Por Carlos A. Peña
Siendo casi las nueve de la noche, por la calle más triste y desolada de nuestra ciudad, un hombre corría desesperado hacia la esquina de un gran callejón. Tenía el rostro pálido, los ojos sombreados, cojeaba del pie izquierdo y miraba reiteradamente hacia todos lados como si huyera de la muerte. Los perros empezaron a ladrar y el individuo, sin inmutarse, seguía su camino valiéndose simplemente de la luz de la luna. Cuando llegó por fin a su destino (un lugar que tenía una fachada de color verde oscuro), se detuvo en el umbral con la mirada hacia el cielo, respiró profundo y entró cautelosamente acariciando su larga caballera.
Hacía mucho tiempo que no se escuchaba una noticia igual. La gente compraría el periódico solo para enfocarse en leer la página 7. Los parques estuvieron llenos de grupos que daban sus teorías y finales apócrifos sobre la historia que pocos se atrevían a contar en una cena familiar. De alguna u otra forma, nos hizo entender que el humano no solo es un ser que se encuentra entre la vida y la muerte, sino que puede ser tan oportunista con ambas que la felicidad termina por acomodarse siempre al alcance del tiempo y de nuestras manos.
—¿Que si estoy mintiendo? ¡Por supuesto que no! Eran niños. Yo los vi. ¡Y fue ella! No estoy haciéndoles perder el tiempo y esta vez no estoy alucinando. Todo fue muy rápido. No hubo tiempo para desconfiar, ni para hacernos preguntas absurdas. Ambos necesitábamos de alguien y no importaba el miedo al daño. Supongo que en estos tiempos ya nada importa. ¡Jamás pensé pasar una experiencia así! Debo agregar que desde hace muchos años —y de hecho parece ser que mis mejores acciones son solos precursoras de mis desgracias— no le puedo encontrar un sentido a mi vida. He perdido cualquier esperanza de poder salir de este pantano asqueroso e infortunadamente vencedor. Todos los días me levanto queriendo vomitar la muerte, cada día detesto más mi cuerpo, y mis pasos son solo las huellas del camino hacia el final de mi vida. Desde hace mucho tiempo me he sentido culpable de todo el sufrimiento mundial. Hemos superado lo que sucedió en mayo, pero estoy seguro que cada uno de nosotros sueña con el pasado. Saben que ya nada es igual y cuando más nos ponemos a pensar, nos damos cuenta que la verdad cuelga en un abismo. Estoy harto de aceptar mi destino, harto de sentir lo absurdo que es estrenar cada día mis párpados. No quiero seguir viviendo de esta manera, me doy asco y temo no volver a ver en el espejo los ojos de mi madre. Oh, mi madre, si no hubiera sido una mujer, en mi corazón estaría como el recuerdo más odiado de mi vida. ¿Por qué se miran? Ustedes solo siguen escuchando, pero casi nunca comprenden.
Los hechos comenzaron desde ayer. Desperté con mareos y aunque me perseguía la idea de no querer hacer nada y quedarme en casa durante todo el día, tenía que seguir arrodillándome ante el tan sabio sistema que nos ilumina. Vivo en el centro de la ciudad y mi trabajo está a una hora de mi casa. Después de todo, las horas de estrés se acabaron. ¿No se siente como si ya no existiera la particularidad de cada día? ¿No sienten que el movimiento es solo un desgaste que no se recupera?
Pronto fueron las diez de la noche y ya debía estar de regreso en casa. Cuando me encontraba por la calle principal de nuestra ciudad —que por cierto no entiendo cómo puede tener el nombre de un dictador—, estaba por cruzar una pista, fue ahí cuando mi mirada me llevó hacia la esquina de una calle sombría. Desde allí una persona cruzaba tocándose la frente y sin dejar de mirar el suelo. Era ella. Era una mujer. Llevaba el cabello suelto, una camisa verde y una falda tan corta que opacaba sus tacos. No pude ignorarla y entonces opté por seguirla con la excusa de una preocupación no fundamentada. Claro, sin ninguna mala intención. A pocos metros se sentó en una banca y, para poder disimular, preferí seguir el camino. Pero un impulso inexplicable logró que me volviera hacia ella. Me acerqué sigilosamente, la observé por unos segundos mientras ella escondía su cabeza en sus manos sollozando. Al parecer pudo percatarse de mi sombra, pero no levantó su rostro. Me senté a su lado y con una voz que nunca había utilizado, le pregunté:
—¿Te… te pasa algo? ¿Por qué lloras?
Ella por un momento separó sus labios, pero al final no dijo nada. Luego, acomodó su cabello hacia la derecha y mojó sus labios con la lengua.
—No tengo por qué estar aquí —dijo, inhalando y tragando un poco de saliva—. Y usted tampoco. Déjeme sola, por favor.
—Eso pensaba hacer, pero no puedo —le dije—. Entiendo que desconfíe de mí, sobre todo por la hora. No intento faltarle el respeto. Debería ir a su casa.
Terminó por contarme que su esposo la había abandonado hace tres años y que jamás obtuvo alguna explicación.
—¿De qué sirve haber luchado por algo, conseguirlo y que al final se pierda de una manera tan rápida y fácil? —dijo, frunciendo el entrecejo—. Y no me responda con las típicas palabras de psicólogos o personas que creen ser positivas. Al final solo me quedé con mis hijos. Y desde ese momento, solos hemos salido adelante. ¿Te das cuenta? Ya empecé a hablar como uno de ellos.
Sus palabras me hicieron recordar la noche en que mi madre me contó que se prostituía para que yo pudiera estudiar. Apreté mis dientes. Después del reinado del silencio por algunos segundos, pregunté dónde quedaba su casa y si quería comer algo. Ella solo me agradeció. Era tan sumisa y parecía normal.
Logré finalmente acompañarla a su hogar y en el transcurso del camino —que de por sí era largo— pude hacerla sonreír. Me sentía extraño, sentí que la conocía desde hace mucho tiempo. A veces nuestras miradas se cruzaban de tal manera que en sus ojos pude encontrar lo que parecía no existir. Parecía sentir los dedos que acariciaron mis mejillas cuando era pequeño. Cuando llegamos a la puerta de su casa, volvió a agradecerme. Solo bastó una noche para olvidar que tenía ojos y empezar a ver el mundo con los de ella. Fue una mezcla de extrañas sensaciones que jugaban entre mis vellos. Todo sin que ella lo supiera, sin que ella se diera de cuenta cómo se formaba una torrencial sangre que me recorría el cuerpo cada vez que daba un par de pasos desequilibrados y ocurría el choque de nuestros hombros heredándome ese perfume que cerraba mis ojos para imaginarme un ambiente modernista y sin la necesidad de respirar el aire de un cielo despejado. Tuvieron que pasar años para enmendar recuerdos cicatrizados, como también para poder encoger mis párpados y buscar entre voces agudas y movimientos extraños a quien se escondía detrás de una mujer aparentemente sencilla y normal. Había que encontrar en su discurso alguno que otro mensaje subliminal. Era la psicología en persona. Era todas las ciencias en mi memoria.
Creo que ya eran las dos de la madrugada y el encuentro terminó con un beso. No creo que entiendan esta parte de los hechos, pues ni yo lo entendí al principio. ¡Pero qué hermoso y lento beso! Fue de esos que los jóvenes por primera vez se dan y que nunca habrán de olvidar. O para ser un poco más sentimentales, fue como el primer beso que nuestra madre nos dio cuando nos tuvo por primera vez en sus brazos. Al final, no recuerdo cómo pude llegar a mi casa. Pero estoy seguro que dormí con los labios cansados de mencionar su nombre: Alejandra, Alejandra… Otra vez tú, Alejandra.
Hoy, después de una noche intranquila y de no poder dejar de pensar en ella, fui a verla en la tarde para preguntarle cómo seguía. Había olvidado pedirle su teléfono y por lo tanto no me quedó otra opción. Estuve cinco minutos esperándola en su puerta. Nadie abría. Cuando me resigné a abandonar su casa, la vi llegar sonriendo con un niño y una niña agarrados de las manos. Me saludó y me presentó a sus hijos, pero ellos no me dirigieron la palabra. Alejandra me contó que había ido a hacer unas compras con el dinero que le presté. Inmediatamente traté de olvidar lo que había imaginado antes: yo cerraba la puerta y ella me esperaba en su cuarto, listos para empezar a destrozarnos con la mirada. Alguien sucumbiría al cerrar los ojos y uno inconscientemente acariciaría la mejilla del otro. Pero…
Estuve toda la tarde con ellos. Cuando llegó el momento de prender las luces, ella dijo que prepararía algo para comer. Antes de ir a la cocina, Alejandra encendió la radio, sintonizando una canción de Rock de los años 80. Yo me quedé nerviosamente con los niños y para no aburrirme opté por estar de curioso mirando las fotos que estaban dispersas en la mesa. De pronto, la niña, sin mirarme, se acercó lentamente hacia mí y con su dedo índice me señaló una de las fotos donde estaba su padre.
—Es mi papá —me dijo, casi sin fuerza.
No sabía qué decir. De repente Alejandra gritó: “¡Hijos, vengan un rato, por favor!”. Respiré más tranquilo. Descubrí que los niños me dan un poco de miedo. Pero también recordé que alguna vez fui como ellos. Lo que quiero decir es que la vida termina a los seis años. Sin embargo, yo no tuve el valor suficiente para poder hacerlo. Aunque lo intenté.
El ambiente se volvió frío, transcurrieron varios minutos y decidí apagar la música. Solo se escuchaba el agua hirviendo desde la cocina. Después percibí un olor nauseabundo, realmente desagradable. Pero por vergüenza, no dije nada. Luego ya no pude esperar más, estaba ansioso. Empecé a llamarla, pero nadie respondía. “¡¿Alejandra?!”, dije nuevamente, levantando más la voz. “¿Todo está bien, Alejandra? Me preocupé. Así que decidí ir sigilosamente hacia la cocina y… ¡Por los mil demonios, les digo que la escena era…! ¡Cerré los ojos por unos segundos arrugando la nariz! Jamás había visto algo así. Ella removía partes del cuerpo de su hijo en una gran olla con agua hirviendo. Pero lo más aterrador estaba en el suelo: en posición lateral se encontraba su hija con su pequeño vestido roto y su cuello delicadamente degollado. Su sangre pronto llegaba hacia la entrada amenazando con llegar a mis zapatos. Y ella, ¡diablos!, ella estaba parada frente a la cocina sin mirarme, sin dejar de remover a su hijo, ¡sin dejar de sonreír! Al parecer solo esperaba mi llegada. Salí corriendo golpeándome fuertemente la pierna izquierda con uno de los muebles de la casa, luego abrí torpemente la puerta y salí sin cerrarla. La escena me perseguía. ¡Estaba llorando! ¡Estaba desesperado! Solo quería alejarme lo más posible de ese lugar.
Hace unos minutos llegué aquí corriendo por estas calles peligrosas para contarles todo y, ¿ustedes me dicen que estoy loco, que estoy mintiendo? Vamos inmediatamente a esa casa y verán que todo es cierto. Pero con cuidado, porque ella lo que tiene de pasiva, yo lo tengo de feliz y sociable.
Cuando Clind los llevó al lugar de los hechos, los otros entraron con los nervios de punta y de forma agresiva, provocada por la increíble imaginación que tiene la capacidad de sacar hasta los miedos más recónditos de nuestra memoria. La sangre del piso fue la muestra certera de que algo aterrador había ocurrido. Pero fruncieron el ceño al ver a una bella mujer yaciendo en el sofá, su ropa estaba desgarrada, tenía moretones y al parecer había sido apuñalada… Se taparon la boca y llevaron una de sus manos a uno de sus bolsillos al ver que en la mesa había un plato con la mano de un niño adornado con frutas y una copa de vino. Un poco más allá, casi llegando a una entrada, una niña se encontraba en decúbito ventral. Tenía su prenda interior en las rodillas y desde la dirección de su cuello recorría una línea gruesa de sangre.
Cerca de la puerta de entrada, en el rincón más sombrío, una risa terrorífica hizo que todos voltearan. Clind se revolcaba en el suelo a carcajadas. Estaba feliz.
Siete años después. Noviembre del 2027. ¿Dormiría esta noche? Clind se acostó después de un largo día agitado. Sintió los temblores en el cuerpo, los dolores de cabeza y las voces grecolatinas. Las mismas cosas de siempre. Un libro viejo y un cigarro casi acabado hacían de almohada. Quería investigar si en la mesa aún seguía su vaso de agua, pero fue interrumpido por la precipitada lágrima que se deslizaba desde su mejilla hasta desaparecer en la oscuridad de su cuello. Finalmente cerró los ojos y pudo por fin postrar su rostro en la cama sucia y fría. Otra vez las imperfecciones del lugar, las columnas grises, la puerta imaginaria y las hendiduras de las paredes lo hicieron reaccionar. Por debajo de sus dedos, en la palma de una de sus manos, se encontraba el nombre de aquella mujer que alguna vez amó: Alejandra, la encarnación de su madre.
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