El cuento en cuarentena

El cuento en cuarentena | Y hoy todo es diferente

Por Ángel Zuare

Bueno, no todo realmente. Tampoco es totalmente diferente. Mi cama sigue igual, con sus sábanas cubiertas de manchas amarillentas y oliendo a humedad. El piso sigue helado y la tubería del sanitario vibra un par de segundos luego de cada descarga del inodoro. Sobre la mesa sigue la misma taza de café soluble y una pieza de pan dulce que se ha resecado porque, de nuevo, no he cerrado la bolsa después de haber tomado una pieza la noche anterior para acompañar mi último café del día.

Mientras, repasaba el periódico, fingiendo entender las notas de política y los índices financieros antes de pasar a las notas deportivas, de espectáculos y la nota roja. Esta última tenía cada vez más planas desde los últimos días. Finalmente hojeé los anuncios clasificados donde mucha gente está vendiendo sus propiedades recientemente, en algunos casos a precios de risa. No es de sorprenderse. Lo único que esta gente desea es salir de la ciudad lo más pronto posible, motivados por la idea de que algo como lo que ocurrió hace unos días pudiese volver a suceder.

Últimamente, recostado en la cama, mientras doy vueltas por el insomnio y abrazo la segunda almohada, pienso que tal vez sea el momento de invertir en bienes raíces. Podría comprar una propiedad para alquilarla o revenderla, hacer algo con ese dinero que solo está sumando intereses y ganancias para otros en el banco.

Antes de conciliar el sueño imagino que el dinero que me legaron mis padres se convierte en un líquido brillante que se fuga de una bóveda bancaria imaginaria, tal como se ve en las películas. Flota en un cielo oscuro donde se une a otros flujos similares y se mezclan en un mar de dinero líquido. Entonces hombres y mujeres, que visten rígidos trajes ejecutivos, toman, manipulan y retuercen ese líquido, exprimiéndole un brillo que desprende para después entregárselo a alguien más que pacientemente los espera, sentado ante una mesa de cafetería a la vez que sostiene una taza humeante en una mano y un periódico en la otra. Luego los hombres y mujeres de trajes ejecutivos regresan aquel mar brillante a sus flujos originales y de vuelta a las bóvedas, donde se condensa y regresa a su estado de papel y metal habitual.

Cuando despierto pienso: ¿por qué no puedo ser yo esa persona sentada en un café, con una taza en la mano y un periódico en la otra? Y también me burlo de mí mismo, preguntándome quién lee periódicos actualmente.

Pero es la verdad, me encantan los periódicos. Me encanta la sensación del papel entre las manos y cómo la tinta mancha la yema de los dedos. Me gusta la sensación del bulto que hacen bajo el brazo, absorbiendo el sudor de las axilas a través de una camisa barata y un saco que ya necesita visitar la tintorería. Disfruto pensar que aún puedo enterarme, antes y mejor que nadie, de las noticias más importantes leyendo aquellas planas de papel incómodamente grandes y que no se actualizan automáticamente al presionar un par de teclas, ni te arrojan notificaciones a tu pantalla con una luz mortecina que te impide conciliar el sueño.

Las calles aledañas a la casa también son las mismas. La alcaldía ya ha limpiado la mayoría de las fachadas vandalizadas, dejando solo algunas manchas cobrizas en puertas y marcos de ventanas que podrán cubrirse con algunas capas de pintura.

El viaje en el metro también es igual, aunque las personas ahora prefieren viajar de pie para mantener la mayor distancia posible unos de otros, apoyando sus espaldas contra algún muro, un tubo o la puerta del vagón. Algunos de los que viajan sentados o a la mitad del vagón giran su cabeza a todos lados alternativamente, como si temieran que alguien se les acercara demasiado, y se alejan con pasos nerviosos si eso ocurre. Los otros, en cambio, mantienen su mirada baja y los hombros caídos, como si cargaran un profundo pesar, tal vez sobre algo que hicieron aquella noche, quizá en estos mismo vagones.

Algunas declaraciones que leí en mis periódicos, en días posteriores a lo ocurrido, decían que, si bien las situaciones que se dieron en las calles de la ciudad esa noche fueron muy intensas, en los vagones del metro fue un escenario completamente dantesco. Eso último lo leí en El Gráfico. Dantesco. Me gusta cómo usan esa palabra con pretensiones de alta cultura, aunque es posible que ninguno de sus redactores haya leído La Divina Comedia en su vida.

El día de hoy don Gustavo y su triciclo de carga, con su obligada canasta de pan y su maltratada cafetera industrial, no se encuentra en la esquina de costumbre, a una cuadra de la oficina. Susurro una maldición para su madre mientras me veo obligado a regresar por mi camino un par de cuadras hasta el Seven, donde me preparo un vaso grande de café cargado, con doble ración de crema y triple de azúcar. Las mañanas y las noches no me saben sin café. La pieza de pan es opcional, el café es lo que necesito realmente. La gente dice que me pongo muy nervioso cuando tomo mucho café en la oficina, especialmente cuando nos acercamos a finales del mes y el presupuesto aún se ve muy lejos. Es cuando la jefa comienza a hacer sonar sus tacones por todos los pasillos y, alzando la voz, los reclamos y las humillaciones disfrazadas de motivación. 

Bueno, eso era antes de aquella noche. Desde entonces ha estado muy calmada. Casi no habla con nadie. Algunos rumores corren en la oficina, diciendo que hizo algo realmente horrible durante esa noche. Otros dicen que quieren cambiarse de dirección para no estar cerca de ella porque, ¿qué tal si vuelve a pasar y agarra contra algunos de nosotros? Otros comentan que la vieron en una grabación que circula por internet mientras corría por la calle y arrastraba el pequeño cuerpo de un niño, antes de azotarlo furiosamente contra la orilla de una banqueta. Nadie en la oficina dice nada en voz alta, nada que ella pueda escuchar al menos. Solo murmuran. Realmente yo no puedo culparla. En serio, ¿quién no hizo alguna barbaridad esa noche?

El puesto de periódicos está cerrado. Me quedo un momento mirando finamente la estructura metálica del local, con sus cortinas cerrada. Ya van cuatro días seguidos que no abren. Le doy un par de puntapiés a la cortina del puesto y su candado antes de dirigirme hacia el único lugar cercano donde todavía puedo comprar un periódico antes de entrar a la oficina, a la que ya voy con retraso.

Debería dejar de llegar tarde, lo sé, pero últimamente nadie parece dedicarse a que los empleados cumplan con sus deberes o sus horarios. Ni siquiera han reparado el reloj checador que alguien —dicen que fue Manríquez mientras hacía doble turno por su baja productividad— arrancó con sus propias manos antes de aventárselo a otra persona. Me dijeron, aunque nadie está seguro, que él destrozó mi escritorio y los portarretratos de mis padres que colgaban en los muros de mi cubículo. Si acaso fue Manríquez, no lo culpo. De nuevo, ¿quién no hizo una barbaridad esa noche?

Entro en un Starbucks para comprar una copia del Excélsior y luego, en un consciente y exquisito acto de desfachatez, me siento en la terraza para leer los encabezados y terminar de beber mi café comprado en una tienda ajena. Mientras abro el periódico recuerdo que, cuando iba en la primaria, mi escuela organizó un viaje a las viejas oficinas del Excélsior, con todo y su sala de redacción y sus imprentas, unas maquinarias monstruosas que trabajaban a toda velocidad, procesando gigantescos rollos de papel. Me regalaron un ejemplar cuando lo pedí, recién salido de la imprenta, caliente como bolillo de panadería. Desde entonces supe que siempre leería periódicos. No hay nada más fiel y consistente que un periódico.

Escucho entonces un chirrido de llantas, seguido de un golpe seco y un par de gritos. Levanto mi cabeza para mirar en dirección al ruido, al igual que otros clientes de la cafetería y varios transeúntes. Todos miramos hacia la esquina donde un auto ha frenado bruscamente, pero sin evitar golpear a una mujer que cruzaba la calle y que ahora yacía a un par de metros del auto, mientras otra mujer cerca de ellos gritaba aterrorizada. 

Todos volteamos a verlos y esperamos. Esperamos que algo pasara, similar y diferente a la vez; que el auto retomara su velocidad y pasara por encima de la mujer; que alguien se acercara con alguna piedra o un tubo y comenzara a golpear el auto, exigiéndole al conductor que bajara, o a la mujer que no dejaba de gritar, ordenándole que se callara; o algún otro escenario de los miles que se repitieron en distintos puntos de la ciudad aquella noche.

Todos esperamos en silencio, pero nada de eso ocurrió. El conductor del auto salió, con su teléfono celular en la mano, pidiendo ayuda y dando indicaciones —tal vez a algún operador de servicios de emergencia— de dónde se encontraba. Luego colgó y se acercó a la mujer que había golpeado, tratando de mantenerse sereno mientras le aplicaba primeros auxilios. Mientras tanto todos mirábamos y esperábamos, apretando los puños, tal vez esperando una excusa, por minúscula que fuera, para volver a actuar como decenas de miles, hombres y mujeres, lo hicieron esa noche, sin una razón aparente o creíble, incluso yo, porque, repito, ¿quién no hizo alguna barbaridad esa noche?

Bueno, no sé si mi caso fue una barbaridad. En realidad no puede decirse que yo hiciera algo y quizá ese es el argumento cuestionable: no haber hecho nada. Solo saqué a la terraza una silla, la mesita plegable a la terraza, una taza de café, mi periódico de aquel día y me senté a leer. Mientras tanto escuchaba los gritos, choques, algunas explosiones, las sirenas de patrullas y ambulancias, junto a los constantes timbrazos de mi teléfono y los mensajes que mis padres dejaban desesperados en mi buzón de voz. Pedían ayuda porque, al parecer, alguien quería entrar a su casa. Yo solo permanecí sentado en mi terraza, tomando mi café y leyendo mi periódico mientras escuchaba aquel desarmonizado concierto durante varias horas.

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