Por Hernán López
[Francisco Tomás González Cabañas es el fundador del Centro de estudios políticos y sociales “Desiderio Sosa” en Argentina y el autor del libro al cual hace referencia el escrito. Este se compone por una serie de comentarios que el autor, quien forma parte del mismo Centro, realiza a partir de su lectura del libro La democracia africanizada.]
Vanos son los intentos de pretender algo a cambio de anoticiar a quienes administran el poder: que la traducibilidad instituida, que el cumplimiento del pacto social instaurado. Se cumplimenta a expensas de que mayor cantidad de personas vean subsumida su posibilidad de ser tales. Se les reduce a archipiélagos de excepción, en donde se decostruyen en escombros, cuando no en escorias, en el mejor de los casos. Son tomadas como contraejemplo de gigantes mediáticos, quienes lavan sus culpas con notas de color, haciendo el foco en el padecimiento de alguno; o como especímenes sujetos a investigaciones académicas, soporíferas, destinadas al sueño inconcluso de alguna rata de biblioteca.
Utilizar el continente africano como significante de una realidad pauperizada puede ser tanto incómodo como provocador. Sin embargo, la única intención que nos moviliza a vincular ambos conceptos es la nítida, clara y contundente combinación de una institucionalidad occidental que funciona en términos puros, ascéticos, normativamente inobjetables y que, a contrario sensu, demuestra su cabal incumplimiento cuando pasa al campo de la acción, cuando la traducción se desmorona en la fatalidad comprobable de la mayoría de los países africanos que se dicen, declaran y manifiestan como democráticos, y de tal solo poseen la pretensión semántica de la autodefinición.
De un tiempo a esta parte, África dejó de ser un continente a observar y se ha convertido en el patio trasero de las aspiraciones truncas de la humanidad. A nivel internacional, es como si los organismos que regulan las reuniones altisonantes de esa pretensión kantiana de un gobierno mundial hubiesen instituido una regla no escrita; esas son las normativas más complejas a las que acuden los regímenes absolutistas, pues de esta manera solo quienes las instituyen las conocen y, por ende, el poder de controlar y penalizar les resulta también absoluto y discrecional. Pareciera que el fin de esto fuera determinar que de África solo se pueda hacer mención de sus exotismos diletantes, de sus exageraciones risibles, de sus niños que mueren comidos por mamíferos acuáticos al caer de embarcaciones incapaces de ingresar a Europa, de asaltos precarios a embarcaciones lujosas que recodan sus ostentaciones por la pobreza costera que no pueden evitar.
África se ha convertido en esa costa, pero en donde derrapó la pretensión democrática de reinar impoluta e indemne de sus encantamientos, promesas fictas, engañosas y falsas, sostenidas para garantizar la vida privilegiada de quienes la han instituido y son sus más celosos custodios. Han dejado en tal continente un ejército de pretorianos a cargo de la administración del poder, como de sus usinas académicas (en defensa de Hegel, a pesar de Hegel, por ejemplo), que, en supuestos términos democráticos, trabajan para la democratización de un lugar en el cual su única función es hacer que los niños sigan extrayendo el cacao, en condiciones de esclavos, para costear las ganancias de las chocolateras europeas que las venden a precio de manjar.
Todos los recursos naturales extraíbles pasaron a ser dependientes, como décadas atrás lo eran de los diferentes estados colonizadores, de socios locales instalados en el poder. Comercian o trafican con los representantes del poder real y, para no recibir las reprimendas de la prensa o de los organismos internacionales, se envisten, se travisten, se engalanan de atuendos democráticos que no deberían ser creíbles ni sostenibles para quienes tengan meses de escolarizados, en el caso de que la escolaridad fomentara o pretendiera el razonamiento de sus escolares.
Hasta aquí se presenta una realidad nada fuera de lo habitual para quienes no se contentan con relatos de superhéroes, con series de ficción motivadoras de reflexiones acerca de todo aquello que no nos ocurre o con observar a veintidós millonarios que corren detrás de una pelota (A decir de Borges). Lo paradójico, el leitmotiv del presente artículo es que esta pretensión de engaño contumaz se ha vuelto tras sus creadores. Tal como si fuese un boomerang, retorna, risueñamente en un paso de comedia, en lo que se denomina crisis de legitimidad, como afectación democrática en Occidente, o lo que nosotros denominamos al observar este fenómeno como la africanización democrática.
Cualquier país, incluso sus declaradas capitales simbólicas, centrales o neurálgicas para el sistema instituido, posee una masa crítica, casi un quinto de la población promedio, que vota por políticos autodeclarados xenófobos o neonazis. Se escudan en pseudo-propuestas en las cuales siempre el otro, diferente y estigmatizado, es el responsable de los males que le aquejan a la población conceptualizada como decente o pasible de ser gobernada por estos señores provenientes de un olimpo atestado de seres superiores. Esta situación, que bien podría ser una muestra más del craso y rotundo fracaso de esa educación disciplinaria, tendría que blanquerase, bien vale el término, y, en clave maltusiana, proponer que demográficamente el mundo no es posible en sus actuales dimensiones y proporciones.

Si este fuese el problema, es decir, casi estadístico o matemático en verdad, se debería proponer, tal como ocurre en culturas ancestrales, que el ser humano concluya, a una determinada edad y voluntariamente, su estadía en la tierra. Esto no se propone en los actuales términos, en los cuales en todo un continente la expectativa de vida no llega a los 50 años y en otros roza los 100 (básicamente porque en el medio se origina el sufrimiento y el padecimiento, que es mucho más lacerante y cruel que la muerte en sí misma). Sin embargo, esto no tendría consenso entre los estamentos internacionales y los dueños del entretenimiento hecho noticia. Es muy difícil o cruel vender la realidad contundente de nuestra limitación. Somos kantianos en cuanto a lo general para imponer un imperativo categórico (la trampa está en que quienen imponen no cumplen o pueden transgredir), pero no para aceptar la incomprensión del noúmeno o el hecho de que algún día la vida nos dice “basta” para siempre.
Esta es la razón del porqué el sistema democrático es tal como la religión, una cuestión de fe, un dogma, mero y huero que cada vez generará mayores índices africanos. Entiendo este significante como el breviario de números raquíticos en cuanto a igualdad de oportunidades, de cumplimiento de expectativas y de la garantía de goce de la posibilidad de libertad.
Es notorio cómo el supuesto avance, en términos democráticos, de dictaduras africanas travestidas (porcentajes en los parlamentos de participación femenina, referendums que dan participación a la población en temas de estado) se corresponde con la africanización de las democracias occidentales más tradicionalmente instituidas (líderes que se presentan a reelecciones cercanas a las dos décadas, autoritarismos electorales, políticas públicas que en vez de integrar, proponen desintegrar, excluir, desgranar) que tienen como objeto la depauperización de lo que no estaba depauperado.
Hablar de cualquier gobierno estadal, provincial o incluso municipal del sitio que se escoja en Occidente es narrar las desventuras de facciones africanizadas instituidas en el poder que sojuzgan a las mayorías bajo excusas democráticas. Lo único que varía es el color, el olor, la historia y la prensa de sus protagonistas. En esto no hemos cambiado, seguimos siendo tan manipulables como antaño. A un dictador negro que se precie de democrático no le creemos, lo tratamos con indiferencia o en el mejor de los casos nos produce risa. Si el hombre es blanco, sin embargo, no creemos que sea dictador, trabajamos para él o en el mejor de los casos nos da tanto pavor que ni lo pensamos. La humanidad vuelve a reducirse a criterios estéticos, manejados políticamente, claro está, como siempre, como nunca.
*Francisco Tomás González Cabañas. La democracia africanizada. México: Camelot América, 2018.