[Como resultado del concurso “El cuento en cuarentena”, organizado por Palabrerías, con apoyo de las revistas Teresa Magazine, Tintero Blanco y Zompantle, este cuento se encuentra incluido en la antología El cuento en cuarentena, la cual puedes hallar de manera gratuita en Palabrerías]
Por Damián Neri
La oficial entró al departamento 103 y escudriñó el oscuro lugar con la linterna sobre su pistola: basura tirada por todas partes, una capa fina de polvo, colillas de cigarro, jeringas usadas, latas y empaques de alimento vacíos; en medio de todo aquello, el cuerpo de un hombre sin vida.
—¿Quién notificó del incidente? —dijo el agente.
—Fue una llamada anónima —refirió la oficial.
—Parece que tenemos un posible asesino serial o un informante que sabe mucho —el agente sacudió su zapato para desprenderse de la suela un tomate a medio descomponer—. Interpol ha recibido tres llamadas en las últimas horas. El mismo informante anónimo, siempre para avisar de alguna sobredosis de droga o intento de suicidio.
—¿Dónde se recibieron esas llamadas? —preguntó la oficial.
—Dublín, Valencia, Manila. Parece irreal.
—Entonces, difícilmente estarán relacionadas.
El agente se abrió paso entre la capa de basura y llegó hasta una mesita de noche sobre la que había un disco duro portátil con un nombre escrito en un adhesivo.
—No creo que sea casualidad. Esto también se encontró en el resto de las escenas —el agente leyó en voz alta el nombre escrito en el disco duro.
—Así se llamaba el suicida.
—Exactamente.
—¿Y qué encontraron en el disco en los otros casos?
—Eso es lo más extraño de todo.
*
—Es el onceavo caso en tres días y aún no damos con el informante —dijo el abogado. Tomó el control remoto y apretó reproducir.
En el televisor se ve un sujeto subiendo a un auto y dando vuelta a la llave; luego, un corte, seguido del mismo hombre, esta vez jugando tenis.
—¿Quién y para qué haría algo así? —preguntó el abogado secándose el sudor.
—¿Dice que los once discos duros contienen en video prácticamente la vida entera de estas personas?
—Parecen momentos al azar de su día a día —explicó el abogado—. En baja calidad, pero, con estos nuevos discos y a esa definición, les caben al menos unas cien mil horas. Los discos no tienen número de serie y no parecen haber sido fabricados por ninguna empresa registrada.
—¿Tiene la grabación de la última llamada que recibió la policía local?
—Sí, claro —el abogado sacó una grabadora del cajón superior de su escritorio.
La cinta comenzó a correr.
“Quiero informar de una sobredosis de heroína en el siete dos nueve de la calle Larmor. Es una emergencia”. La voz tenía un perfecto acento del sur de la India; sin embargo, los análisis espectrales habían revelado que se trataba del mismo hombre de antes.
“¿Puede confirmar su posición?”, era la voz de la telefonista de la estación.
“Siete-dos-nueve. Calle Larmor. Revisen bien la casa”.
La cinta dejó de correr.
Los dos hombres guardaron silencio.
*
—No hay cámaras en la casa ni en el auto —dijo el agente, mirando el cuerpo que los forenses sacaban de la piscina del 729—. Para que alguien pudiese haber grabado todo lo encontrado en el disco, tuvo que haber vigilado al sujeto durante toda su vida. Uno podría pensar que son grabaciones familiares si pasamos por alto los momentos de intimidad, aunque en ningún momento el sujeto parece percatarse de estar siendo grabado.
—Y si el informante, o quien sea, conocía tan bien a estas personas, ¿por qué no evitó las muertes en vez de limitarse a avisar a la policía y dejar los discos? —dijo el analista—. Se trata de alguien que sabía que todas esas personas morirían.
—Es una locura. He triangulado la señal del informante, pero apenas ayer las llamadas parecían salir de un pequeño poblado de Eslovaquia y hoy desde Nairobi. ¿Cuántos de estos discos duros se han encontrado hasta ahora?
—Veintitrés.
*
Una mujer rompió en llanto cuando esperaba sentada afuera de una oficina en la estación de policía. La puerta se abrió y un hombre uniformado salió con la mano dentro del bolsillo de su pantalón, donde llevaba un disco duro portátil.
“Señora, encontramos este disco en el lugar donde su hijo se quitó la vida”, se halló de pronto pensando el oficial, al mismo tiempo que caminaba hacia la mujer, buscando las palabras que usaría.
“Prácticamente toda su vida está aquí. Sé que su hijo se marchó de casa hace casi diez años, pero en este disco podrá ver lo que fue de él durante todo ese tiempo, las prostitutas con las que se acostó, los hombres a los que asesinó y la degradación siempre creciente de su vida durante los últimos años. Todo está allí, incluso las cosas que hacía de pequeño cuando usted no lo veía y el regalo que le dio a usted en la escuela aquel día de las madres mientras sus compañeros se burlaban de él. No sabemos por qué ni cómo alguien hizo todo esto. Es una clara invasión a la vida entera de una persona; pero, por otro lado, es algo más, algo que algunos llaman milagro”.
El oficial vio a la mujer de frente y se sacó la mano del bolsillo, la palma vacía.
—Por favor, necesitamos que rinda su declaración —dijo.
*
—Esto no puede ser obra de una sola persona. ¿Con qué intención grabas a alguien desde su nacimiento hasta que un día decide quitarse la vida o muere de la manera más miserable?
—Quizá con la intención de que esa persona no sea olvidada.
—¿Qué dices?
—Estas personas están solas. De otra forma morirían y no se enteraría nadie o el jodido que los viera no querría darse por enterado. Alguien debe intervenir en esas vidas, insignificantes y destrozadas. O por lo menos vigilar sus idas y venidas. Vigilarlas y hacer que de ellas quede un recuerdo para el futuro, en una época en que la gente pueda comprenderlas.
Continuaron mirando las grabaciones, el humo de los cigarrillos formaba vórtices y se extendía por la oficina.
—¡Hey! Espera, espera, regresa el video.
La grabación retrocedió.
—No puedo creerlo. Yo estuve ahí —el plano del video incluía el rostro del agente—. Fue durante la presentación de un libro, hace como tres meses. El tipo llega y se sienta a mi lado. Al final se levanta para que el autor firme su ejemplar. Parecía muy raro, muy solitario. No sabía que era el mismo sujeto que encontramos muerto.
*
Los agentes escucharon con atención las llamadas recibidas por las policías de más de treinta países mientras leían una versión traducida del audio.
—Pero ¿por qué estas personas? ¿Qué relevancia tienen?
—Aquí está el expediente de la Interpol con los datos proporcionados por el informante —el agente dejó caer una enorme pila de documentos en el escritorio—. Además de videos, los discos duros contienen archivos de texto cifrados. No parece haber nada especialmente relevante entre todos esos terabytes de grabaciones.
—¿Sabes si alguien de inteligencia ha liberado los documentos?
—No, ¿por qué?
—Porque de alguna forma una parte del material se ha filtrado a internet. Han abierto decenas de sitios dedicados a estas personas muertas y han colgado los videos aunque ver años enteros de grabaciones sea imposible para cualquiera. La gente está hablando de todo esto, hay muchas personas inspiradas con lo que está pasando.
—Fanáticos —dijo el que había dejado la pila de documentos.
En la sala contigua, vieron a través del vidrio a una de las recepcionistas tirar su taza de café y ponerse bruscamente de pie, el teléfono al oído y los ojos desorbitados. Los agentes corrieron hacia ella.
—¿Puede repetirme su ubicación? —preguntó la recepcionista, apretando el botón de altavoz.
—Avenida Alissius, número veintidós, dos dos —dijo la voz, con acento turco. Luego colgó.
—Acabamos —dijo la recepcionista con un visible temblor en las manos—… acabamos de recibir una llamada del informante.
—¿Lo has podido rastrear?
La recepcionista miró el monitor que tenía en frente.
—Sí. Casi perdemos la señal, pero… sí. La dirección está a unos kilómetros.
*
La policía de Ankara se movilizó para rodear el perímetro de un viejo edificio de departamentos, presuntamente desocupado, a las afueras de la ciudad. Un grupo de agentes entró con fuerza, uno por uno; todos estaban vacíos, excepto uno ubicado en el séptimo piso, al final de un largo pasillo.
Los agentes derribaron la puerta y entraron. Era un lugar oscuro, sucio y revuelto, olía a orina y a excremento. En una esquina del pequeño lugar, más oscura que el resto, había un sofá de espaldas a la puerta. El sofá miraba a una ventana semiabierta, desde la que se apreciaba una zona agrícola con unos cuantos edificios bajos, la mayoría bodegas de cereales. Del costado derecho del sofá, apenas distinguible entre la oscuridad, sobresalían los silenciosos destellos de un arma de fuego, cuya punta rozaba la capa de suciedad del suelo; una mano rígida y fría la sostenía.
Un agente se dirigió hacia el sofá y apuntó su revólver a quien estaba sentado en él.
—Está muerto —dijo, bajando el arma, aunque la oscuridad apenas le permitía ver a quien tenía delante.
—Parece que esta no es la dirección del informante sino la de otro suicida.
—Entonces debe haber uno de esos discos duros por aquí —dijo otro de los agentes, que comenzó a dar vueltas por el lugar.
—¿Qué es esto? —uno de los agentes señaló algo sobre una mesa: era un rollo de papel, grueso y amarillento, de aspecto muy antiguo. Extendió el rollo, manchado y medio roto. En él había varios nombres escritos, miles de ellos estrujados uno contra otro; los últimos nombres de la lista parecían escritos de forma apresurada y con un tipo distinto de tinta. A un lado del rollo, una pluma blanca y grande, quebrada por la mitad, reposaba en un tintero—. Tienen que ver esto. No estoy seguro, pero creo que son los nombres de las personas reportadas por el informante.
La luz entraba por la ventana semiabierta; sin embargo, aquel que yacía sin vida sobre el sofá, una vaga silueta negra apenas perceptible, parecía oscurecer la habitación, como si su cuerpo absorbiera por completo la escasa luz que incidía sobre él.
El agente que estaba frente al cadáver entornó los párpados y recorrió las cortinas, esperando tener mejor visibilidad, pero el lugar solo se oscureció más.
—Encontré el apagador —dijo alguien. El departamento al fin se llenó de luz.
El agente que estaba frente al cadáver vio las enormes alas de plumas grises, desparramadas sobre el suelo y salpicadas de sangre, las cuales surgían de la espalda de quien yacía en el sofá. Largos cabellos blancos pegados con sangre alrededor del orificio de salida de la bala. La cabeza y los hombros, ahora caídos, parecían testigos de un peso casi infinito, acumulado desde el comienzo del tiempo.
—Parece que esta vez no dejaron nada —dijo el otro agente, aún buscando el disco duro entre la pútrida suciedad—. Nadie recordará a este pobre diablo.
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