[Como resultado del concurso “El cuento en cuarentena”, organizado por Palabrerías, con apoyo de las revistas Teresa Magazine, Tintero Blanco y Zompantle, este cuento se encuentra incluido en la antología El cuento en cuarentena, la cual puedes hallar de manera gratuita en Palabrerías]
Por Víctor González Astudillo
Había quedado de ver a la Francisca en el patio de comidas a eso de la media tarde. Llegué temprano, pensando en que iba atrasado, pero la Francisca llegó media hora tarde: como siempre. Ese día pensé que iba a ser distinto y en realidad, haciendo memoria, tenía la misma pretensión de extrañeza con todas las cosas: la gente de la micro, los libros en la mochila, los reflejos distorsionados de mi figura pasando por fuera de los escaparates del mall; todo parecía diferente y el único extraño era yo, que miraba atontado la superficie de las cosas, olvidando que la mayoría de las veces el mundo resulta ser mucho más patético de lo que uno piensa.
En una mesa vacía, me quedé repasando algunos apuntes de la mañana. Había despertado temprano sin razón alguna, así que esperé a que volviera mi sueño viendo un video de Montalbetti: era una clase donde explicaba a regañadientes algunos problemas clásicos de la lingüística. Tomé un cuaderno y anoté un par de palabras, me quedé mirándolas por un rato sentado, con esa sensación de soledad y vergüenza, únicamente los centros comerciales son capaces de provocar esa vergüenza, como cuando das vueltas solo por los pasillos, aparentando asistir a alguna cita importante, cuando en realidad nada más vas al baño y luego debes irte. Imaginas lo terrible que sería si las demás personas se enteraran de tus pensamientos, aunque a nadie le importe si vas al baño o a comprarte un par de zapatos. Pero la cosa es que no entendía lo que había escrito, por alguna razón no entendía mi propia letra y, antes de empezar a esforzarme de verdad para entender los garabatos, llegó la Francisca haciendo sonar las bolsas que traía encima.
Había comprado un no sé qué en alguna de esas tiendas donde venden cosas aleatorias, repletas de aparatos extraños, casi todos hechos de plástico.
—Está de cumpleaños la Rocío —me dijo—. Te mandó saludos.
—Qué bacán —le dije. Sentí felicidad, a pesar de nunca haberle hablado ni conocido, aun cuando la veía casi todos los días en su casa. Y la Francisca, al igual que yo, se dio cuenta de esa atmosfera extraña, tan parecida a la de un velorio, la cual ya había empezado a levantarse desde el suelo hasta los fierros entrelazados de la mesa donde nos apoyábamos—. ¿Y tus otros hermanos no me saludaron?
—Sí, también, pero ellos no están de cumpleaños, entonces no había caso en decirlo.
—Está bien.
El encuentro fue corto. Recuerdo que, mientras le hablaba, me miraba las manos: en una muñeca llevaba una cinta que me había regalado un amigo luego de pasar a despedirme frente a su casa. Me preguntó quién me la había dado, le dije que mi hermana. Encontré placer en esa mentira, pero luego en el bus me sentí terrible y fue la primera razón para ponerme a llorar. Me voy para siempre, le dije, con tono de mala novela de la media tarde. No me respondió; sin embargo, de alguna forma, estaba empecinada en demostrarme que no le importaba. Y quizá no era una apariencia, tal vez efectivamente era así, pero justo ahora no tenía importancia. Lo mejor es que haya sido de ese modo, pues el que se estaba portando mal era yo y por eso mismo no merecía su preocupación. Luego nos tomamos de la mano. Fue triste, pero no por eso insoportable. Al soltarle los dedos, entendí que las cosas sí eran distintas, aunque no mucho: las cosas habían cambiado porque el proceso de despedida ya llegaba a su fin.
En Temuco, lo primero que hice fue subir el cerro Ñielol. Me acuerdo de casi morir cuando llegué a la cima: apenas podía respirar porque, a pesar de mi mala condición física, traté de subirlo corriendo. Luego me recuperé y caminé por un parque con árboles solitarios. Debajo de cada uno, había un letrero con su nombre; tengo más presente el del hualle: un árbol delgado lleno de grietas. Decidí bajar y me perdí por las calles aledañas. Por un rato, pensé seriamente en que me podrían asaltar, pero en una esquina me acerqué a una señora para preguntarle dónde paraban las micros y ella me explicó un par de cosas y me hizo ver que el laberinto donde estaba metido era simplemente una falsa preocupación.
La casa donde llegué a vivir era grande, más de lo esperado. Mi primo me ofreció dormir en el piso de abajo; sin embargo, yo insistí en quedarme con la habitación de arriba. Luego, cuando se puso a llover, entendí por qué era mejor escoger abajo. El viento que corre por las colinas azotaba las ventanas de la casa. Si bien todos me decían que no era la gran cosa, para mí, que apenas había conocido Concepción, era algo inquietante, por decir lo mínimo. Esa noche soñé que vivía solo, con un animal que rondaba por la casa; no alcanzaba a distinguirlo como un perro o como un gato gordo. Con el pasar de los meses las cosas se fueron hilando hasta llegar a ese punto. Una noche mi primo llegó a la casa golpeando las paredes. Por ese entonces yo no comprendía nada del alcohol ni de las drogas: recién estaba descubriendo la cerveza, se lo atribuí a eso; sin embargo, más tarde fui entendiendo que, para que una persona se vuelva loca, no es necesario meterse algo en el cuerpo. Como decía mi tía, basta con ser hombre. Un primo de mi mamá, también dueño de la casa, estaba conmigo tomando un café en la cocina, junto al salón donde daba la puerta de entrada, entonces lo vio todo. Le fui a preguntar a mi primo, medio gritando, qué chucha le pasaba: con la boca temblando, me amenazó de muerte. Mi tío trató de calmar las cosas, pero no pudo detener la pelea que ya había empezado. Los golpes de mi primo me dañaban con la misma facilidad que los perros hacen hoyos en el campo; antes de seguirme golpeando, mi tío agarró a mi primo y lo tiró arriba de una mesa que se terminó rompiendo. Al rato, lo echó de la casa y, al otro día, me echó a mí.
Me quedé un par de días en la casa de una amiga de la universidad; sin embargo, pocos días después me fui a vivir con un amigo al cual conocí en la católica de Temuco casi por accidente. Venía de vuelta de Lautaro cuando me pillé con un compañero de carrera en el terminal. Y ahí estaba el Ricardo, medio dormido porque todavía era bien temprano. Nos gustamos desde un principio: amor a primera vista, me decía, antes de irse y dejar el departamento botado sin avisar que no volvería. Me dejó las llaves y una carta que decía que el departamento era de sus papás, que se iba un tiempo y que le cuidara el espacio. Su letra ni siquiera parecía ser suya, pero no sentí miedo: las cosas suelen suceder de ese modo. Al otro día llamó su mamá a la casa y dijo que me arrendaban el lugar, respondí que sí y adopté un gato callejero.
Una amiga estaba segura de que su nombre era Juancho, pero a mí nunca me ha gustado nombrarlos como si fueran humanos; al final, decidí no llamarlo de ningún modo, lo acostumbré a reaccionar con la palabra gato y eso bastó. Luego empecé a vivir con una compañera que me empezó a gustar desde el momento en que lo llamó Poroto. Al gato le gustaba el nombre, lo dejaba notar con sus maullidos alargados cuando lo miraba y le preguntaba sobre qué opinaba de la Carlota.
La manera en que encontré al Poroto fue peculiar. Había pasado de vuelta de la universidad a la casa de donde me sacaron durante una noche de neblina. Le fui a dejar a mi tío unos papeles que necesitaba con urgencia: quería terminar el contrato de arriendo con una familia conocida de años; un mal negocio, como todos los que mi tío solía hacer sin reparo. Entonces, cuando me iba, escuché a unos gatos pelear en el techo. La calle que daba con la casa iba en subida, como una especie de colina, por lo que una parte de la techumbre quedaba a la altura de mi cabeza. Vi a un gato blanco con la cabeza negra hasta los ojos, tenía toda la espalda erizada y amenazaba a otro más grande con el cuerpo encogido: lo tenía contra la pared y, de algún modo, la imagen me terminó recordando a la pelea con mi primo. Entonces di unos golpes con la mano en los latones del techo y le grité que lo dejara tranquilo, se me quedó mirando con sus ojos gigantes. El gato grande, al percatarse de la distracción, aprovechó para escapar. Después de eso me fui. Cuando volví por última vez a la casa, lo encontré de nuevo, durmiendo en la esquina más baja de la techumbre, al verme paró la cola y me saludó. En ese momento lo tomé, lo puse dentro de mi mochila y lo llevé a la veterinaria: se quedó conmigo.
Una noche el Poroto no volvió; en realidad, ya había pasado antes, pero esa vez estaba a punto de llover, estaba preocupado: nunca había estado afuera mientras llovía. La Carla me decía que no pasaba nada, que iba a volver, que nos durmiéramos; sin embargo, simplemente no podía hacerlo y, cuando comenzaron a caer las primeras gotas, salí a buscarlo. No sé cuánto rato estuve afuera, pero no había rastro de él. Volví a la casa y la Carlota me estaba esperando con una sopa caliente. Me dio un beso y me dijo que me amaba. Le dije que también y luego nos acostamos. Al otro día, el Poroto apareció afuera de la ventana con una herida en el cuello: no era grave, pero sí lo suficientemente molesta como para que el gato no nos reconociera al momento de acercarnos. A la Carla le rasguñó la mano y a mí la cara. Tuve que luchar para poder curar sus heridas y recortarle un poco los cabellos ensangrentados alrededor de la llaga. Al final decidimos esterilizarlo: el Poroto se había transformado en un gato indoor.
Últimamente me da pánico salir a la calle, le dije a la Carlota. Cuando salía, comenzaba a sudar y a ponerme pálido, aunque no pasaba siempre; incluso, a veces, llegaba a vomitar del miedo. La Carla me dijo que era porque trabajaba mucho y debía dejar de tomar tantas responsabilidades y empezar a cuidarme más. Y claro, tenía razón, pero nunca le hice caso. Después, a la noche, mientras veíamos televisión, me confesó que se estaba acostando con una amiga hacía un tiempo. No le dije nada.
—Me quiero ir del departamento.
—Está bien —le dije. Le pregunté qué iba a hacer.
—No sé —susurró y se puso a llorar.
El Poroto debió haber intuido algo: lo sentí correr por el corredor del departamento y se fue a echar a las piernas de la Carla. Yo me quedé viendo la tele como un imbécil, porque era lo único que podía hacer en ese momento. Me dijo que el gato se llevaba mejor con ella, pero yo le pedí que me lo dejara y que, si se estresaba, se lo podía llevar. Aceptó y se fue a acostar. Yo dormí sentado; cuando desperté, estaba solo. Había olvidado lo pequeño que era el departamento. El Poroto me miraba desde la alfombra, esperando a ver qué hacía. Gracias, le dije. Entonces se paró y se fue a otro lado de la casa.
Algunas personas empezaron a llegar a dormir al lugar donde vivía: amigas y amigos de muchos lados, otras ciudades, y también un mexicano que conocí por internet en un grupo de recetas de comidas raras. Nos gustábamos; sin embargo, por alguna razón, me sentía culpable por llevar a un amante a la casa que compartía con el Poroto. Se lo expliqué a mi amigo y me dijo que estaba bien. Seguramente no me entendió y me tomó por loco, pero realmente me daba igual: me sentía bien en compañía del gato. Al tiempo, por las visitas supongo, comenzó a estresarse, se enfermó del estómago y pasó noches enteras en la veterinaria. Llamé entonces a la Carla para que se lo llevara. Hablamos un rato, cosas que no importaban, y terminó diciéndome que pasaría mañana en la mañana. Las semanas avanzaron y nunca nadie tocó la puerta. Luego de eso, el Poroto volvió a llamarse gato y, al parecer, el cambio le sentó bien.
Cerca de navidad, recibí un correo de la Francisca, donde me contaba que su madre estaba enferma y que tenía un conocido en el hospital de Temuco que podría ayudarla, me pidió alojo y yo le respondí que sí; sin embargo, quizá por no saber qué decir, en la respuesta le terminé hablando del gato y de toda la historia que nos unía. Al otro día recibí su número y empezamos a hablar por Whatsapp: vendría en unos dos meses, mientras tanto, retomamos el hábito de hablarnos casi a diario. Nos mandábamos fotos de lo que hacíamos, de los lugares que visitábamos, yo le mandaba imágenes donde salía con el gato en mi pecho, acurrucado bajo los pelos de mi barba; se ven lindos, decía la Francisca y, a un par de semanas para su llegada a Temuco, no contestó más.
Llevaba ya unos cuatro días haciendo mi práctica en un colegio de Padre las Casas: me sentía bien, había conseguido llevarme decentemente con la mayoría de las personas de por allá, incluyendo a los estudiantes. Era viernes y salí casi de noche, pues una reunión se había alargado lo suficiente como para subirme a la micro con el cuerpo destrozado; derrumbado en el asiento, comencé a sentir un poco de pánico: había pasado demasiado tiempo fuera de casa. Pensé entonces en el gato, cuando me ve así, suele acercarse a morderme los pantalones mientras se da vueltas. El pánico se fue desvaneciendo al tiempo que las luces de la calle me atravesaban la cara. Pensé que estaba en medio de una sesión de hipnosis. No me di cuenta cuando caí dormido. Soñé con el Ricardo, volvía de la nada al departamento y me abrazaba, cansado, como si el viaje le hubiera costado todo lo que tenía en el mundo. Se me vino a la cabeza que probablemente estaba soñando e irracionalmente comencé a pensar que el Ricardo había muerto y lo que estaba abrazando era un espectro, algo no humano: era una pesadilla. Desperté dos cuadras más allá del lugar donde me tenía que bajar. De vuelta a mi departamento, caminé por una callejuela por la cual nunca había pasado. Pensé en lo extraño de las calles: a pesar de ser todas iguales, se logran distinguir. Y claro, la respuesta estaba en que las casas se ordenaban de un modo distinto, nada más; sin embargo, en aquel momento no me parecía tan obvio. Para mí, lo único que existía era el cemento de la calle y la tierra de los bordes, un poco húmeda por la lluvia y también por un rastro de sangre que salía del cuerpo de mi gato, al cual, por primera vez, sentí mío, dolorosamente mío y de nadie más.
Lo llevé al veterinario temblando. Lo atendieron por amabilidad para luego decirme que sí, estaba muerto y necesitaba decidir qué iba a hacer con el cuerpo. Lo voy a cremar, dije, casi hablando solo, y así lo hicimos, en el patio de su casa porque yo no tenía jardín. Dos días después apareció la Francisca tocando la puerta del departamento. Me preguntó cómo estaba y yo le dije que me habían matado al gato. Me tomó de las manos y fue como si el tiempo se hubiera detenido. Se quedó un par de días y celebramos su cumpleaños, si bien ya había pasado, yo insistí en hacerlo y a la Francisca le pareció buena idea. La última noche traté de besarla y me rechazó. Debía volver a Santiago y me preguntó si quería ir con ella. Le dije que sí, que nos encontráramos en la terminal de buses en la mañana. Se fue a dormir a un hostal y yo me quedé viendo televisión hasta la madrugada. Llegó la hora de encontrarme en la terminal con la Francisca, tomé un abrigo y partí; llevé algunos libros también, una novela de Caicedo que no había leído nunca y unos poemas de Blanca Varela. Cuando llegué no había nadie. Esperé media hora y luego me fui. De vuelta, empecé a leer y me di cuenta de que no entendía el significado de las letras: sabía lo que decían las oraciones, pero la fuente o la impresión de la hoja me parecían extrañas. Y esperé entonces que alguien viniera a interrumpirme, algún conocido preguntando si era yo y no otra persona. Yo le diría que sí y luego nos pondríamos a hablar de cualquier cosa, entonces me invitaría a su casa y allá seguiríamos en lo mismo, riéndonos forzosamente, pero riéndonos al fin y al cabo. Me quedé esperando, haciendo como que leía los libros con el ceño fruncido, me bajé del bus y entré al departamento… y todavía seguía esperando. Me senté en el sillón de la sala, miré los muebles que me rodeaban, los reflejos de mi figura, trastocados por la superficie irregular de los vidrios de los relojes y las despensas, y ahí me quedé, esperando; lo cierto es que nunca pasó nada. Luego me quedé dormido y el resto ya no lo recuerdo.
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