Por Alberto Isaac Gutiérrez Martínez
Todos los asistentes alzamos la mano para declarar que había llegado el momento de adelantar diez segundos el Reloj del Apocalipsis, ese artefacto que fue diseñado para anunciar el fin de la humanidad. ¿El motivo? Más allá de las catástrofes previstas, como las ambientales, las tecnológicas o las bélicas, se esperaba una amenaza adicional, la avanzada de un ejército de agentes infecciosos que pondrían en jaque a la humanidad. Esta era el resultado de la convergencia de diversos factores como la convivencia cercana de personas con animales exóticos, la desconfianza de ciertos grupos hacia los métodos de inmunidad adquirida, las guerras farmacológicas que convirtieron a los patógenos en seres formidables, los virus guardados en los casquetes polares o las bio-armas diseñadas por entidades que rechazaban los ideales fundacionales de la Organización de las Naciones Unidas.
El cambio en la posición de las manecillas del reloj se justificaba ante este cúmulo de evidencias y sobre todo tras la expansión del SARS-CoV-2, que operó como una chispa en un campo seco de trigo y nos dio una pequeña prueba del futuro, de lo que nos deparaba el destino: ciclos de pandemias terribles que encontrarían un ambiente propicio en el marco de la globalización. Pero de todos los temas, uno seguía en vilo.
Existía un afiche sin resolver que había perdurado desde los comienzos de la organización que congregaba a premios Nobel desde el año de 1947: ¿en qué momento sabríamos que nos había alcanzado el Armagedón? Determinar el criterio o el momento exacto no era tarea sencilla, al grado de que el debate seguía vigente después de tantos años, pues poner en consonancia el pensamiento de un físico con el de un activista por la paz era una tarea casi imposible. Esto se complicaba significativamente ante la ausencia de sociólogos y psicólogos en este tipo de eventos.
En esta sesión, al igual que en las emisiones anteriores, se buscó resolver el enigma. Algunos asistentes propusieron un indicador a partir del número de “bajas” o defunciones, mientras que otros plantearon la medición de la autosuficiencia social, pero de todo lo dicho, de todo lo expresado, una intervención llamó poderosamente mi atención por su singularidad. Fue el comentario de la escritora mexicana Edith Guerrero, quien señaló que el más claro indicio de que hemos llegado al ocaso será cuando las tragedias dejen de causar risa, cuando se acaben las unidades de información humorística que circulan por las redes, cuando a México se le borre la sonrisa de la cara.
Después de su intervención, cierto desconcierto se sintió en la sala, pues aquello era reflejo de nuestra necesidad de conocer los pormenores de nuestro desenlace, ante un mundo que se nos estaba yendo de las manos, a pesar de nuestros intentos por librar una batalla perdida contra la entropía, cuyo desdén por las formas de vida de este universo era absoluto, imparable y más que evidente. Con franqueza, puedo aseverar que las opciones se nos estaban agotando, como sugerían los modelos computacionales más recientes; y que nos aproximábamos peligrosamente a ese punto sin retorno en el que la pérdida de nuestras sonrisas era algo inminente, a ese momento de la historia en el que los boletines científicos irían cediendo a los mitos, dejando el paso libre a las plegarias. Es tal la magnitud de nuestra soberbia que nadie de la sala estaba dispuesto a admitir que el fracaso se encontraba a la vuelta de la esquina, que se avecinaba el mayor de nuestros miedos, que la noche del espíritu científico estaba por llegar.
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