El cuento en cuarentena

El cuento en cuarentena | Hipocondría

Por Christian Arely Sandoval Hernández

La desagradable y forzada tos que se escuchó a través del intercomunicador antes que la recepcionista le hizo saber anticipadamente quién era su próximo paciente.

—Doctor, es la señora Tejeda.

—Hm. Que me espere dos minutos, señorita.

El médico se presiona los ojos con índice y pulgar. La imagen de Patricia, la enfermera en turno, se le distorsiona por un momento. Cuando la recupera en una sola imagen enfocada, dice:

—La hipocondríaca otra vez… “Doctor, siento dolores como pinchazos”, “Doctor, la vista se me nubla por momentos”. Una ocupación es lo que le hace falta, otro hijo… Desde que el más chico se graduó no hace otra cosa que juntar gatos e inventarse males que ningún medicamento quita. Ahorita que entre va a decir “Doctor, me estoy muriendo”. Como el día de la mancha:

—Véala, doctor. Me da pena molestarlo, pero me causa tanta angustia. Está acá, bajo el brazo.

—Señora, es una mancha nada más. Cosas así le salen a uno todo el tiempo.

—Pero es que me duele. Además, como que me cuesta bajar los brazos…

—Seguro que ya la tenía, nada más se le oscureció. ¡Pero como se está busque y busque!

Patricia observa al médico, sin saber si ya puede dejar entrar o no a la señora Tejeda.

—La semana pasada también vino.

—Es que no me siento bien, doctor. Ando estos días con una sensación de desespero y de muerte.

—Señora, ya le mandamos a hacer estudios de sangre, cultivos de todo, el test de la tiroides, el de Lyme, raspados en una parte y en otra. ¿Qué le hemos encontrado?

—Nada, doctor.

—Eso, madre: nada.

—Pero…

—¿Pero qué? ¡Señora, por Dios! 

—Y… ¿si fuera algo que no se ha descubierto antes?

—¿Como qué?

—Algo nuevo, usted sabe, algo que no se haya presentado en alguien ya.

—Le voy a hacer una pregunta, señora Tejeda. ¿Usted es médico?

—No, pero yo siento que está aquí. Avanza lentamente, insidiosamente, y me pudre desde adentro.

—Usted ya ha visto a otros médicos y ahora viene también conmigo. Yo, como dermatólogo, le digo que no tiene nada. ¿Quién va a saber más, usted o yo?

—U-ust…

—¡Entonces no me salga con esas cosas! Tiene estrés, incluso puede ser un trastorno esquizoide. Está somatizando todo.

—¿No tengo nada?

—Nada grave.

—Le recomendé un medicamento y la canalicé al psiquiatra para que le ajustara la dosis. No me sorprendería que le sugiriera que se interne un rato. Me parece algo prudente. De verdad, señorita Patricia, estas histéricas me tienen…

La enfermera, asumiendo que el médico había terminado, hizo entrar a la señora Tejeda, que tenía el rostro envuelto en una mascada de seda. ¿En qué momento le tomó la presión?

—Doctor…

—¿Ahora qué, madre? Diga qué le pasa hoy.

Ella se retira la prenda y lo mira a través de unas fibrosidades amarillentas que le cubren los ojos, impidiéndole abrirlos del todo. Detrás de eso, se observan unas pupilas de un azul emborronado que antes solían ser castañas. La piel de su rostro está hinchada al doble de su tamaño y surcada de venas color negro. Antes de poder decir nada, cae al suelo. El médico intenta alzarla. Entonces le siente un par de bultos acuosos bajo los brazos, como un grupo de ámpulas. Varias reventaron. Su contenido traspasó la tela de la blusa, mojando las manos del doctor. De inmediato la hizo internar tres pisos arriba.

¿Qué misteriosa viremia estaba atacando la señora Tejeda? Nunca antes había visto nada semejante. Buscó en  la página de la Dirección Estatal de Epidemiología, pero no halló información útil. Sus colegas del foro “Mediquo”, que nada sabían al respecto, prometieron investigar por su lado. Incluso escribió a un viejo amigo, compañero de la universidad, que ahora se dedicaba a la investigación en el mismo lugar. Él le contestó que no había visto o escuchado sobre algo así y le pidió que, de ser posible, le enviara una muestra de sangre.

Eso era lo que estaba esperando desde ayer, que en el hospital le entregaran los primeros resultados de los análisis de sangre y médula espinal. No había dormido bien en esos 3 días. La sensación de los bultos no abandonaba sus palmas y un nerviosismo persistente lo hacía ducharse dos veces al día. Fue ahí en la regadera cuando se encontró una extraña mancha en el costado,  bajo el brazo.

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