[Como resultado del concurso “El cuento en cuarentena”, organizado por Palabrerías, con apoyo de las revistas Teresa Magazine, Tintero Blanco y Zompantle, este cuento se encuentra incluido en la antología El cuento en cuarentena, la cual puedes hallar de manera gratuita en Palabrerías]
Por Ayose S. García Naranjo
Estar muerto es riquísimo, y conste que esto no es jodedera mía ni nada por el estilo: lo digo porque no sentí absolutamente nada las cuatro horas durante las cuales el médico me aseguró haber estado más pa’llá que pa’cá; no vi la luz, ni el túnel, ni nada así, en realidad descansé como jamás lo había hecho.
Pa’ que vean cómo son las cosas, yo que he estado en tiroteos bravos de verdad, vengo a caer en coma de la forma más absurda posible: cuando fui a cazar cangrejos montado en la bicicleta y de pronto se me partió el timón y me metí contra un soplillo grandísimo, casi me voy del aire. Lo más molesto es que yo siempre fui cazador de cocodrilos, desové a bestias grandísimas y hasta me metía en la jaula con ellas, pero nunca tuve ningún accidente, a no ser un pequeño colmillazo que me busqué yo mismo por confiado. Olvídense, lo que está pa’ uno nadie te lo quita, por eso mismo le perdí el miedo a la muerte desde mis tiempos de joven y a estas alturas, con 80 años cumplidos, la veo tan natural como la vida.
Hace poco falleció una sobrina mía y toda la familia se reunió en el cementerio de Jagüey, donde tenemos un panteón; desde que llegamos estaba lleno de gente llorando por los alrededores, algunos incluso chillaban y se secaban el rostro con pañuelos. En medio de todo ese panorama, esperé un instante de silencio y, cuando el sepulturero estaba en plena acción, grité “El últimoooo”. Muchacho, se armó tremenda jodedera y enseguida unas viejas saltaron y me dijeron que yo era un descara’o, que cómo podía hacer algo así; y yo “Señora, claro que pido el último, si el próximo que viene para acá soy yo”, en fin, viré la espalda y las dejé hablando solas.
Quizás sea demasiado insensible… un poco tal vez, pero tanto la vida como la guerra me han demostrado que es mejor pensar así; de otra manera, ya estaría loco o internado en una clínica, pues durante las horas de la invasión a Girón toqué la muerte con mis propias manos mientras trataba de no perder la cabeza y empezar a gritar. Esas imágenes no se te borran de la mente aunque pasen siglos, aunque las hayas vivido de niño y ahora seas un viejo.
I
Cuando comenzó el puñetero desembarco yo salía del burdel Virginia, en las afueras del pueblo, hacía cinco días había bajado del Escambray y necesitaba relajar; recuerdo haber sentido unos truenos extraños y, a pesar de que miré hacia el cielo, no hallé el menor resplandor: no podía imaginar que en un lapso tan breve estaría de nuevo con la camisa azul a medio abrochar, de rodillas en el piso y con la mano metí’a debajo de la cama para sacar las botas de las milicias.
La primera misión que me ordenan es incorporarme en el frente de Playa Girón. Montamos cuatro compañeros en un yipi William y nos pusimos en marcha. Al pasar por el central Australia reconocimos un gran movimiento en el batey: las máquinas y camiones iban de un lado a otro. Seguimos adelante y nos incorporamos a la larga y única carretera que nos conducía hacia el territorio cenaguero. Un buen tramo antes de llegar a Pálpite, escucho un sonido parecido al de la madrugada anterior, pero esta vez se sentía mucho más metálico y cercano, como si viniera a nuestro encuentro, algo en el pecho me empezó a vibrar: las gotas de sudor me corrían por la frente y de pronto miro a las nubes y encuentro la muerte…
—¡Avión, cojone! ¡Tírense! —grité. Aunque tenía la bandera cubana en la cola, algo en la forma como venían hacia nosotros me dijo que esos cabrones querían ametrallarnos. El chofer apagó el motor y nos tiramos a las cunetas, al caer nos raspamos los brazos con el dienteperro.
Casi cuando teníamos el B-26 arriba, giré la cabeza con el fin de asegurarme de que los demás estuviesen sin dificultad y me di cuenta de que faltaba Chacho Cayetano; aturdido, le pregunté al más cercano a mí y me señaló a la carretera: el hombre se había quedado plantado como una estaca al lado del yipi y nos miraba desesperado, como confesando su falta de fuerzas para moverse. Me desprendí a correr. A duras penas me lo eché al hombro y avanzamos hasta la cuneta. Justo antes de que el avión comenzara a disparar, estábamos tirados bocabajo. Las ráfagas de la calibre 50 llenaron la tierra de agujeros y a su paso levantaban una cortina de polvo que se te pegaba en la garganta. Por instinto me protegí los ojos con la culata del fusil, aguanté la respiración. Una especie de silbido me ensordeció por completo. Sentía el temblor de las matas al caer y por un momento pensé que nosotros también caeríamos. Estuve inmóvil un rato: uno no se podía descuidar ni un instante de las ametralladoras de la cola. No me habían dado, pero no sentía los pies. Y créeme, le hubiese descargado el peine del fusil en la barriga del avión de no ser porque tenía el cuerpo entumí’o.
—¿Están bien muchachos? —apenas alcancé a preguntar. Hubo un silencio.
—Creo que estoy vivo —contestó entrecortado el chofer.
—¡Me cago en su madre! ¡Parece que llevo un siglo acostado en esta cuneta! —agregó el otro.
—¿Y tú, Cayetano, no vas a decir nada? —quise saber yo.
El hombre aún estaba tendido y con los brazos cubriéndose la cabeza, al oírnos hablar levantó la vista con suavidad y fijó su atención en la chatarra donde minutos antes veníamos montados: el carro parecía un colador.
—Negro, ¡me salvaste! —dijo, con los ojos húmedos.
A medida que pasaba el tiempo, el tráfico en la carretera se hacía más inquietante y no demoró en aparecer un jefe de las Milicias Nacionales Revolucionarias. Le explicamos nuestra situación y allí mismo nos ordenó nuevas misiones. En lo adelante, mi tarea sería recoger heridos.
Intentábamos hacer lo que estaba a nuestro alcance: poner torniquetes, entizar las heridas con algún pedazo de tela, cualquier cosa que diera margen a esperar los carros de relevo. Una tarde nos cruzamos con una ambulancia y el sargento al timón nos dijo que fuéramos para Perdices, pues allí la cosa se había puesto fea. Enseguida arrancamos hacia el lugar y justo cuando nos acercábamos me estremeció un fuerte olor a carne quemada. El humo negro que soltaba una guagua cubría los cadáveres carbonizados de los milicianos que no pudieron salir de la Leyland antes del bombardeo de napalm. Jamás pensé ver tantos muertos. Los fusiles andaban por un lado, los cuerpos por otro, todos consumidos por un fuego inacabable. En aquel perímetro el suelo se convirtió en una mancha negra espantosa.
Esas imágenes, no sé por qué, me hicieron recordar las situaciones más peligrosas de mi vida hasta ese instante: mis peleas en los bares, el tiroteo contra la banda de Ramírez en el Escambray… y todo me pareció terriblemente infantil, era como si acabara de conocer la guerra. No obstante, empecé a buscar algún rastro de vida en medio de mi confusión; a los pocos pasos escuché el sonido de una voz muy débil, un tanto quejumbrosa, de un muchacho que se removía con la barriga abierta de lado a lado, agonizando.
—Sálvalo a él —me dijo, señalando a otro de los caídos.
—A él también lo voy a salvar, ahora déjame ayudarte a ti.
—¡No! —gritó con el alma—. Haz lo que te digo.
—Lo voy a hacer, espera un momento….
—¡Obedece, coño! —me ordenó.
A unos metros estaba tirado un joven con el hombro destrozado por un balazo, permanecía inmóvil entre la hierba, con los ojos cerrados y al acercarme comprobé que todavía respiraba; lo cargué como pude y lo acosté sobre una lona que cubría parte del pasillo de la guagua. De inmediato regresé a auxiliar al otro miliciano, para ese entonces ya había comenzado a convulsionar y su cara temblaba de una forma que jamás había visto. Segundos después murió.
En Perdices recogimos a muchos hombres, por donde quiera uno se tropezaba con personas en muy mal estado; no obstante, debíamos sobreponernos y seguir buscando heridos a todo lo largo de la carretera, siempre cuidándonos de los ataques aéreos o de cualquier emboscada. Así nos mantuvimos hasta entrar a Girón.
II
Aun hoy, a tantos años de distancia, si me lo propongo puedo escuchar los gritos de la gente aquel día en que, de boca en boca, se transmitía la noticia del triunfo.
—¡Ganamos, coj…! ¡Girón es nuestro! —me dijo, abrazado a mí, un compañero de las milicias.
Las personas caminaban de una orilla a otra del terraplén, había gran agitación de camiones, tanques, armas de todo tipo. Las familias de campesinos retornaban a sus casas o a lo que quedó de estas, mientras los niños cubiertos de polvo se mezclaban con los oficiales que venían uno detrás de otro.
A mí me dolía la cabeza, el hambre me atravesaba el estómago y las botas parecían de plomo; sin embargo, el pecho se me quería explotar por la emoción de saber que todo había acabado. A uno le da por pensar en la familia, sobre todo en la vieja, y con la misma uno se revisa cada parte del cuerpo mientras dice para sí “¡coño, estoy vivo, libre de esta!”.
Ya para el día veinte en el mismo Girón me asignaron mi última misión en la guerra: recoger a los fallecidos. Resultó más difícil de lo que creía, pues tuvimos que realizar el mismo recorrido, pero en sentido contrario, levantando cadáveres casi en descomposición. Caballón agarraba por las piernas, yo por los brazos y, a la cuenta de tres, lanzábamos los cuerpos para la parte trasera del asignado para la tarea. Llegó el momento en que sentía la peste pegada en la nariz. A veces, sin darme cuenta, me pasaba la mano por la frente para quitarme el sudor y ahí mismo me daba la fatiga: era como una especie de nudo que te apretaba por dentro y parecía que ibas a soltar las tripas por la boca, aquello me removía las entrañas. A eso se suma mi debilidad por tantas horas en ayuno: ya no aguantaba más; me hubiese desmayado de no ser por el carro que pasó repartiendo un pedazo de panetela con un poco de refresco. Yo me lo bajé al instante, pero nada más Caballón se acercó el dulce para darle una mordí’a, le subieron unos vómitos amarillentos que no pudo aguantar.
—¡Por lo que más tú quieras, Caballón, ni se te ocurra botar la panetela! —le dije. Cuando terminó de secarse los labios, me gruñó a secas:
—Tú eres un puerco.
—¿Qué coño puerco? —le contesté—. Yo sí no me voy a morir de hambre después que la peor parte pasó.
—Pero espera a lavarte las manos.
—¿Ah, sí? ¿Y dónde carajo tú ves agua cerca de aquí?… No comas más mierda y échate algo en el estómago que vas a caer redondito y yo no te voy a recoger —le advertí y no le dije más nada.
El pobre lo volvió a intentar, aunque de nuevo el vómito casi lo ahoga: estuvo sin probar alimento hasta acabar nuestro trabajo en aquel lugar. Durante el camino de regreso todavía las personas se notaban eufóricas, ondeando a los pedazos de paracaídas como estandartes de la victoria.
Y este es el fin. Así transcurrió mi participación en la batalla de Girón, estuve desde el primer día y me fui sin disparar un tiro. La gente me cuestiona, me pregunta incluso cómo pudo ser posible… y los muy idiotas desconocen que en una guerra no solo se combate en el frente, como tampoco la ganan únicamente los que apretaron un gatillo: la verdadera victoria demanda un heroísmo mucho mayor, ese que involucra a todos los que cumplieron con su misión.
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