Por Alejandra Carolina Villanueva Martínez
Me despierto en la mañana cuando un rayo de luz entra por la ventana y me pega en la cara. Por unos momentos no pienso en nada. Es tan bonito ese momento al despertar de un sueño en el que no recuerdas nada, ni quién eres, ni qué ha pasado, nada. Solo sabes que existes, que estás viva y eso es suficiente.
Después de unos segundos me doy cuenta de que estoy en una cama que no es la mía, lo cual me distrae de la fantasía en la que estaba metida y me devuelve a la realidad, mi realidad. Comienzo a recordar todo lo que ha pasado, lentamente vuelve a mí la escena de hace días en la que hemos dejado a mi papá en otro lugar y hemos huido de la casa en la noche. En lo que él dormía, mi mamá arrastraba a mis hermanas en la oscuridad hacia la nada mientras me decía que tenía que seguirle el paso y no quedarme atrás, que tenía que ser valiente para poder salir de esto juntas.
Miro alrededor buscando a mi mamá y a mis hermanas, sabiendo que ellas siempre me tranquiliza. Al verlas dormidas a mi lado me siento mejor, tranquila, y siento que mi nueva calma me anima a volver a dormir, pero no puedo. Sigo pensando en los gritos que hemos dejado atrás, en todo lo malo. Solo puedo pensar en que todo pasó tan rápido y que no puedo volver, que tal vez nunca pueda. Pienso en la casa en la que estoy, que no es mía, en esta cama que tampoco es mía y en cómo he estado aquí desde hace días. Mi mamá parece preocupada, lo puedo notar, como si lo que hemos dejado atrás no fuera suficiente y aún algo la atormentara por las noches. Pienso que ya no quiere dormir, o no puede, como si un fantasma la mantuviera despierta solo para recordarle su desgracia. Tampoco puedo evitar pensar en mis hermanas, mis pobres hermanas que no tienen la culpa de nada pero que siempre les ha pasado de todo, que no saben por qué hemos huido ni por qué mamá está triste o por qué papá ya no está, que tienen hambre y no las puedo ayudar, no con esto, no esta vez.
Presto atención a un crujido en la cama mientras siento cómo mi mamá se levanta lentamente para no despertarnos. Percibo cómo camina hasta el final de la habitación y sale del cuarto como un lobo silencioso. En el fondo, espero que vaya a la cocina a preparar algo de desayunar, hace días que no como nada más que pan duro y me muero de hambre.
Después de un rato, escucho a mi mamá volver a la habitación. Siento la presión de su rodilla sobre la cama. Está susurrando algo, pero no puedo oírla muy bien y siento algo mojado derramándose sobre mi brazo. Mis instintos me gritan que algo está pasando, así que abro los ojos y veo sangre, sangre que no es mía ni tampoco de ella, pertenece a mis hermanas, a mis pobres hermanas que no tienen la culpa de nada pero que siempre les ha pasado de todo. De repente la veo a ella, sostiene un cuchillo, parece fuera de control. Trato de llamarla pero parece ida. Estoy confundida, no entiendo nada y me está asustando. Quiero gritar pero tengo un nudo enorme en la garganta y me paralizo, nunca la había visto así, tan ausente, tan inhumana.
Una vez que la fuerza vuelve a mi cuerpo intento pararme, pero me agarra de los hombros y me sostiene sobre la cama. Por fin puedo oír lo que está diciendo, es un perdón. Al principio no lo entiendo hasta que siento el cuchillo deslizándose por mi garganta, está frío y quema al contacto con mi piel. La siento desgarrarse y abrirle paso a la sangre que brota a montones y que al salir rápidamente me va asfixiando, dejándome sin poder hablar. Siento mi blusa poniéndose cada vez más mojada y pesada y mi visión nublándose poco a poco. Al final, lo último que alcanzo a ver es su cara, esa cara que tanto amo, la cara de mi madre, esa madre que me ha cuidado por casi 15 años, que se quedaba conmigo en las noches cuando tenía miedo y me cantaba canciones de cuna, que me cuidaba cada vez que me enfermaba y me llevaba todos los días a la escuela. Mientras su cara me lleva hacia el pasado, quedo tendida en la cama sin poder moverme y siguiendo el mismo destino que mis hermanas.
No puedo evitar pensar en todo lo que no hice, lo que no pude hacer, lo que me arrebataron. Nunca tendré mi primer beso ni mi primer baile, nunca más podré ir a la escuela ni ver a mis amigos, no tendré mi primer novio ni podré graduarme. Nunca me casaré ni tendré hijos a los que ame más que a mí misma, nunca podré crecer. Y al final así quedo, sola, en el fondo, donde siempre he estado. Probablemente estoy en una nota más del periódico en la que no tengo nombre y, como siempre, nada es mío.
Categories: El cuento en cuarentena, General