Antología

El cuento en cuarentena | Quizá siento

[Como resultado del concurso “El cuento en cuarentena”, organizado por Palabrerías, con apoyo de las revistas Teresa MagazineTintero Blanco y Zompantle, este cuento se encuentra incluido en la antología El cuento en cuarentena, la cual puedes hallar de manera gratuita en Palabrerías]

Por Martín Macías

Algún día abriré las puertas de alguna de estas cuatro paredes y me echaré a volar, algún día le aplaudiré tan cerca y tan fuerte a la muerte que se sentirá halagada; algún día, quizá hoy.

Tomo una cajetilla Marlboro, la abro y lo primero que hago es olerla. Como de costumbre, apestan como a excretor; y no, no piensen que es mi culpa o que gracias a mí huelen así, es culpa, en esencia, de la empresa creadora del producto, ni mi ano alcanza olores tan repugnantes; entonces, incluso hasta hoy, no logro comprender por qué fumo, solo sé que es por estrés, aunque igual existe la masturbación y dicen que funciona, pero esa no la practico: puede, probablemente, que me guste el sabor a mierda entre mis labios. No lo sé, de cualquier modo, dejo de pensar en eso y guardo la cajetilla en el bolsillo trasero de mi áspero pantalón de mezclilla; ahora tomo lápiz, goma y sacapuntas, procurando no cortarme con este último objeto antes de lo debido. Por poco y olvidaba tomar mi lienzo: el papel de baño.

Haciendo uso de mi poca sutileza, poso la punta ya afilada del lápiz sobre un cuadrito del poroso papel. Comienzo a moverlo de derecha a izquierda en pequeños zigzag casi imperceptibles, haciendo creer que son líneas horizontales independientes entre sí. Cada vez voy separando más los cambios de direcciones, así como la intensidad del trazo; creando, en consecuencia, un difuminado, de modo que la oscuridad y negrura total son el principio y la pureza del brillante blanco, el final; aunque, siendo sinceros, no es un blanco puro, de hecho es casi amarillo… pero no importa, se entiende el punto.

Apilo el cuadrito de papel sobre los otros 284.

Fumo casi de una sola inhalada mi segundo cigarro, lo termino después de dar un segundo jalón y enciendo un tercero: al hacerlo, el humo que entra a mis pulmones me asfixia y me obliga a toser; tomo nuevamente el lápiz, lo afilo y hago otro difuminado en el siguiente cuadrito de papel. Termino y apilo este papelito número 286. Mientras aviento la colilla hacia un lugar donde no pueda incendiar nada, saco otro un cigarro: a punto de encenderlo, volteo la mirada hacia mi izquierda y veo directamente los ojos de un sujeto de boina a través de la perfecta verticalidad del acero. Sin impedir el directo encuentro de sus ojos con los míos, prendo el cuarto cigarro y le aviento el humo en la cara; el aboinado se ríe, sin permitirle seguir haciéndolo, tomo la navaja del sacapuntas con el que acostumbro cortarme y, a través de los barrotes, trazo un eje de simetría que divida su cara en dos: es superficial, no ha pasado nada.

Me termino el pesado humo que tenía entre mis labios y saco de mi bolsillo trasero, nuevamente, la cajetilla; decido sacar el quinto cigarrillo, presionar la piedra que da chispa y el botón que saca gas del encendedor: prende a la primera y mi cigarro enciende de inmediato.

Quiero cumplir récord, saco todo el aire de mi cuerpo y aspiro lo más que puedo, veinte segundos es lo que logro resistir fumando y veinte segundos son los necesarios para acabarlo completamente hasta el inicio del filtro. El número 287 es el designado siguiente para ser dibujado, así que tomo mi lápiz, goma y sacapuntas, me hago la cortada y comienzo a posar el lápiz sobre el lienzo. Primer zigzag hacia la derecha, estoy a punto de llegar al límite donde me corresponde regresar, escucho que la reja de la celda se comienza a abrir y tres celadores, acompañados por el simétrico de boina, entran cada uno con dos macanas en mano, gritando alterados, perturbando mi paz; doy el último trazo hacia la izquierda y, antes de llegar al límite, mi columna se ve impactada por el golpe de una cachiporra enfurecida: a pesar de mi potente fuerza de voluntad, me es imposible no retorcerme instintivamente tras la recepción del golpe. Después de que el primer policía golpea mi espalda, hay un par de segundos de tensa calma y, en ese par de segundos, intento con mi mano derecha sacar la cajetilla de mi bolsillo trasero; pero, al momento de meter mi mano en el pantalón, un golpe va a dar en mi cara, seguido de frenéticos macanazos y patadas de los montoneros carceleros. Mis aplausos y adulaciones a la muerte son cada vez más fuertes: sale sangre por mi boca, por mi nariz y por mis muñecas, esto último no fue provocado por los carceleros; mis costillas están rotas y me encuentro en el suelo sin oponer resistencia y sin ver a los sujetos alterados golpeándome sin cesar. Fijo mi atención en la pila perfecta de 286 papeles sobre el escritorio, tan solo veo eso, me estreso al saber que están tan frágiles y expuestos a ser derribados; tan solo veo eso y no me muevo más que para intentar sacar un cigarro de mi bolsa trasera… nunca lo logro.

23 minutos exactamente fue lo que los carceleros tardaron en darme mi golpiza, pareció eterno el tiempo: mi estrés y mi frustración por impedir que derriben mi pila de papeles difuminados son demasiado. Miro cómo tres agresores salen de la celda entre risas y orgullo, solo el de boina y rostro simétrico es el que se queda a mi lado, hablando no sé de qué, pues no me importa; lo veo con un miedo gigante, no porque me habían golpeado, no por eso, sino porque la pila de papeles estuvo a punto de ser tocada en múltiples ocasiones y el último sermón de aquel carcelero sucede a tan solo centímetros de la torre de papel. Al final, sonríe, me da un escupitajo en la cara y hace lo impensable: el maldito gordo, que cubre su lampiña cabeza con una boina, derriba la torre y se marcha con un hilito de sangre que gotea de su barbilla.

Un par de segundos eternos pasan mientras yo estoy en el suelo, no puedo parar de pensar en los 286 papeles derribados, mi estrés está llegando más allá de lo que creía era su cúspide; para relajarme pienso en pararme, tomar de mi cajetilla un cigarrillo y encenderlo, pero no puedo pararme: mis piernas no responden.

Al parecer no le aplaudí tanto a la muerte, tan solo vino ofendida por mi poco interés y me dejó sin poder caminar. Algún día podré librarme de esta cárcel, algún día podré aplaudirle tan fuerte a la muerte que venga, que venga y no se arrepienta de haber venido. Mientras, seguiré intentándolo, seguiré matando mi estrés.

Así, acostado, me inclino parcialmente y saco un cigarro, lo enciendo y con prisa lo termino: tengo una tarea por realizar, 286 papelitos no se difuminan solos.

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