Por David Jesús Flores Heredia
El solitario Marcelo, cabizbajo, se dirigía hacia su hogar. Pensaba en su actual trabajo, cuidar que no se metieran al circo sin pagar los ladronzuelos, los niños pobres ni los aprovechados, y sintiendo pena por los ancianos a los que debía botar a patadas. Repasaba su rutina: observaba, en silencio, los amoríos del director y el domador de leones, se burlaba de la amplia gama de payasos ebrios y llorones, atendía hipócritamente a las bailarinas de sonrisa falsa, turbaba con bromas pesadas a los equilibristas, apreciaba en poco los antiestéticos disfraces que sorprendían al público. Comprendiendo que había aceptado viajar sin aumento, de pueblo en pueblo, con ese conjunto mugriento, porque le daba para alimentarse y comprar un poco de vino.
Para intentar olvidar su suerte, encendió un cigarrillo y evocó sus años de comediante en los que hacía llorar y reír a miles de personas en coliseos y plazas de su natal Haka. Pensaba en lo bello de firmar autógrafos, poseer una casa hermosa donde sus jóvenes amigos, llenos de alegría como él, llegaban por docenas. Recordó ese accidente trágico que lo obligó a escapar y, como resultado, a aparecer en este país tercermundista, donde los primeros meses se refugió en las antiguas iglesias del centro de la capital. Desde que abrían hasta que cerraban, escribía versos para amores irremediablemente perdidos.
Luego, se miró en el reflejo de una ventana y pudo ver su cabello desordenado y largo, su piel cobriza y su rostro envejecidos por cincuenta años de triunfos y tristezas. Parecía un vagabundo gordo, vestido con un gabán negro (gigante para su mediana estatura) que cubría la chompa de igual color y el yin azul y opaco. Después, observó sus gastadas botas de cuero ennegrecidas. Se sintió nervioso, deseaba un amor. Afortunadamente, contra esas sensaciones, portaba una pequeña carta que presuroso extrajo del bolsillo izquierdo de su abrigo. La estiró y leyó: “Siempre recuerda el capítulo pendiente en el que descubres que ella también tiene el poder de hacerte sufrir y arruinarte. No seas bobo. No confíes y no te pierdas por ninguna. Te quiere, mamá”. Sosegado, siguió caminando.
Hace unos meses, el circo había llegado al pueblo sórdido de Preston, lleno de restaurantes, cantinas, prostíbulos, negocios de comida chatarra e institutos y colegios mezclados entre sí. Había decidido que esta sería su última parada, pero jamás imaginó que allí encontraría a alguien. La estadía se extendió porque los directores se enteraron del inicio de la Feria Internacional Arenales y decidieron participar.
El día de la primera función fue un domingo al caer la tarde. Hubo mucha gente. Marcelo, cuidando la puerta de ingreso, con su acostumbraba cara de perro furioso y ánimos aún peores, la vio aparecer: una adolescente alta, gruesa, morena, de cabello largo y ensortijado, mirada vivaz, labios pintados de carmín y vestida completamente —jersey holgado, falda corta y sandalias— de fino blanco. Se dijo parece una divinidad y observó fijamente su despliegue. Luego, le preguntó a un payaso que andaba cerca: ¿quién es? No le interesó la respuesta. Sabía que debía averiguar y dejó que transcurrieran varias funciones antes de intentar decirle algo. Por supuesto, no esperó que ella se le adelantara:
—Hola, hoy no traje dinero. He venido casi a diario y hoy estrenan el nuevo espectáculo. ¿Puedes ayudarme a entrar?
—Me gustaría hacerte ingresar, pero lo único que puedo hacer es esperar a que pasen todos y llevarte hasta donde yo veo las funciones.
Le sonrió sin decir palabra, tal como hacía cada vez que cruzaban miradas y aguardó a un lado. Fascinado por el exquisito y penetrante perfume de la púber, continúo trabajando. No hubo sobresaltos. Ingresó la concurrencia general, cerró la portezuela y apuntó algunas cosas en el registro de seguridad. Luego, le hizo un gesto y caminaron pausados hacia un ángulo oscuro. Al llegar, abrió un ala corrediza de la carpa y, ya con ambos dentro, le mostró una escalera altísima y poco iluminada de uno de los pilares laterales del recinto. Para no mirarle las bragas, ya que la niña llevaba un vestido largo, se adelantó y le dijo: Sube. Ella lo siguió.
—¿Cómo te llamas?
–Luzbella, ¿y tú?
—Comediante.
—Eso no es un nombre.
—Lo es.
—No me mientas, ¿por qué…
—Marcelo y no me gusta que me llamen así, porque es el nombre de mi padre, que asesinó a golpes a mi madre. Ahora, solo dime Comediante.
La niña hizo una mueca de contento y le dijo Gracias. Luego continuó:
—¿Qué obra es esta, con ese título tan raro?
Sonrió.
—Sí, Covid-19 suena a diarrea, ¿no?
—Ja, ja, ja, no sé si a eso, pero es muy raro.
—Básicamente es la representación cómica de una dictadura futurista donde se encadena a los ciudadanos a sus pantallas, se les rompe su protoeconomía, su salud psicológica y todo un despelote de esos de moda.
—Ja, ja, ja, me encanta.
—No te apresures que no sabes cómo terminará.
—Son estúpidos, así que creo que será gracioso.
—En eso no te equivocas.
—Ambos rieron animados. ¿Y dónde naciste?
—No lo recuerdo.
—Eres un pesado cuando te la das de misterioso.
—La verdad nací en una matanza en Ecuador.
—Qué excitante.
—¿Te excita la muerte?
—No tanto como el lograr que muchas personas se mueran de miedo, y es que el miedo es un demonio gigante en el alma del otro que crece y crece y crece. Es divertido dominar así, me fascina.
—Tan chica y malevolita.
—No me digas malevolita.
—¿Y tú dónde naciste?
—En el infierno.
—¿Dónde queda eso?
—Gates, Wuhan.
—Eso es lejos, ¿qué haces aquí?
—La vida es así, voy de lado a lado. ¡Ay!
En un peldaño casi resbala la adolescente. Marcelo siguió subiendo, sin detenerse ni voltear. Solo dijo: Ten cuidado, damita de la destrucción.
—¡Eres un idiota!
—Qué delicada.
—¡Ay, ya estoy aburrida! ¡Tantas escaleras parecen interminables!
—Cálmate, ya vamos a llegar.
—Me canso.
—Tranquila.
—Me canso mucho.
—Tranquila.
—No puedo, me canso, ¿no me escuchas?
—Por favor, no puedo cargarte, ya vamos a llegar.
—Está bien.
Tras un breve esfuerzo, llegaron y se acomodaron. El tablón que servía de asiento era muy cómodo. Ahora estaban a una altura mucho mayor que la de los equilibristas, casi podían tocar el techo del lugar. Emocionada, Luzbella le dijo:
—Desde aquí se ve muy bonito.
Marcelo le hizo un gesto de “Oh!” cubriéndose la boca con una mano. Ella sonrió. Tras unos segundos, él le preguntó:
—¿Debería sentir miedo de ti?
—No, tonto.
Ambos se observaron fijamente. Con suavidad, él le cogió la mano izquierda para entrelazarla. Ella aceptó. Las trompetas resonaron. Inmediatamente miraron hacia abajo. Comenzó la función.
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