Por Miguel Ángle Barragán Reyes
Hoy también vino Emiliano Darío al bar, un hombre de 30 años que fue hallado sin vida en su habitación ayer por la noche. Su cuerpo se hallaba adherido a una silueta roja que empapaba de obscenidad la escena. La Náusea de Sartre era lo único impoluto que quedaba sobre su fría humanidad. “Mis recuerdos son como las monedas de la bolsa del diablo: cuando uno la abre, solo encuentra hojas secas”, se leía en la página 60, donde estaba abierto. El periódico explicaba que murió tranquilamente, decía que a pesar de tratarse de un suicidio no había indicios de desesperación. Como sea y a pesar de todo, hoy también cruzó por esta puerta.
Desde hace tres años nos visita en punto de las 7 p. m. Al entrar, su ceño delata asombro, como si fuera la primera vez que visita este melancólico bar y nunca hubiera visto aquello que durante tres años no ha cambiado ni siquiera un poco. Sillas y mesas mantienen las cicatrices del incendio que una vez nos aquejó. El suelo aún presume los pincelazos rojos que dejó la única pelea que hemos tenido en el bar. La barra de licores sigue extrañando las botellas de coñac y whiskey que fueron derramadas en ese entonces.
Su rutina tampoco cambia: cada noche, al atravesar la puerta principal, contempla su alrededor lentamente hasta que su mirada termina, casi accidentalmente, en la mesa de Natalia. Titubea por un momento, como si estuviera decidiendo acercársele o seguir su camino, hasta que sucede, siempre decide dirigirse hacia mí, con paso lento, como decepcionado por tan infortunada decisión. Justo antes de llegar hasta donde me encuentro alza la mirada, me observa y sonríe cariñosamente en señal de la gran amistad que hemos formado durante estos tres años.
Emiliano es un excelente cuentacuentos. Siempre pide un tequila que nunca bebe y nos inventa una historia tan poco creíble como fascinante. Nos ha contado cómo un niño de 12 años consiguió resolver el misterio más grande de la humanidad por coincidencia. Nos ha contado cómo un joven músico sin talento se hizo con la fortuna más grande del mundo por accidente. Nos ha contado, también, cómo tres enamorados salvaron al mundo de una pandemia que agarró a todos por sorpresa. Sin embargo, los relatos más comunes eran los que incluían a una mujer cuyo nombre nunca fue pronunciado. “Las personas, para mí, asemejaban cosas” nos decía, “eran tan intrascendentes como este rígido vaso que sostengo en mano. Se movían por sí mismas, sí, pero mis esfuerzos por entenderlas siempre eran inútiles. Parecía que hablaban en una lengua extranjera. Desdibujaban sus rostros y se fundían en una masa absurda. Fue allí cuando creí haber comprendido que la existencia no era más que una maravillosa futilidad, hasta que ella llegó a cambiarlo todo”, continuaba. Cuando llegaba a este punto amenazaba vagamente con levantar su tequila y beberlo de un solo trago, hasta que decidía, inconscientemente, seguir con su historia.
“Besar a una mujer era lo mismo que besar un objeto, era un frío sinsentido. Pero una noche de enero, en alguna calle de la ciudad, nuestros labios se conocieron. Cuando me besó por primera vez se arraigó en mí una sensación que ya había olvidado: el miedo. Era un miedo a lo desconocido; un miedo al que no le permites desbordarse y que confundido soportas; un miedo a que desaparezca eso que sucede en ese específico pedazo de tiempo. Cuando ella me besó dejó de ser un cosa, tenía nombre y apellido. Me sentí nervioso, me sentí apacible, me sentí excitado. Sentí cómo la angustia secuestraba mi ser entero. Viví la paroxística sensación del deseo frustrado, el deseo de un hecho imaginado que probablemente nunca llegará. Me sentí libre otra vez, una sensación que ya me había acostumbrado a solo imaginar. Sentí un caos materializándose en mis labios y en mis pantalones, una confusión que se comprimía en un solo instante. Fue ahí cuando me di cuenta: esto es lo que significa vivir. Ella me ha devuelto la sensación de estar vivo. No sé si es bueno o malo, pero quiero congelar el momento, quiero provocar un letargo, llevarlo a una dimensión atemporal fuera de toda razón, fuera de todo pensamiento, donde pueda entregarme sin más, sin motivo alguno para que termine”, nos contaba melancólicamente.
Esta recurrente historia siempre se presentaba con matices distintos, circunstancias, eventos, lugares. Sin embargo, mantenían, casi en secreto, un patrón que aprendí a identificar: antes de esta mujer el mundo era una nada que solo el ocio filosófico podía descubrir, pero después de esta mujer, el mundo lo era todo. Desafortunadamente Emiliano nunca nos contó el final.
Durante estos tres años no ha dejado de venir a contar su historia, a beber su eterno tequila y a marcharse unas horas después sin atreverse a saludar a Natalia. Y esta noche no ha sido la excepción. Contra todo pronóstico, lo tengo una vez más frente a mí.
Llegó hace un par de minutos, en punto de la 7 p. m. Se acercó a mí con una sonrisa que contagiaba a todo el lugar, pidió su acostumbrado tequila y, contrario a toda probabilidad, lo bebió inmediatamente. “Sírveme otro, Garcín”, me dice. “¿Cómo estás hoy?”, me pregunta antes de empezar su historia del día. Cuando estoy a punto de contestar su pregunta, me interrumpe con un bombardeo de interrogaciones. “¿No te parece extraño que Natalia siempre esté ahí?, ¿por qué Ángel siempre limpia la mesa que nunca está ocupada?, ¿no es raro que las personas vistan como vestían ayer?”. Y tiene razón. Durante estos tres años Natalia siempre ha venido al bar, se sienta en aquella mesa, sola, esperando inútilmente a que alguien la saque de aquí. Ángel, mi hermano, siempre limpia la mesa que nadie ocupa. Las mismas personas vienen, día tras día, a realizar las acciones que el día anterior hicieron. Pareciera que el tiempo, ese caprichoso dios, reiniciara todo día tras día. ¿Cómo no lo noté antes?
“Conozco a Natalia desde hace más de 5 años”, dice, comenzando la historia de hoy. “Ella es quien me había devuelto la voluntad de vivir. Ella es quien, con su boca de pincel, impedía que el mundo se desdibujara a mi alrededor. Pero una noche discutimos y, furiosa, salió del departamento dirigiéndose a este bar. Debí salir tras ella inmediatamente, pero mi rabia me lo impidió. Cuando decidí por fin ir a su encuentro ya era demasiado tarde, Garcín, tu bar estaba en llamas”, me dice. Le hago saber que no entiendo a qué se refiere, pero él, sonriente, me muestra un periódico con fecha de hace exactamente 3 años. El encabezado dice: “Arde en llamas el Bar Cielito Lindo. No hay sobrevivientes”. La nota describe todo lo sucedido. A las seis con treinta minutos, dos hombres comienzan una pelea. Las sillas vuelan, las mesas caen y, entre gritos y empujones, llegan hasta la barra de licores. Uno de los hombres tomó una de las botellas de whiskey y la despedazó sobre la cabeza del otro hombre. El whiskey cayó empapando todo a su alrededor. No saben qué fue lo que detonó el fuego, pero sin duda fue avivado por el licor sobre la barra de álamo del cantinero. El fuego creció incontrolablemente. Nadie pudo escapar.
Emiliano me dice que la propiedad quedó en ruinas. Nadie ha arreglado el lugar. Lo dejaron exactamente como aquella noche y, desde entonces, nadie lo visita, excepto Emiliano. Ahora todo tiene sentido: el asombro de Emiliano al vernos existir como si nada hubiera pasado, la solitaria y eterna Natalia en aquella misma mesa, los mismos asistentes día tras día y yo, sirviéndole a Emiliano desde hace tres años un tequila cuya botella parece ser infinita.
Mientras Emiliano me cuenta esta historia se levanta y me dice que hoy será la última noche que nos veremos. “Iré a pedirle perdón y nos marcharemos, Garcín. Gracias por escuchar cada una de mis locuras”, añade. “¿Entonces es verdad?”, le pregunto. “¿También has muerto?”. Asiente ligeramente. Lo confieso, la melancolía invade mi ingenua alma. Es triste pensar que la única persona con la que he hablado estos tres años se irá para nunca volver.
Emiliano me da la mano. Se despide. Se levanta con una convicción envidiable y por fin vence ese miedo que lo tenía atado a hablar conmigo. Se dirige a aquella esquina del bar. Se sienta junto a Natalia. Se besan. Se levantan. Se marchan. Tal vez también sea hora de partir. He estado atrapado en este lugar demasiado tiempo. De cualquier forma, servir bebidas y escuchar historias imposibles nunca fue lo mío. “Hoy el bar cerrará más temprano”, les grito a los asistentes, quienes voltean, incrédulos y silenciosos. “Somos libres”, añado.
Sí, hoy también vino Emiliano Darío al bar, quien fuera encontrado muerto ayer en su habitación, a contarme la más fabulosa de sus historias.
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