El cuento en cuarentena

El cuento en cuarentena | Llegóóó el afilador: él gritaba

Por Valentín Chantaca González

Hágame caso, mi comandante, ninguna de estas gentes sabrá contarle lo que pasó en este lugar. Los chismosos se asoman hasta que acaban las desgracias, nomás a esparcir dimes y diretes. Ni siquiera la doña podrá darle razón del asunto, ai sigue tumbada. Mírela toda ida, con los ojos cerrados y las manos apretadas. Así seguirá otro rato, hágame caso. Usté confíe, yo he estado aquí desde el principio. Yo le diré toda la verdad, solo la verdad.

Era por ai del mediodía cuando empezó el desmadre. Aquí uno sabe la hora por cómo se pone la calor, ni hace falta asomarse a los relojes. Era mediodía, el sol ardiendo a la chingada. Mi comandante seguro viene del cuartel de allá’rriba en el monte, ¿a poco no, primo? Lo sé, aunque traiga tapada la insignia de su batallón. Allá’rriba el aire es fresco y no se siente la quemazón como se siente aquí. Allá no les importa lo que nos pase aquí.

Poco a poco cambia todo, ¿a poco no? Nuestros hijos se nos marchan allá con ustedes, disque para luchar por la libertad y para servir a la patria. Nosotros sabemos que se van para servirse a diario con un plato que aquí no podrán comer. Luego ya no regresan y mejor jalan para otros lados. Aquí nos hemos quedado los más viejos, los que no queremos irnos. Por eso cuidamos tanto a los chiquillos que no se han ido, porque sabemos que cualquier día de estos nomás ellos quedarán para enterrarnos.

Usté sabe que este pueblo es calmado, mi comandante, pero no se crea. Ahora lo ve tranquilo y limpio, pero antes estaba bien jodido. Fuimos los vecinos, los que somos de aquí, quienes lo salvamos de los gandallas y de los narcos. Cabrones, pues, querían atascarse todo. Durante años pasaron ocurrencias muy tristes en estas calles: secuestros, violaciones, tiroteos. Hartos muertos, hartas lágrimas. A todas horas, en todos lados. Muchos ya habíamos perdido la esperanza. En las madrugadas se levantaban los cadáveres fríos y por las tardes ya teníamos cuerpos tibios desangrándose en las banquetas. Era como si tomaran turnos para morirse, como si hubiera una larga fila de condenados. Uno tras otro se morían, la mayoría puros chamacos, puros morritos podridos antes de tiempo.

Los políticos ausentes, la policía comprada y el ejército en la pendeja. ¿A poco no, primo? No nos quedó de otra y nos juntamos a platicar. Algo que suena tan sencillo, pero que siempre se complica por pendejadas. Algunos vecinos casi vinieron a la fuerza, otros hasta se contentaron de rencores pasados. Nos juntamos en varias casas y platicamos muchos días. A veces gritamos y alzamos las manos. A veces volaron madrazos, pero al final lo logramos.

Establecimos los acuerdos y escribimos las nuevas leyes. Ni me pregunte cuáles son, mi comandante, porque no se las diré. Las leyes son secreto, solo las conocemos los de aquí. Fue por aquel entonces cuando aparecieron chingo de culeros muertos, ¿se acuerda? Colgados en los postes y salpicados debajo de los puentes. Rateros, violadores y toda esa calaña. Nadie reportaba nada y la policía ni se metía. Ahora lo ve tranquilo, pero no se crea.

No se lo niego, sí hay gentes que se aprovechan de las nuevas leyes para ajustarse cuentas. Es lo que permiten. Uno siempre se cobra lo que le deben, el pueblo apoya cuando se ocupa. Chingado, ya le dije una de ellas sin querer.

Somos hartos changos los que trabajamos con las manos, ya se acabaron los pocos lugares en las fábricas y en las tiendas. Los negocios se han ido, pero en la temporada de flores llegan bastantes turistas. De aí sacamos algunos pesos para aguantar el resto del año. Quién sabe si volverán después de esta desgracia. A este barrio vengo seguido y los vecinos siempre tienen encargos. Algo le aseguro: esto no pasó por casualidad, alguien tenía la mala intención.

Este chavo… el afilador, era medio nuevo en el pueblo. Tampoco levante la ceja, mi comandante, no le estoy contando cuentos. Somos estrictos con las leyes, pero aquí todavía caben otros. Nomás les dejamos claro cómo está el asunto desde el principio, cada uno sabe si se queda o si se va. Este pobre diablo se quedó. Dicen que era un migrante y que había llegado con el grupo grande que acampaba en las vías. Sus compatriotas se pelaron enseguida.

A lo mucho tendría dieciséis años, ya lo había visto varias veces. Trabajaba bien y hacía jales por todos lados. En una ocasión lo vi cambiando focos en la carnicería y al día siguiente vendiendo chicles en el centro. Estaba chavo y trabajaba bien. Apenas llevaba un par de meses por aquí cuando se compró la máquina para afilar. Sencilla y resistente. Hasta se le quitó la mala cara que siempre traía, hasta empezó a sonreír el condenado.

Al principio se cargaba la máquina en la espalda, recorría los barrios y las colonias caminando. Hacía mucho que no había afiladores a pie, así que rápido se hizo de clientes. Las personas recordaron los tiempos pasados, los tiempos de antes cuando todavía se podía confiar en los extraños. Usté también debe acordarse, mi comandante. Se les ofrecía vasos de agua helada o se les invitaba a descansar bajo la sombra de los árboles. Las personas eran así, antes eran confiadas. Pero pronto se acordaron de los malos tiempos, los tiempos cercanos, y también aprovecharon la oportunidad para afilar los machetes oxidados.

Este chavo, fíjese nomás lo que hizo. Cuando ahorró unos pesos, se compró una bicicleta vieja en los remates y le mandó montar la máquina. Por ai lo veía, de arriba pa’bajo. Siempre avisaba cuando iba a llegar. Primero aventaba un silbido, largo y chillón, lo sostenía hasta que se quedaba sin aire. Luego recuperaba el viento y venía el grito, ya todos lo reconocíamos. Su grito que sonaba tan chistoso, con su voz de muchachito que quería ser hombre. Clarito lo oigo, me resuena en las orejas. Se lo juro, lo oigo como si él siguiera aquí.

El día que se armó el desmadre yo estaba en aquella tiendita. Desde la esquina escuché todo el chisme, de reojo los veía. Ella empezó, eso lo puedo asegurar. Bien que conozco a esa doña. Dicen que quedó loquita cuando su hija se fue de la casa y le dejó botado al nieto. Que disque se habían peleado porque expulsaron al niño de la escuela y la hija mejor se fugó con un soldado. Igual hasta fue con alguno de sus desertores, mi comandante. Quién sabe, ya sabe que las gentes hablan por hablar. Ella empezó, pero el chavo no debió seguirle.

La doña lleva rato así de roñosa y nomás va de mal en peor. Le ordena al nieto que le diga mamá en vez de abuela, él obedece porque le teme a sus pellizcos. Por eso no le hago caso, aunque siempre nos mienta la madre a los trabajadores. Nosotros tenemos arreglo con la dueña de la tienda y hasta nos pone unas sillas afuera del local para agarrar el fresco. Aquí descansamos entre un encargo y otro. Pero la doña no entiende, ya no le funciona el seso. Usté sabe, es como si ya no fuera parte del presente. Usté sabe de qué le hablo.

Yo empecé temprano ese día y ya había sacado unos buenos centavos para el almuerzo. Fui a sentarme a las sillas de la tienda, pedí un cigarro y una cerveza. La doña estaba barriendo frente a su casa, apenas eran unos pasos de distancia. Me extrañó verla a esa hora, porque su nieto es el que siempre sale a barrer el empedrado. Ahora que lo pienso, ni siquiera juntaba las hojas, nomás las aventaba de un lado pal’otro.

Clarito oí que me dijo una grosería, pero ni le hice caso. Que pinche borracho y que no sé qué. No crea que nos la vivimos tomando. La dueña nos vende nomás unas cuantas para que nada se salga de control, es parte de las leyes. Y fíjese, aun así pasan las cosas que pasan.

Primero el silbido. Aunque ya me resultaba familiar, en ese momento sentí calosfríos. Se me entumieron las manos y los pies, como si el cuerpo me diera un aviso. Después vino el grito. Era la misma voz, pero como si hubiera cambiado. Como si fuera de alguien más.

La doña llamó al chavo y él pedaleó más fuerte. Hablaron y ella entró a su casa. Volvió a salir en lo que le di un trago a mi cerveza. El chavo le recibió unas tijeras de jardín, de esas toscas que se usan para cortar ramas y hojas grandes. En chinga se puso a afilar, a mí se me hizo bien raro. Ya nadie cuidaba ese jardín y ella tampoco lo atendía. No pasaron ni cinco minutos cuando pasó lo que me esperaba: la doña se puso a reclamar.

Que si se habían doblado las tijeras, que era un hijo de la chingada y un ladrón, que se regresara a su país de changos y plátanos; fue bien grosera. El chavo aguantó, segurito que varias le dolieron, pero aguantó lo que pudo. La doña nomás quería desquitarse.

Cuando le colmó la paciencia, el chavo aventó las tijeras al suelo y se dio la vuelta. Las aventó sin pensarlo. Imagínese nomás la chingadera: de pura chiripa rebotaron y el filo alcanzó la pata de la doña. Un corte leve, un rasguñito. El problema es que brotó sangre, apenas unas gotas. En cuanto vi rojo, di el último trago y me crucé la calle. Sabía que se iba a armar en chinga. La doña aullaba en vez de gritar, sonaba como si la estuvieran despellejando viva. En eso que se asoma la dueña de la tienda y el nieto sale de la casa. En cuanto vio a su abuela, se echó a correr. No paró hasta la esquina y luego torció pal’callejón. La dueña de la tienda fue al teléfono público y marcó un número. Era por ai del mediodía.

Yo disque me puse a recoger basura de la calle, puro farol. El chavo intentaba tranquilizarla. Le pedía perdón, yo lo escuché, y se sorbía los mocos. Era un chavo, después de todo. Se puso a chillar enseguida. Sacó un trapo mugroso que traía en el pantalón e intentó limpiar la herida. La doña le alejaba las manos y seguía gritando. Gritos y gritos.

Por un lado de la calle llegó el nieto, pero ya no venía solo. Lo acompañaban tres de sus tíos, así le dice a los que fueron amantes de su madre. En el extremo de la tienda se reunieron otros cuatro, se acercaron casi de puntitas. El chavo ni los vio venir de tantas lágrimas que tenía en los ojos. Entre todos se amontonaron y le partieron el hocico.

En el suelo lo agarraron a palos y a golpes, hasta acabaron jadeando los desgraciados. También fue cuando le sacaron el ojo derecho. Pero no se lo botaron de una patada, como le habían dicho, mi comandante. La verdad es que usaron un desarmador. Poco a poco llegaron más, ya sabe cómo son las gentes.

Primero se acercaron y nomás vieron. Los que ya habían perdido el control se turnaban para torturar al chavo. Trajeron una caja de herramientas, pero seguro que ya desapareció. Usaron pinzas, clavos y navajas. Cuando estaba consciente, el chavo gritaba hasta que se le ponían morados los labios. En algún momento, alguien le arrancó el ojo izquierdo y se echó a correr, pero nadie lo persiguió. Sería caníbal o satanista. Tal vez luego lo encontremos.

Apenas había pasado media hora y ya estaban reunidos más de cien. Lo que siguió nadie podrá contárselo con todos los detalles, hasta yo tuve que voltearme algunas veces. No soporté ver tanta maldad. Imagínese, hasta los más chiquillos se animaron a cortarle la piel. Bastaron unas palabras de la doña para que todos se le echaran encima, para que lo hicieran pedazos. Lo mataron lento. Lo último que vi fue cuando agarraron las tijeras que él mismo había afilado y le separaron la cabeza del pescuezo. Trabajaba bien, las dejó bien filosas.

Por eso le digo que me haga caso, mejor váyanse de aquí. Ya se juntaron muchos y usté no tiene tantos hombres en su compañía. Segurito nos matan a unos cuantos, pero de ai no pasa. Ya les entregamos los restos del cuerpo, pero la cabeza se queda con nosotros. Así lo dicen nuestras leyes. Mire, mejor vuelva mañana con refuerzos y le aseguro que todo estará más tranquilo. Hágame caso, mi comandante, ¿o es que todavía no confía en mi palabra? Ya se lo dije, lo que le he contado es toda la verdad. Solo la verdad.

Poco a poco cambia todo, ¿a poco no? Nuestros hijos se nos marchan allá con ustedes, disque para luchar por la libertad y para servir a la patria. Nosotros sabemos que se van para servirse a diario con un plato que aquí no podrán comer. Luego ya no regresan y mejor jalan para otros lados. Aquí nos hemos quedado los más viejos, los que no queremos irnos. Por eso cuidamos tanto a los chiquillos que no se han ido, porque sabemos que cualquier día de estos nomás ellos quedarán para enterrarnos.

Usté sabe que este pueblo es calmado, mi comandante, pero no se crea. Ahora lo ve tranquilo y limpio, pero antes estaba bien jodido. Fuimos los vecinos, los que somos de aquí, quienes lo salvamos de los gandallas y de los narcos. Cabrones, pues, querían atascarse todo. Durante años pasaron ocurrencias muy tristes en estas calles: secuestros, violaciones, tiroteos. Hartos muertos, hartas lágrimas. A todas horas, en todos lados. Muchos ya habíamos perdido la esperanza. En las madrugadas se levantaban los cadáveres fríos y por las tardes ya teníamos cuerpos tibios desangrándose en las banquetas. Era como si tomaran turnos para morirse, como si hubiera una larga fila de condenados. Uno tras otro se morían, la mayoría puros chamacos, puros morritos podridos antes de tiempo.

Los políticos ausentes, la policía comprada y el ejército en la pendeja. ¿A poco no, primo? No nos quedó de otra y nos juntamos a platicar. Algo que suena tan sencillo, pero que siempre se complica por pendejadas. Algunos vecinos casi vinieron a la fuerza, otros hasta se contentaron de rencores pasados. Nos juntamos en varias casas y platicamos muchos días. A veces gritamos y alzamos las manos. A veces volaron madrazos, pero al final lo logramos.

Establecimos los acuerdos y escribimos las nuevas leyes. Ni me pregunte cuáles son, mi comandante, porque no se las diré. Las leyes son secreto, solo las conocemos los de aquí. Fue por aquel entonces cuando aparecieron chingo de culeros muertos, ¿se acuerda? Colgados en los postes y salpicados debajo de los puentes. Rateros, violadores y toda esa calaña. Nadie reportaba nada y la policía ni se metía. Ahora lo ve tranquilo, pero no se crea.

No se lo niego, sí hay gentes que se aprovechan de las nuevas leyes para ajustarse cuentas. Es lo que permiten. Uno siempre se cobra lo que le deben, el pueblo apoya cuando se ocupa. Chingado, ya le dije una de ellas sin querer.

Somos hartos changos los que trabajamos con las manos, ya se acabaron los pocos lugares en las fábricas y en las tiendas. Los negocios se han ido, pero en la temporada de flores llegan bastantes turistas. De aí sacamos algunos pesos para aguantar el resto del año. Quién sabe si volverán después de esta desgracia. A este barrio vengo seguido y los vecinos siempre tienen encargos. Algo le aseguro: esto no pasó por casualidad, alguien tenía la mala intención.

Este chavo… el afilador, era medio nuevo en el pueblo. Tampoco levante la ceja, mi comandante, no le estoy contando cuentos. Somos estrictos con las leyes, pero aquí todavía caben otros. Nomás les dejamos claro cómo está el asunto desde el principio, cada uno sabe si se queda o si se va. Este pobre diablo se quedó. Dicen que era un migrante y que había llegado con el grupo grande que acampaba en las vías. Sus compatriotas se pelaron enseguida.

A lo mucho tendría dieciséis años, ya lo había visto varias veces. Trabajaba bien y hacía jales por todos lados. En una ocasión lo vi cambiando focos en la carnicería y al día siguiente vendiendo chicles en el centro. Estaba chavo y trabajaba bien. Apenas llevaba un par de meses por aquí cuando se compró la máquina para afilar. Sencilla y resistente. Hasta se le quitó la mala cara que siempre traía, hasta empezó a sonreír el condenado.

Al principio se cargaba la máquina en la espalda, recorría los barrios y las colonias caminando. Hacía mucho que no había afiladores a pie, así que rápido se hizo de clientes. Las personas recordaron los tiempos pasados, los tiempos de antes cuando todavía se podía confiar en los extraños. Usté también debe acordarse, mi comandante. Se les ofrecía vasos de agua helada o se les invitaba a descansar bajo la sombra de los árboles. Las personas eran así, antes eran confiadas. Pero pronto se acordaron de los malos tiempos, los tiempos cercanos, y también aprovecharon la oportunidad para afilar los machetes oxidados.

Este chavo, fíjese nomás lo que hizo. Cuando ahorró unos pesos, se compró una bicicleta vieja en los remates y le mandó montar la máquina. Por ai lo veía, de arriba pa’bajo. Siempre avisaba cuando iba a llegar. Primero aventaba un silbido, largo y chillón, lo sostenía hasta que se quedaba sin aire. Luego recuperaba el viento y venía el grito, ya todos lo reconocíamos. Su grito que sonaba tan chistoso, con su voz de muchachito que quería ser hombre. Clarito lo oigo, me resuena en las orejas. Se lo juro, lo oigo como si él siguiera aquí.

El día que se armó el desmadre yo estaba en aquella tiendita. Desde la esquina escuché todo el chisme, de reojo los veía. Ella empezó, eso lo puedo asegurar. Bien que conozco a esa doña. Dicen que quedó loquita cuando su hija se fue de la casa y le dejó botado al nieto. Que disque se habían peleado porque expulsaron al niño de la escuela y la hija mejor se fugó con un soldado. Igual hasta fue con alguno de sus desertores, mi comandante. Quién sabe, ya sabe que las gentes hablan por hablar. Ella empezó, pero el chavo no debió seguirle.

La doña lleva rato así de roñosa y nomás va de mal en peor. Le ordena al nieto que le diga mamá en vez de abuela, él obedece porque le teme a sus pellizcos. Por eso no le hago caso, aunque siempre nos mienta la madre a los trabajadores. Nosotros tenemos arreglo con la dueña de la tienda y hasta nos pone unas sillas afuera del local para agarrar el fresco. Aquí descansamos entre un encargo y otro. Pero la doña no entiende, ya no le funciona el seso. Usté sabe, es como si ya no fuera parte del presente. Usté sabe de qué le hablo.

Yo empecé temprano ese día y ya había sacado unos buenos centavos para el almuerzo. Fui a sentarme a las sillas de la tienda, pedí un cigarro y una cerveza. La doña estaba barriendo frente a su casa, apenas eran unos pasos de distancia. Me extrañó verla a esa hora, porque su nieto es el que siempre sale a barrer el empedrado. Ahora que lo pienso, ni siquiera juntaba las hojas, nomás las aventaba de un lado pal’otro.

Clarito oí que me dijo una grosería, pero ni le hice caso. Que pinche borracho y que no sé qué. No crea que nos la vivimos tomando. La dueña nos vende nomás unas cuantas para que nada se salga de control, es parte de las leyes. Y fíjese, aun así pasan las cosas que pasan.

Primero el silbido. Aunque ya me resultaba familiar, en ese momento sentí calosfríos. Se me entumieron las manos y los pies, como si el cuerpo me diera un aviso. Después vino el grito. Era la misma voz, pero como si hubiera cambiado. Como si fuera de alguien más.

La doña llamó al chavo y él pedaleó más fuerte. Hablaron y ella entró a su casa. Volvió a salir en lo que le di un trago a mi cerveza. El chavo le recibió unas tijeras de jardín, de esas toscas que se usan para cortar ramas y hojas grandes. En chinga se puso a afilar, a mí se me hizo bien raro. Ya nadie cuidaba ese jardín y ella tampoco lo atendía. No pasaron ni cinco minutos cuando pasó lo que me esperaba: la doña se puso a reclamar.

Que si se habían doblado las tijeras, que era un hijo de la chingada y un ladrón, que se regresara a su país de changos y plátanos; fue bien grosera. El chavo aguantó, segurito que varias le dolieron, pero aguantó lo que pudo. La doña nomás quería desquitarse.

Cuando le colmó la paciencia, el chavo aventó las tijeras al suelo y se dio la vuelta. Las aventó sin pensarlo. Imagínese nomás la chingadera: de pura chiripa rebotaron y el filo alcanzó la pata de la doña. Un corte leve, un rasguñito. El problema es que brotó sangre, apenas unas gotas. En cuanto vi rojo, di el último trago y me crucé la calle. Sabía que se iba a armar en chinga. La doña aullaba en vez de gritar, sonaba como si la estuvieran despellejando viva. En eso que se asoma la dueña de la tienda y el nieto sale de la casa. En cuanto vio a su abuela, se echó a correr. No paró hasta la esquina y luego torció pal’callejón. La dueña de la tienda fue al teléfono público y marcó un número. Era por ai del mediodía.

Yo disque me puse a recoger basura de la calle, puro farol. El chavo intentaba tranquilizarla. Le pedía perdón, yo lo escuché, y se sorbía los mocos. Era un chavo, después de todo. Se puso a chillar enseguida. Sacó un trapo mugroso que traía en el pantalón e intentó limpiar la herida. La doña le alejaba las manos y seguía gritando. Gritos y gritos.

Por un lado de la calle llegó el nieto, pero ya no venía solo. Lo acompañaban tres de sus tíos, así le dice a los que fueron amantes de su madre. En el extremo de la tienda se reunieron otros cuatro, se acercaron casi de puntitas. El chavo ni los vio venir de tantas lágrimas que tenía en los ojos. Entre todos se amontonaron y le partieron el hocico.

En el suelo lo agarraron a palos y a golpes, hasta acabaron jadeando los desgraciados. También fue cuando le sacaron el ojo derecho. Pero no se lo botaron de una patada, como le habían dicho, mi comandante. La verdad es que usaron un desarmador. Poco a poco llegaron más, ya sabe cómo son las gentes.

Primero se acercaron y nomás vieron. Los que ya habían perdido el control se turnaban para torturar al chavo. Trajeron una caja de herramientas, pero seguro que ya desapareció. Usaron pinzas, clavos y navajas. Cuando estaba consciente, el chavo gritaba hasta que se le ponían morados los labios. En algún momento, alguien le arrancó el ojo izquierdo y se echó a correr, pero nadie lo persiguió. Sería caníbal o satanista. Tal vez luego lo encontremos.

Apenas había pasado media hora y ya estaban reunidos más de cien. Lo que siguió nadie podrá contárselo con todos los detalles, hasta yo tuve que voltearme algunas veces. No soporté ver tanta maldad. Imagínese, hasta los más chiquillos se animaron a cortarle la piel. Bastaron unas palabras de la doña para que todos se le echaran encima, para que lo hicieran pedazos. Lo mataron lento. Lo último que vi fue cuando agarraron las tijeras que él mismo había afilado y le separaron la cabeza del pescuezo. Trabajaba bien, las dejó bien filosas.

Por eso le digo que me haga caso, mejor váyanse de aquí. Ya se juntaron muchos y usté no tiene tantos hombres en su compañía. Segurito nos matan a unos cuantos, pero de ai no pasa. Ya les entregamos los restos del cuerpo, pero la cabeza se queda con nosotros. Así lo dicen nuestras leyes. Mire, mejor vuelva mañana con refuerzos y le aseguro que todo estará más tranquilo. Hágame caso, mi comandante, ¿o es que todavía no confía en mi palabra? Ya se lo dije, lo que le he contado es toda la verdad. Solo la verdad.

Deja un comentario