Por Arisandy Rubio García
Hace siglos la gente le temía a todo lo que escapaba de su comprensión. Cualquier situación que no podía explicar con su reducido cúmulo de información terminaba en el saco de las cosas que enviaban los dioses o los demonios. Aún son recurrentes las historias sobre brujas, duendes y fantasmas, y muchas de ellas, en la actualidad, siguen estancadas sin explicaciones lógicas, lo que permite que continúen alimentando viejas leyendas. Sin embargo, ¿hoy a qué le tiene miedo el mundo? ¿Al fracaso? ¿A la caída de las economías mundiales? ¿A las catástrofes naturales que día sí y día también se desatan implacables? ¿A una enfermedad que se propague por el mundo? Quizá el miedo real es la desaparición de todo lo conocido sin previo aviso, con todas las implicaciones que eso conlleva: el final de la existencia propia y ajena, de las memorias, de las hazañas, de aquello que pudo ser y ya no será, de la perdida irrevocable de lo que forma parte de la mente colectiva, incluido el deseo de seguir descubriendo un mundo que nos empeñamos en destruir.
El miedo es un sentimiento complejo, fácil de pronunciar pero difícil de comprender. Me era imposible explicar en pocas palabras lo que sentía clavado en el pecho. El temor a encontrar un maleficio que resguardara la última morada de un personaje importante me tenía sin cuidado. Lo que sentía era pánico de que las ruinas fueran un grupo de piedras antiguas que solo obtuvieran la relevancia minimizada de “otro asentamiento de tal cultura descubierto recientemente”. No, quería un título lleno de novedad y admiración, que reflejara el tiempo dedicado, las horas de desvelo, los aciertos, las lágrimas de desesperación, y, sobre todo, que enaltecieran mis dotes de liderazgo para conducir a algunos becarios y varios pobladores de la zona sobre el correcto uso de los instrumentos metodológicos de la arqueología. Aunque también quería contar con algo de humildad, un poco de la gratitud que me abrasaba cuando los trabajadores compartían parte de su comida conmigo. Deseaba furiosamente que todo saliera bien y la dedicación de todos obtuviera su merecido reconocimiento.
La tarde que obtuve el grado de arqueóloga me miré en un espejo y vi reflejada a una joven llena de dudas y con la inevitable posibilidad de dedicar el resto de su vida a cualquier cosa, menos a su disciplina. Fue un gran acierto impedir que la turbación me dominara y lanzarme de cabeza a un mundo donde todo parecía haber sido descubierto tiempo antes por algún antropólogo renombrado o un viajero intrépido. Contar con una intuición innata me había llevado a sacar las mejores notas en la universidad y, así mismo, me condujo a estar donde debía, en el momento preciso. De ese modo, cacé expediciones hasta que mi nombre comenzó a ser conocido y mi cuenta bancaria sumó varias cifras.
Con esa táctica, cierto día durante una convención de arqueólogos, escuché que en una selva mexicana un grupo de pobladores descubrieron algunas piedras grabadas en la entrada de una cueva, pero el acceso era tan intrincado que nadie había querido ir a investigar. Esos eran los buenos trabajos, los que nadie quería tomar, así que esa misma tarde inicié los preparativos para una expedición. Contraté un guía y este a una decena de habitantes. Cuatro días después estaba pisando un país lleno de folclor, con leyendas que reptaban entre las callejuelas sorprendiendo a propios y extraños. El guía era un hombre cercano a los 50 años, me presentó al equipo y les expliqué mis intenciones. Me sentía poderosa liderando a un grupo de exploradores, sin embargo, el sentimiento terminó cuando me dijeron que debíamos caminar al menos cuatro días para poder llegar a la cueva.
Los habitantes contratados no hablaban mi idioma, no obstante, el guía que hacía las veces de traductor consideró que nos debía acompañar gente conocedora de los recovecos del área y ellos eran el vestigio viviente del grupo indígena que la dominó por siglos. Al paso de los días, el cansancio fue mellando los ánimos. La constante humedad nos provocó un sarpullido agobiante, tanto así que pasamos de humanos rozagantes a guiñapos humanoides enloquecidos de picor. Afortunadamente, cuando la desesperación superaba nuestros límites, la encontramos.
La mañana del cuarto día llegamos a una zona donde la vegetación crecía tan alta y enmarañada que simulaba un día nublado. Esta ilusión hizo nacer en nosotros la esperanza de un chubasco que nunca llegó. Vimos helechos de gran tamaño y el escenario nos dio la sensación de haber entrado en el mundo de los gigantes. Con ayuda de las herramientas nos abrimos paso hasta una pared rocosa donde estaba un enorme hueco: un sótano natural.
La entrada de la cueva nos esperaba imperturbable. Preparados con antorchas y linternas, nos internamos en una enorme bóveda que parecía no tener fin. Junto a la pared norte, posadas en un eterno descanso, dos rocas de gran tamaño saludaban a los recién llegados. Ahí estaban, en las colosales piedras, los grabados, cubiertos de un tupido musgo que en lugar de ocultarlos los volvía aún más vistosos. Leí con urgencia lo que decían, hablaban de una bienvenida y una entrada. Miré por instinto a mi izquierda. Apenas visible, empotrada en dos rocas que salían asimétricamente, vi una cavidad del tamaño de una persona.
Estaba a punto de colarme por el agujero cuando el guía sujetó mi brazo y negó enérgicamente. Me ordenó sin tapujos que no entrara. Los hombres del equipo murmuraban y negaban con la cabeza, hasta que el guía me explicó sus razones. La civilización a la que perteneció la cueva enviaba ahí a los guerreros heridos de muerte, para que se entregaran a los dioses como un sacrificio voluntario, del otro lado, moraban los espíritus que protegían el territorio de las deidades. Si entraba, no volvería a salir. Por eso los aldeanos no iban a la cueva y al no ir terminaron por olvidarla. Si los habitantes perdidos no la hubieran encontrado, habría seguido oculta, sin embargo, yo no estaba ahí para darme la vuelta y publicar un artículo sobre una cueva mágica. Si alguien quería entrar, que me siguiera, si no, que se quedaran ahí con sus fantasías.
Finalmente me interné sola en el agujero. Ni el guía se atrevió a acompañarme. Lo entendía, la fantasía mitológica es lo que le ha permitido existir al ser humano, pero ya era hora de acabar con ello. Iba armada con una potente lámpara, un lápiz que marcaba la piedra sin alterarla, reloj, brújula, algunas provisiones y agua en mi mochila. Caminé sin rumbo, dejando marcas por las que tuve que volver en repetidas ocasiones para tomar otra ruta. La oscuridad era tan penetrante que parecía devorar la luz de la linterna. El silencio era abrumador, y sin haber encontrado nada me dirigí hacia la salida, pero inexplicablemente, el rastro terminaba en un callejón desconocido.
La certeza de haber errado en alguna curva se convirtió en terror cuando me encontré varada, sin marcas que seguir, en un recoveco que ni siquiera recordaba haber pasado. Desesperación, miedo, remordimientos, un tropel de sentimientos inundó cada sinapsis en mi cerebro. Ninguna se dirigía a la solución, así que me hice un ovillo en el suelo y traté de controlarme. Debió ser el frío o el murmullo de una gota cayendo cada tanto, pero me quedé dormida y cuando desperté, la luz debilitada de la linterna iluminaba los pies de una criatura a mi lado.
El primer movimiento que hice se debió a la curiosidad. Tomé la lámpara y dirigí la luz a un par de pies con garras negruzcas. Las piernas eran largas, de aspecto musculoso, y en ellas comenzaba una tupida capa de pelo plateado. El torso parecía fuerte y los brazos colgaban inertes a los lados, como si se tratara de un anciano encorvado, aburrido, a la espera de volver a su mullido sillón. La cabeza era enigmáticamente parecida a la de un ser humano, aunque había tantas diferencias que era imposible que lo fuera. Los ojos eran muy pequeños, las orejas estaban ocultas tras una melena crespa que vibraba con cada respiración de su enorme nariz. Las partes libres de pelo mostraban una piel nervuda, casi transparente, sobre la que resaltaban las venas y algunas cicatrices. En un parpadeo, la criatura se abalanzó hacia mí y emitió un potente alarido. Quería desmayarme y no presenciar la carnicería, no obstante, mantuve la conciencia para enterarme de que la criatura me atacaba. Sacó una cuerda tejida detalladamente con finas raíces y me ató con habilidad antes de cargarme sin problemas como un saco de harina.
La linterna se quedó solitaria en algún lugar de la cueva. Creí que volvíamos al mismo punto cuando un haz de claridad empezó a iluminar el camino, pero pronto descubrí una decena de antorchas que alumbraban un espacio amplísimo donde otras criaturas deambulaban con la misma pose cansina. La que me cargaba se deshizo de mí sin miramientos y un tropel de sonidos, parecidos a cloqueos, inundó el recinto. Aquel batiburrillo de ruidos era su lenguaje.
Mientras ellos dialogaban miré el lugar, era una cavidad, seguramente, de más de un kilómetro. El frío se mantenía a raya gracias a las antorchas que rebozaban de raíces secas. También había varios desniveles donde otras criaturas dormían acurrucadas. En algunas paredes se vislumbraban dibujos y grabados similares a los de las grandes rocas que resguardaban la entrada de la cueva, constituyendo un escenario exquisito y burdo a la vez.
El descubrimiento iba más allá de la arqueología, era un hábitat, una nueva especie, un hallazgo de la evolución y, probablemente, el final de un mito: aquel que hablaba de dioses y cuevas encantadas. En los dibujos pude reconocer un patrón que me absorbió de inmediato. Primero un humano que caminaba trabajosamente, seguido de un hueco con dos rocas a su lado, luego un borrón oscuro rodeado de varios esqueletos. Debía tratarse de la historia de los guerreros sacrificados. Más adelante se repetían los dibujos hasta la mancha negra, pero en lugar de esqueletos se veía un hombre y una mujer, caminando sin rumbo tomados de la mano.
De súbito, la clarividencia llegó a mi mente. Estas criaturas, pálidas, enormes y deformadas descendían de los guerreros, los que se negaron a sacrificarse e hicieron de la cueva su hogar. Generaciones de guerreros que renegaron de sus dioses se convirtieron en generaciones que se adaptaron a la oscuridad.
Quería decirles, confirmarles que yo los había entendido, aunque ellos no pudieran comprenderme, pero un dolor agudo nació en mi cuello y una sustancia cálida me cubrió el pecho. La criatura que me llevó ahí blandía un hacha de piedra ensangrentada. Mis ojos se desorbitaron tratando de encontrar una ayuda que nunca llegaría. Caí, mirando hacia el resto de dibujos.
Al fondo, donde la luz de las antorchas apenas llegaba, encontré los trazos de una muchedumbre que pasaba, poco a poco, a estar constituida por seres femeninos cada vez más parecidos a como se veían ahora. Me causó un poco de gracia, me mataban porque necesitaban varones. De repente dejó de tener sentido una vida en la que luché por conseguir un lugar, por ser una mujer exitosa en una disciplina forjada por hombres. Mientras la sangre manaba por la herida y formaba un charco oscuro que reflejaba el fuego de las antorchas, llegué a la certeza de que no publicaría un gran artículo descubriendo hallazgos imprescindibles para entender la historia humana y gasté mi aliento en desear que el guía reportara mi desaparición para que algún periódico amarillista hiciera al menos una nota.
Las criaturas ignoraron el borboteo de la sangre al escapar de mi cuerpo, volvieron a sus actividades, fueran cuales fueran. La vida veló mis pupilas mientras se fijaban en el último dibujo, un hombre atado a una roca, rodeado por seres femeninos cubiertos de pelo mirándolo lascivamente con sus pequeños ojos y estimulando sus genitales en un acto pérfido de supervivencia.
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