente.

Pude comprobar, por la mañana, que no era así: todo parecía normal. Revisé la casa para buscar, de la manera más absurda, la causa de ese silencio sobrenatural que se apoderaba de mi vivienda por las noches. Todo estaba en orden. Inicié por las habitaciones de la parte superior, eran tres en total. Solo donde dormía había muebles, las otras dos lucían desoladas. Cuando me mudé, hacía casi tres meses, decidí dejarlas sin amueblar porque no consideré necesario hacerlo: “Viviré sola por algún tiempo mientras llega alguien a mi vida”, pensé con pretendida despreocupación no exenta de una ligera dosis de ansiedad.

En casa las ventanas de la parte trasera dejaban ver un paisaje árido y espacioso, formado por un gran terreno baldío que se deprimía hasta terminar en el lecho seco de un arroyo; un poco más allá, el terreno se elevaba hasta convertirse en un montecito tras el cual no se podía distinguir nada: en un principio lo consideré un lugar agradable. Frente a mi hogar había un parque, por lo general desierto; únicamente por las mañanas, cada tercer día, veía aparecer un jardinero de mediana edad. También tenía bancas de cemento, aguantaban bajo el sol la ansiada visita de aquellos que no llegaban. La vista desde el amplio frente de mi vivienda era inmejorable: el parque lucía apacible y hermoso, sus árboles, pinos y plantas florecerían con una explosión de color en primavera. No recuerdo haber visto pasear a nadie por el sitio, de los pocos automóviles que circulaban de vez en vez, nunca descendía nadie para descansar un momento. Estaba segura de la presencia de perros en el vecindario, porque, una mañana recién llegada a esa casa, los escuché ladrar: esto no sucedería jamás de nuevo y menos aún durante la noche.

Continué mi revisión con las habitaciones de la planta baja: estaban a medio amueblar, tenía solo dos amplios sillones y un gran espejo oval sobre una base de madera; los demás muebles eran los de cocina y una barra que la separaba del comedor, este estaba formado por un amplio rectángulo vacío, en donde había depositado mis cajas con libros, eran cinco en total, rotuladas con la leyenda “amantes silenciosos”. Les había dibujado rostros “masculinos”: algunos tenían un gran bigote; otros, sombrero; y, en un arranque de lo que consideraba un toque de excentricidad, a uno le había puesto una gran pipa, como si fumar fuera privativo de los varones.

Salía de casa temprano para dirigirme a la oficina donde llevaba la contabilidad de una empresa. Los números eran mis amigos, pero eran también muy silenciosos, como mis libros, mi casa y mi parque. Regresaba por las noches y el sudor helado de mis manos humedecía el volante del auto; pues, a medida que me acercaba al vecindario, el ruido de los automóviles sobre el asfalto, los bocinazos y en general el sonido del exterior dejaban de escucharse: el silencio invadía todo como una niebla invisible y muda. Probé con música: encendía el estéreo del auto y, aunque no soy muy afecta a escucharla, me hacía acompañar de su sonido durante todo el trayecto; sin embargo, en cuanto trasponía los límites del parque, la música iba menguando hasta quedar silenciado; el aparato solo brillaba con una luz verde, esa y las otras luces del tablero eran mi única compañía al llegar. Entonces lo apagaba, de tal suerte que llegaba en silencio hasta la cochera de mi vivienda y entraba casi de puntitas en ella. Miraba ansiosamente alrededor buscando la presencia de alguien que me hiciera sentir acompañada, pero nunca vi a nadie. Tan solo entrar, un ambiente ominoso me estremecía y sentía los latidos de mi corazón, aunque eran latidos apagados, silenciosos, como mi casa y yo.

Empecé a tomar somníferos para escapar del estado lamentable de tensión y vigilia al cual me sometía el silencio sepulcral que habitaba en mi hogar (digo habitaba porque empecé a considerarlo un ente; me acechaba por las noches y me obligaba a permanecer despierta, en alerta, agotada y sobresaltada, sin el consuelo de algún sonido que me advirtiera sobre la proximidad del ente para poder esconderme o protegerme), en un principio funcionaron.

Tomaba alguno de mis libros y, con él en la mano, me dirigía escaleras arriba, la mayoría de las veces sin haber probado bocado. Me desesperaba no poder escucharme masticando ni poder escuchar la marcha silente de mis pies al subir con desaliento la escalera. Mientras me bañaba me daba cuenta de que el agua salía de la regadera únicamente porque la veía: su suave y monótona caída sobre mi cuerpo cada vez más enflaquecido estaba ausente. Me colocaba ante el espejo y probaba hablar para ver cómo movía la boca sin pronunciar sonido alguno o si lo profería no lo escuchaba, dejé de hacerlo. Evitaba hasta suspirar por el temor producido por no poder oír el sonido de mi respiración. Sabía que, al abandonar la casa por las mañanas, ahí se quedaba, en silencio, aguardándome, al acecho de su víctima única y favorita, de la persona anónima con la que convivía por las noches y no podía evitar su forzada e indeseable compañía.

Así las cosas, decidí ausentarme del trabajo unos días para investigar con el jardinero acerca de mi nuevo vecindario, también estaba decidida a buscar a algún vecino al cual preguntarle si en su casa se presentaba el mismo fenómeno que en la mía. A esas alturas decidí arriesgarme, ya no importó si pensaban que era una lunática, no quería seguir viviendo esa situación. El segundo día encontré, mientras espiaba por la ventana, al hombre encargado del jardín. Decidida, salí para abordarlo. Pareció no percatarse de mi presencia hasta que estuve junto a él. Me miró enigmáticamente y dijo:

—También usted lo ha notado, ¿no es cierto?

Contesté perpleja:

—¿He notado qué? —dije a la defensiva, con la boca seca, mientras sentía cómo mis manos empezaban a enfriarse.

Me miró fijamente como buscando en mi rostro qué emoción predominaba en mí.

—El silencio, niña, el silencio —repitió con lentitud la palabra que me aterraba, debió notarlo en mi cara, porque, como dando por finalizada la conversación, agregó—. ¡Mejor váyase de esa casa! Lo único que me extraña es que haya decidido hablar conmigo, no sé si aún estará a tiempo —agregó como despedida y se marchó, dejándome atónita y más desolada de lo que estaba antes.

Me volví a mirar la casa: lucía tan apacible… me pareció que nada de lo sucedido dentro era real. Decidí preguntar después al jardinero qué sabía de la casa y sus anteriores inquilinos, pero el resto de la semana no volví a verlo. Lo maldije por dejarme con esa información a medias, lo único que me provocó fue una angustia mayor. Esa mañana por fin recorrí el vecindario frente al parque; sin embargo, nadie abrió la puerta: parecía como si las viviendas estuvieran deshabitadas.

La situación de mi casa no mejoró: la ausencia de ruido me perforaba los oídos y percibía el suave aleteo maligno del ente silencioso que vivía en ella; aunque sí hubo un cambio, el silencio empezó a extenderse en el tiempo, poco a poco fue invadiendo también la parte del día en que había luz, parecía como si estuviera aislada en una cámara a prueba de ruido.

Regresé al trabajo, lo cual me permitía tener un respiro en mi extraña rutina silenciosa. Creo que eso me salvó de la locura que empezaba a amenazar mi mente, pero una noche todo cambió.

Me encontraba preparando la cena, había descorchado también una copa de vino tinto, intentaba relajarme para poder dormir aunque fuera un poco; al volverme de frente a la barra, pegué un alarido aterradoramente inaudible: frente a mí estaba el jardinero y parecía todo menos amigable. Sostuve con fuerza el cuchillo en mi mano dispuesta a defenderme. La puerta había sido forzada; por supuesto, yo no había escuchado nada. El hombre sostenía en la mano un grueso marro con el que había roto la cerradura. Inexplicablemente había esparcido una fina capa de arena en la sala y comedor, la cual llegaba hasta la puerta entreabierta por donde se distinguía el parque solitario a la débil luz de la luna. Al ver mi pánico y mi postura defensiva, el sujeto dejó caer la herramienta levantando las manos abiertas en señal de rendición. Nerviosamente le grité para que saliera, pero, por su cara de interrogación, él tampoco podía oírme. Habló, pero no pude escuchar nada, ningún sonido salió de nuestras bocas. Debió intuir por el movimiento de mis labios y de mi mano que pensaba usar el cuchillo de ser necesario, porque retrocedió lentamente sin dejar de mirarme y siempre con las manos en alto. Entonces, horrorizada, me di cuenta de algo: sobre la arena aparecían las huellas inequívocas de pies descalzos… ¡él y yo traíamos zapatos! Era imposible que alguien entrara sin haberlo visto. Le señalé con el cuchillo hacia la arena donde se veían las huellas y, aprovechando ese descuido, lanzó un manotazo con el y me desarmó; tomándome con fuerza de la mano, me arrastró hacia la salida, pero antes de llegar a la puerta esta se cerró de un golpe. No podía ser el viento, no había viento. Las manos del jardinero sudaban y las sentía pegajosas sobre las mías, heladas. Nos era imposible comunicarnos: únicamente pronunciábamos palabras que ninguno escuchaba. Dejé de sentir sus manos pegajosas de sudor cuando me soltó y ambos contemplamos con horror cómo unos pasos se dibujaban en la arena, aproximándose a nosotros. Noté que jalaba con desesperación la puerta mientras miraba hacia atrás por encima de su hombro, entonces salí de mi estupefacción y empecé a lanzar puños de arena en dirección a donde se veían las pisadas, creí notar una figura vagamente humana; sin embargo, no podría asegurarlo. Mientras lanzaba la arena, los pasos se detuvieron, eso le dio tiempo a José para sacar fuerza de su desesperación y abrir la puerta. Me jaló de la cintura hacia fuera de la casa a un instante de que la puerta se cerrara de forma violenta.

Corrimos lejos del fraccionamiento. La noche nos envolvió con su luz mortecina de luna nueva al tiempo en que abandonábamos la casa y el vecindario. Dejamos de correr solo cuando empezamos a escuchar el sonido, leve al principio, más fuerte después, de nuestros pasos sobre el pavimento y del motor de algún coche que pasaba cerca. Seguimos caminando por espacio de una hora hasta llegar a su vivienda. Tenía solo dos cuartitos, además del baño, uno era la recámara y el otro hacía las veces de sala, comedor y cocina. Me invitó a sentar sobre una vieja silla de madera y puso a hervir café en una jarra de peltre azul. Compasivo, me sirvió una taza con bastante azúcar. Tomándome de la mano dijo:

—Tenía que hacerlo, la forma en que entré a esa casa maldita, a ciencia cierta no sé qué pasa ahí. Llevo muchos años arreglando el parque y no podía dejar que la misma historia se repitiera, usted hubiera sido la cuarta.

—¿La cuarta en qué? —pregunté después de dar un sorbo al café.

—En morir —me dijo con aire apesadumbrado y prosiguió con voz lejana como si estuviera hablando para sí—. Todas eran jóvenes, ninguna aguantó tanto, exactamente a los dos meses de llegar lo hicieron —musitó, con una extraña mezcla de excitación y pesar en la voz—, pero ellas nunca buscaron ayuda como lo hizo usted aquel día que fue a verme al parque. ¡Le dije que se fuera! ¿Por qué no me hizo caso? Tal vez —dijo santiguándose—, se lo impidió la cosa esa que vive en aquella casa. Esta noche tuve el presentimiento de que pasaría: todas se cortaron el cuello con un cuchillo —hizo el ademán con el dedo índice junto a mi cuello, esto me dio escalofríos y lo miré alarmada—. Estuve tocando, luego dejé de hacerlo cuando caí en la cuenta de que no podía oírme —prosiguió, como si no se hubiese dado cuenta de mi actitud—. Como no me abrió, forcé la puerta, lo demás ya lo sabe.

—En realidad, no sé nada —dije impresionada—, solo que estaba volviéndome loca ahí; pero, José, ¿usted cómo sabe que el silencio habita la casa? —pregunté, mirándolo con sospecha y temor.
Él se levantó y se acercó a mí, diciendo aquello que aclaraba el misterio:

—Porque la primera muchacha que murió en esa casa era sorda. Ella pretendía apoderarse de usted, como lo hizo con las otras dos —finalmente agregó con tono sentencioso y vehemente, mientras yo lo veía con absoluta atención—: ¡creo que está condenada a repetirlo una y otra vez!

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